12 de octubre de 2007

Cantarería, 23










- ¡ Que no , que no, que yo ahí no me meto! – dijo ,de pronto ,Francisco.

- ¿Por qué? – interrogué yo sin mucha esperanza de obtener respuesta .

- Pues... ¡por que no! – me volvió a espetar , confirmando mis negativas previsiones.

Los demás se habían terminado de despabilar e incorporándose en la colchoneta, empezaban a asomarse , entre divertidos y asombrados, a la controversia . No conocían el lado terco de Paco y aquel diálogo de besugos les parecía casi una broma de maestro y alumno compinchados.

Estaba en el nº 23 de una calle pequeñita, apenas un callejón de casas viejas ,cuyo nombre, Cantarería, suena a pueblo antiguo, a barrio de oficios perdidos. A su alrededor Meleros, Zarza, Ganado, La Rosa, Santa Clara y Cruces, el barrio alto de El Puerto, castizo y gitano, tan castigado y muerto hoy como vivo y rico entonces. Así fue hasta el boom urbanístico de los 80 que despobló el centro .Desde ese momento el paro con la heroína de consorte se mudaron a sus patios para marchitar sus “genarios” y su alegría. Fueron aquellas ,las calles de mi infancia con su pavimento de “ chinos peluos”, adelantadas ludotecas silvestres donde nos forjamos auténticos ases de los “bolindres” o “bolis” que era como llamábamos a las canicas . Eramos los niños del Hospitalito, el único colegio nacional y gratuito de la zona. Una oportuna gestión de mi padre me alejó de ese destino y me llevó hacia un colegio privado, La Salle, donde nadábamos como podíamos entre las aguas del clasismo y la pedagogía del palo , agarrados a la balsa de la buena voluntad de algunos docentes .


Allí , destilando aroma portuense a vino y flores, bodegas y patios, sobre un taller de automóviles propiedad de nuestro eventual casero , encontramos el primer local . Hoy me cuesta , reconozco mi intolerancia, entender a quienes se obstinan en rechazar determinadas tareas dentro de la escuela porque, según su visión subjetiva ,quedan “fuera de sus funciones”. Nosotros, locos pioneros de la prehistoria alfabetizadora , debíamos hacerlo todo: buscar el local, negociar el precio, convencer al concejal y hasta concertar la cita para que se firmara el contrato. Incluso, cuando el ayuntamiento se retrasaba en el , éramos los encargados de gestionar la aceleración del pago ante el interventor municipal, para evitar ver nuestros pupitres en la calle.

Ésto ocurría allá por el año 1985 , en el segundo o tercer curso que emprendíamos . Habíamos optado por descentralizar nuestra labor y esta dispersión sería uno de los principios pedagógicos que se harían característicos en nuestro proyecto : hacer que la alfabetización estuviera cerca de las personas adultas .

Ya utilizábamos los colegios públicos pero tanto la escasa disposición inicial de nuestros colegas a compartir sus “castillos pedagógicos”, como la estrecha franja horaria en la que las aulas quedaban libres , nos llevaban a soñar con locales propios. Queríamos dar clases por la mañana o ,al menos, empezar a las cuatro de la tarde como nos demandaban las alumnas y no a las seis como teníamos que hacer en algunos casos. “Cantarería, 23 ” fue el primero de estos espacios nuestros y , andando el tiempo ,vendrían otros en la misma línea como el de la calle Rueda, el de La Venta del Molino, el de la Avenida de América, etc. Quizás por ser el “primogénito” de esta serie disponga de más espacio en el almacén de mis recuerdos y su nota en la evaluación de mis afectos sea la más positiva.

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El local era un pequeño y , a su manera, coqueto “partidito”. Así llamamos por aquí a cada una de las particiones que se hicieron en los grandes palacios portuenses, las casas de cargadores a Indias, y que convirtieron las grandes y lujosas mansiones de los armadores de otro tiempo, en laberintos infinitos de viviendas familiares de baja renta.


De todos modos, “ Cantarería, 23” nunca había sido una gran mansión y lo nuestro era un “partidito” de una casa mucho más modesta. Apenas ocupábamos unos 20 metros cuadrados del piso superior al taller. Antes de empezar, tuvimos que derribar todos los tabiques para hacer un aula espaciosa donde nos apilábamos sin hacer demasiado caso a las ratios máximas. Un balcón enrejado que ,de puro enclenque , daba miedo utilizar y un par de ventanucos daban luz al salón reconvertido . Al fondo, quedaban el minúsculo pero imprescindible cuarto de baño – son muchas las urgencias que producen dos horas de frenética actividad pedagógica- y una cocina que hacía las veces de almacén.

