12 de octubre de 2007

Ars Orandi o Diálogo, diálogo, diálogo.


Una sola boca y dos orejas tenemos para que escuchemos el doble de lo que hablemos”. Oír, escuchar, hablar, volver a oír y volver a escuchar, de esa manera se producen la mayoría de los aprendizajes y de los descubrimientos. ¿No sentimos acaso más angustia a la hora de comunicar con una persona sordomuda que con una persona ciega? ¿No nos suele ocurrir nos impresionan las palabras más que las imágenes?

Aquello de que “una imagen vale más que mil palabras” no es más que un truco publicitario, una estrategia de creación de deseo a corto plazo que se esfuma con rapidez con la que se borra el reflejo que el neón efímero y nocturno graba en nuestra retina. Los publicistas lo saben y al diseñar sus reclamos cambian con frecuencia de protagonistas, de paisajes pero los “jingles” – esas musiquitas breves machacones y simplonas , sintonías del consumo moderno ,que se nos agarran a la retentiva y a las cuerdas vocales - y los lemas publicitarios permanecen décadas en la memoria colectiva. , dando continuidad al producto. “Yo soy aquel negrito…” o “Vuelve a casa por Navidad” son ejemplos de mensajes donde la palabra ha sobrevivido a la imagen.

¿A que viene todo esto?, se preguntaran sorprendidos los lectores ante tanta digresión hacia el área del marketing. Pues viene a que para acabar me ha dado por recordar lo mucho y bueno que todos y todas hemos aprendido hablando y escuchando en nuestras clases.

Algunas de las mujeres que llegan por primera vez a nuestras clases se sorprenden del guirigay continuo, del incesante jaleo verbal que recorre las aulas. En sus recuerdos, la escuela era más bien un lugar donde sólo el maestro tenía derecho a hablar y a otorgar palabra, donde los alumnos sólo podían romper el obligado mutismo para responder con el debido respeto y recato. Era el modelo de escuela-radio, escuela–púlpito con el micrófono monopolizado por la infinita minoría, direccionado hacia la silenciosa mayoría. El maestro era el ara sagrado, el receptáculo de los conocimientos que se vertía en cada clase y el alumno, era apenas el recibidor, vaso humilde dispuesto a colmarse con la sabiduría del generoso prócer. Preguntar era inoportuno, opinar irrespetuoso. La curiosidad era considerada malsana y objeto de castigo pues sólo se debía aprender aquello que el omnisciente maestro tuviera a bien compartir.

Recordando tal ambiente no era extraño que los recién llegados al Centro de Educación de Personas Adultas juzgaran inadecuado aquel marco escolar que les presentábamos tan ruidosamente vivo, tan horizontalmente habitado, tan profusamente poblado por el diálogo. Porque en el Centro de Educación de Personas Adultas, se habla, se habla y se habla.

Se habla para saludarse antes de comenzar la clase, convirtiendo el obligado saludo del incombustible manual de Urbanidad en mucho más que protocolo, alargando las ¡Buenas Tardes! de rutina hasta convertirlas en una intensa exploración de contexto, del tiempo meteorológico, de la salud personal y colectiva, en una sabrosa y sintética puesta al día de los últimos acontecimientos locales y generales.

Se habla atravesando el umbral de la clase en un anárquico y cortés desembarco escolar , mientras se dejan los abrigos en las perchas, los paraguas en la papelera y se colocan correctamente las mesas y las sillas , con el comentario exploratorio ya centrado en las noticias de interés de la compañera más cercana : sus hijos , familia , etc..

Se sigue hablando mientras ya sentados se hace inventario de las pertenencias personales relacionadas con la escuela (libreta, lápiz, sacapuntas, goma de...), mientras se descubre que ayer dejó olvidada la goma de borra de puro calentura de cabeza “¡Dichosa tabla del siete! Y además “ ¡Anda , me olvidé las gafas del cerca!.

Se habla mientras el maestro explica el plan de actividades del día o resume el punto donde se quedó el trabajo el día anterior. De nuevo se oye: “¡ ...dita tabla del siete!” y se le hace entrega de un generoso ramo de comentarios , ruegos, preferencias o admoniciones : “¡Más cuentas , no, por tu mare!”.