Hoy ,cualquiera de nosotros certificaría que aquellas eran unas condiciones deplorables para la práctica educativa , pero en el año 85 , aquel local era nuestro orgullo y nuestro símbolo. Juntos, maestras, maestros, alumnas, alumnos, familiares y amigos lo hicimos todo: tiramos los tabiques sobrantes haciendo todos de peones de un único oficial voluntario, un alumno que aportó su sábado vacante a la causa pedagógica; sacamos a cubos los escombros por la estrecha y empinada escalera y hasta los llevamos al vertedero en algún coche particular; pintamos las paredes, con cal ,como siempre se hizo aquí con el hogar familiar; colgamos las pizarras y acarreamos cada uno de los pupitres y las mesas desde donde la caridad educativa nos lo concedía hasta nuestro primer piso. Incluso, al final, nos inmortalizamos en el momento en que cortábamos la imaginaria cinta de inauguración, pintada en la recién colocada pizarra, – no podía ser de otro modo- con una foto que aún rueda por el centro. Quizás por todo ello y como muestra de una vanidad administrativa no reprimida hicimos aparecer esta dirección, “ Cantarería, 23” , en nuestro primer sello de caucho. Otros centros optaron por la comodidad de acogerse a la paternidad postal del buzón colectivo del ayuntamiento. ¡Nosotros teníamos dirección propia!.

Allí celebrábamos nuestros diminutos claustros , convocábamos a las delegadas e incluso albergábamos las reuniones comarcales de coordinación cuando compartíamos zona pedagógica y administrativa con Sanlúcar , Chipiona, Rota y Trebujena. Entre sus paredes organizamos infinidad de sesiones formativas donde, a falta de maestros veteranos, suplíamos nuestra inexperiencia con el intercambio y la evaluación de los descubrimientos mutuos. Aquellas reuniones fueron las mejores cátedras de didáctica, pedagogía y psicología que pudo tener Andalucía. Tuvimos que desaprender mucho de lo que habíamos memorizado en la Escuela Normal para empezar a pensar con cabeza propia y a hacer de la experimentación y la innovación nuestra manual de conducta.

Por ejemplo, recuerdo el debate sobre si era pertinente alfabetizar “en andaluz”. Todos reconocíamos que nuestras alumnas contaban con un handicap más a la hora de aprender, sobre todo, a escribir. Aquí pronunciamos de otra manera algunas letras y esa confusión genera problemas a la hora de escribir” en castellano”. Entre nosotros experimentábamos y comparábamos resultados en una labor no siempre comprendida y tolerada por nuestros “superiores” defensores de la ortodoxia ancestral. El debate nunca se cerró , como ocurre con las cuestiones realmente importantes. Aún hoy, yo dudo a la hora de optar por potenciar la libre expresión andaluza “ortográficamente incorrecta” o por la imposible y estrecha formulación académica.

Otro capítulo de estudio importante fue el que intentaba establecer el concepto de Desarrollo Comunitario en la Educación de Adultos así como el papel que desde los centros nos debíamos atribuir en dichos procesos. En nuestro centro nunca fuimos tibios en ningún debate, siempre tomábamos partido, pero en éste en concreto fuimos los abanderados defensores de la posiciones que abogaban por favorecer desde los centros todas las dinámicas de desarrollo popular.

Si hubiera posibilidad de escribir cuanto se dijo en los seminarios celebrados en “Cantarería, 23”, en “Cerro Falón” de Sanlúcar de Barrameda , en “La Biblioteca Pública” de Trebujena o en decenas de otros centros de la provincia durante aquellos primeros años, dejaríamos un importante legado de pedagogía popular construida de manera participativa.

En otro orden de cosas, cuando acababa nuestra labor pedagógica cedíamos el local a cuanto colectivo lo necesitase. En nuestra pobreza quisimos ser generosos y , durante mucho tiempo, una cooperativa de jardinería en cierne, “Esterlicia”, tuvo allí su domicilio postal y social Hasta alguna reunión de “Tuper Ware” se nos coló antes de que levantáramos las defensas contra la utilización comercial de nuestros locales.

Y, cómo no podía ser de otra manera, muchos sábados nuestro pequeño local acogía las reuniones de la incipiente coordinadora sindical que empezaba a gestarse al hilo de aquellas precarias condiciones de trabajo.

Nuestros salarios eran notablemente inferiores a los del profesorado de EGB. Dichos estipendios, por otra parte, aún eran muy bajos y todavía se oía decir aquello de “Pasa más hambre que un maestro de escuela”. Nuestros contratos eran heterogéneos en cuanto a la duración, las condiciones, las funciones, etc. y, en general, dependíamos de unos ayuntamientos subvencionados que no tenían claro que hacer con nosotros y con nuestras demandas. Tuvo mucho que ver nuestra juventud , la efervescencia política del momento y la llegada reciente del PSOE al poder en Sevilla y Madrid pero lo cierto fue que , a la vez que se consolidaba la realidad pedagógica de la alfabetización, se forjó un movimiento reivindicativo y una amistad solidaria muy fuerte entre la gente que hacíamos dicha labor.

En una de las asambleas coordinadoras se decidió iniciar una serie de encierros de 24 horas en nuestros locales para demandar todo lo que reclamábamos entonces: Estabilidad, locales, formación, materiales y salarios dignos. En El Puerto acogimos la idea con entusiasmo y decidimos, no podía ser menos, que el encierro sería en “ Cantarería, 23”.

Invitamos a participar en la protesta a nuestras alumnas. Si bien es verdad que el profesorado de este centro siempre fue de lo más decidido a la hora de reivindicar sus derechos no es menos cierto que sin la participación activa de la infinidad de mujeres que pasaron por él como alumnas hoy no sería lo mismo. Ellas asumieron desde el principio que el centro de adultos era suyo y que nadie podría quitarles ese sueño sin que sacaran sus uñas en forma de movilización.

A las nueve de la noche, tras acabar las clases, el local se puso a rebosar. Todo el mundo llegaba con un poquito de caldo, unos filetes empanados o una tortilla de patatas, talmente como si se tratara de una de nuestras excursiones a la playa. Hicimos una pequeña pero muy participativa asamblea para explicar los motivos de la acción y colocamos una pancarta en el balcón .Tras el improvisado mitin hubo cante y baile y hasta los vecinos de la calle subían a ver que sarao tan extraño , sin que hubiera boda ni bautizo , se estaba celebrando encima del taller.

A medida que avanzaba la noche, la mayoría de las alumnas se fue marchando. La transformación de costumbres e ideas que estaba significando para ellas la educación de adultos no llegaba, aún, a permitirles pasar una noche fuera del hogar en una actividad que no fuera velar un muerto o cuidar a un enfermo. Tras escuchar la misma excusa formulada de mil maneras diferentes y besar a todo el alumnado del centro nos fuimos quedando solos maestros, maestras y… Francisco.




Francisco era un alumno joven, de mi edad , que estaba con nosotros desde el comienzo de las clases. Alegre, bullanguero y con un interés enorme en aprender a leer y a escribir, se movía con soltura de gallo en aquel universo femenino que era – y es - el Centro de “Adultos”. En otro orden de cosas, todavía recuerdo impresionado que, a pesar de permanecer muchos años con nosotros y adquirir mucha confianza conmigo, cada vez que me acercaba por sorpresa a su mesa levantaba el brazo derecho a la altura de la cabeza como si yo fuera a pegarle. Aquel tic, aquel reflejo de autodefensa me hacía intuir una infancia de malos tratos continuos que él siempre se obstinaba en negar cuando yo me atrevía a preguntarle.
Al tiempo que nosotros aprendíamos a enseñar a través de él, Paco aprendió a escribir , a leer y a contar con nosotros. Además de este rédito, conoció en las clases a Mercedes la que hoy es su mujer y madre de la niña con la que aún le veo pasear.
Por eso, porque fue tan conejillo de indias nuestro, como nosotros a la viceversa lo fuimos de él, nunca olvidaré su conducta en “la noche de autos”.
Por fin, cuando en “Cantarería, 23” quedamos únicamente los encerrados, ya era tarde pero los nervios nos impedían pensar en dormir, así que estuvimos jugando a las cartas casi una hora. A través de las risas, del tute y de la ronda fuimos deshaciendo el nudo de las emociones provocadas por la solidaridad. Poco a poco fueron llegando el relax y el sueño. Habíamos traído sacos de dormir para todos y, uno a uno, fuimos cayendo en las colchonetas. En apenas diez minutos, los “profes” estábamos ya en los sacos pero Paco permanecía sentado junto a la mesa donde habíamos jugado a las cartas.

- Francisco - dije yo, que era su profesor, ante las miradas inquisitivas y soñolientas de los demás –....¿no te acuestas?