Continúa la charla , obviando el plan propuesto por el maestro, intentando dar una verónica verbal que lo saque del tercio de las divisiones , “¡Hay que ver lo que ha pasado en ese sitio, en Morzambicre!” ,esperando que el maestro, de inequívoco perfil de voluntario de ONG, se pique, deje a un lado las cuentas y se ponga a hablar del clima mundial , del hambre y de esas cosas con la él que se apasiona.

Se habla después, efectivamente, de Mozambique, de que siempre llueve sobre mojado, de que cómo estamos cambiando el mundo y de las cosas que podríamos hacer para mejorarlo y no sólo para distraer al maestro de su obsesiva afición al calculo sino porque ya nos duelen tantas moscas en la misma herida.

Se continua hablando de que aquí mismo, “ya no llueve como antes,”...... “porque hay que ver el invierno que llevamos que no ha caído una gota de agua”........ “y que está todo el mundo con las alergias”...... “que hay que ver la de alergias que hay ahora”........”si vas a la seguridad social por lo de la piel y te dan numero para dentro de seis meses”..... “a mi me han dado numero para el de garganta para la feria”........ “pues yo cada año tengo menos ganas de feria...” en una retahila sin fin donde, aprovechando que el Guadalquivir pasa por Sevilla cada cual arrima el ascua a su sardina e introduce cuando le parece el tema de conversación que le preocupa.

En este momento, el maestro se da cuenta de que lo han vuelto a liar y quiere retomar el control. Se siente desbordado ante tanta palabra. Sus sonidos inundan la clase, toman las aulas anejas. Las palabras voletean - “.....feria, blablablá, mi marido ,blablablá, el autobús, blablablá ,etc... “- se posan en las mesas, en las persianas, en todas partes., contagiando nuestro universo escolar con el polen de las flores del lenguaje más sencillo.

Un par de palmetazos sonoros sobre la mesa en la que está sentado el ingenuo devuelven un poco de paz sonora a la escuela. Las mariposas de la comunicación huyen por la ventanas, las palabras se disuelven, se apagan en el aire del aula mientras el maestro despliega una doble visual sobre la programación diaria y el reloj para evaluar la magnitud de la pérdida en la tarea planificada. ¡Tampoco ha sido para tanto!

De nuevo se recupera la voz y la palabra para recordar la tarea encomendada antes del diluvio chacharero, para preguntar qué cuaderno hay que sacar, donde se pone el nombre o si la fecha que está escrita en la pizarra corresponde al día en curso.

Y hablando se pregunta si dividir era repartir o repetir, si hay que empezar una hoja nueva y si el número de “lo que me sobra” se coloca debajo al lado o detrás, o para reafirmar si de catorce me debo llevar una , cuatro o ninguna.

También habla el maestro para reñir: ¡Pilar, no te copies, que te he dicho “cienes y cienes” de veces que debes hacer las cuentas tú sólita!; para motivar y afirmar: “Muy bien, así, adelante mis pitagorinas ” o para dar un pasito más en la exploración del edificio de las matemáticas introduciendo en la tarea nuevas dificultades, así, como de rondón, sin que la perjudicadas adviertan la progresiva complicación de la operación que tanto temen.

Y se continuará hablando, más tarde, en el dictado matizando, contestando, provocando situaciones cómicas en las que, obligado mil veces a repetir, a dar marcha atrás, a explicar, a vocalizar silbando con las eses, a torcer el gesto intentando hacer gráfica la solitaria “c”, “p” o “b” que aparece burlona al final de lagunas sílabas, a equivocarse y a rectificar, ni el propio “dictador” sabe ya siquiera situarse en el escrito.

Y se habla , como no, al salir, al acabar la clase, opinando, resumiendo , evaluando, criticando, proyectando y posponiendo porque el diálogo, la charla , organizada ,espontánea, directa, en cascada , son la sintonía de nuestro aprendizaje mientras que el silencio y la afonía son las peores de sus cuitas.

Por ello, a pesar de reconocer que hay tareas intelectuales que sólo se pueden abordar en un clima de concentración individual, siempre preferiré el ruido de un aula viva y participativa al silencio de una clase ausente y sumisa.