- Ahora.- contestó él sin levantar los ojos del tapete, barajando y volviendo a barajar el mazo.

Pasó un buen rato. Paco no dejaba de darle vueltas y mas vueltas a los naipes dejando escapar, de vez en cuando, una furtiva mirada al saco que lo esperaba sobre la colchoneta vacía.

Todavía tuve que preguntarle un par de veces más y, al final, explicarle que si no apagaba la luz no podría dormir nadie y que al día siguiente había que hacer muchas cosas y que... etc. Finalmente, Francisco se decidió a levantarse, entre suspiros de alivios del resto de los aspirantes a durmientes. Llegó hasta donde teníamos el saco preparado para él. Lo tomó y lo examinó con una mirada atravesada, varias veces, por un lado y por otro. Fue entonces cuando se produjo la escena con la que inicié el relato. Tras un rato de indecisión anunció tajante y definitivo:

- ¡Que no! –

- ......”Que no…” ,¿ qué? - pregunté yo mientras miraba sorprendido todas sus maniobras

- ¡ Que no , que no, que yo ahí no me meto!


Francisco, olvidaba decir, además de alegre y bullanguero era, sobre todo, cabezón. Cuando algo, una idea, una broma, una opinión, se le metía en “la perola” costaba Dios y ayuda hacerle desistir. Era poco dado a la discusión sincera, al cambio de pareceres. En cualquier debate se limitaba a repetir mil veces la misma opinión sin bajarse del burro.

- ¿Por qué? –.

- Pues... ¡por que no! –


Yo procuraba ser delicado, no quería que se agobiara y se nos marchara porque era nuestra única muestra trasnochante de solidaridad. Sin embargo la curiosidad antropológica me pesa, a veces, más que la conciencia.

Con la intervención de los demás y tras un rato de tira y afloja, la conversación se pobló de risas, que es una forma de hacerla más ligera y menos hiriente .Fue Paco, él que , en una de esas, nos sorprendió soltándonos a bocajarro:

- Ahí – señalando al saco que lo esperaba inerte y frío – yo no me meto. ¿ Y si durmiendo, me doy la vuelta y me ahogo dentro?.


Nos quedamos por un largo momento petrificados. Mirábamos ora el saco tipo momia, ora a Paco, esperando encontrar en el uno o en el otro, una pista que nos permitiera adivinar si nos “vacilaba” o nos estaba hablando en serio.

Cuando un rato más tarde, ya con la luz apagada, vi a Paco tumbarse sobre la colchoneta y taparse apenas con el saco, sin introducirse en él a pesar del frío del local, pude deshacerme de la duda y poner una vela a la sinceridad de Paco. No recuerdo si estuvo así todo lo que quedaba de noche o si terminó yéndose a su casa. Vivía muy cerca, en la calle Ganado donde habíamos sido infantiles vecinos de dispar fortuna académica.

Llegó la mañana y, con ella, un nuevo rosario de visitas que nos traían café, galletas y hasta churros. Toda la mañana fue un entrar y salir de gente solidaria e incluso vino la prensa que plasmó nuestra protesta en una foto que guardamos con cariño. A las cuatro de la tarde acabó el encierro cuando los maestros y las maestras tuvimos que acudir cada uno a nuestro barrio a impartir las clases.

Al salir de allí, sin embargo, me hice consciente de que habíamos dado un paso pequeño pero importante en la historia de nuestro Centro de Adultos. Nuestra pequeña colectividad se sentía más unida, mas confiada en sus propias fuerzas. Sentíamos un poder que sumado al de todas las pequeñas comunidades que como la nuestra comenzaban a movilizarse en Andalucía, lograrían con el tiempo hacer de la Educación de Adultos un realidad más allá de los proyectos experimentales. Todavía quedaban muchos encierros, muchas manifestaciones, alguna clase en el salón de plenos o en el patio del Ayuntamiento y una infinidad de visitas combativas a la Plaza de Mina en Cádiz e , incluso a Sevilla , pero al final ganaríamos un importante episodio en esta historia de nunca acabar , lograr la dignidad de la educación de personas adultas.

Sin embargo, aquella noche en “ Cantarería, 23” , Francisco con su miedo al saco y el resto de alumnas y alumnos con sus tortillas, sus palabras , besos, churros, cantes y bailes habían dejado escrita en nuestra memorias de tiernos brotes del árbol de la pedagogía universitaria , de aprendices de maestros , una de las páginas mas dulces y divertidas.

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