Como decía al principio del relato, la mayoría, quizás la totalidad, de nuestros aprendizajes se producen a través de la interacción y el diálogo y en esa línea recordaré siempre algunas de las situaciones de las que aprendí lo que sostengo, por lo que tuvieron de divertidas, trágicas o tiernas.

La sexualidad en la escuela fue para mí un tabú en la infancia y en la adolescencia. Pasaron ya los tiempos en los que en el colegio de la Salle, el hermano Gonzalo, nos citó en pequeños grupos para explicarnos con más voluntad que acierto lo “de donde viene los niños”. Textualmente, tras un largo rato de disertación que honradamente pretendía ser clara pero que resultaba indescifrable, en la que nuestra supina ignorancia no nos permitía siquiera articular preguntas, yo lo resumí todo el saber aprendido en que “... el órgano cenital de la mujer se dilata para dar salida a la criatura”. Yo, y me imagino que los demás también, salí de la clase sin tener idea de que era ó donde estaba el “cenital” de marras y por tanto de cómo se producía la incorporación de los nuevos congéneres al humano valle de lagrimas .Al menos, sonreí y supe que si algun día me atrevía a reconocer lo que sabía.- nada- y lo que ignoraba – todo - había cerca de nosotros alguien dispuesto a intentar explicarlo. ¡Vaya desde aquí mi reconocimiento más sincero para el esfuerzo de aquel “hermano” que tenía las orejas tan grandes como el corazón!

En nuestra escuela de adultos, el sexo siempre fue menos tabú que en aquel colegio de curas de negro hábito y bragueta inmensa. Incluso cuando el maestro era el único macho en un grupo de alumnas experimentadas, la mayoría con media docena de churumbeles en este mundo, el tema era tratado con naturalidad. Desde el principio le prestamos gran atención entre otras cosas por que nos venía de muerte para introducir la familia silábica de la X en la palabra SEXO. La otra alternativa, la palabra generadora TAXI se prestaba menos al juego significativo, vivencial y dialogal precisado por el método Freire de lectoescritura popular. Desde el principio también nuestras alumnas nos respondieron con el mismo nivel de franqueza.

Dada la edad de nuestras clientas el centro de interés solía estar siempre más cercano a los trastornos y cuidados que conlleva la menopausia que a los métodos de planificación familiar. Así pues de ello hablamos más de una vez en la clase.

Pero que el tema no fuera tabú para la mayoría no significaba necesariamente que todas participara por igual, como ocurrió aquella vez.

Partiendo de un texto en el que se describían la mayoría de los trastornos relacionados con la menopausia, el retiro como lo llaman ellas, hablábamos y hablábamos. Todas las mujeres del grupo pasaron a contar espontáneamente su experiencia acompañada por un coro de asentimientos y discordancias. Que si los sofocos, los vapores que suben y bajan, la perdida de apetito sexual, los mareos, la depresión etc... Algunos síntomas eran generales pero en otros casos eran tan particulares (“¡Pues a mí, con el retiro me ha entrado ganas de comer marisco! “) que casi resultaban atribuibles a otras causas menos somáticas.

El diálogo avanzaba suavemente espontáneo y profundamente rico y todas participaban en mayor o menor medida. Todos menos, Rosario. Ella era de las más jóvenes del grupo, apenas había cumplido 47 y en su piel pálida y pecosa contrastaba sobre manera el rojo que empezaban a cobrar sus mejillas. De natural sonriente y participativo, durante el desarrollo del coloquio parecía que se iba encerrando en si misma y todo indicaba que una serie de convulsiones emocionales, de terremotos afectivos, la estaba sacudiendo, a medida que sus compañeras desgranaban sus experiencias.

De repente alguien reparó en su agitación y comentó:

- Rosario, estás colorada, ¿te ocurre algo?

Miramos todo hacia ella y pudimos comprobar que empezaba a llorar, al principio silenciosamente y, más tarde, apenas descubierta, a chorros, a corazón abierto. El silencio se hizo en la clase y todos nos mirábamos extrañados, preguntándonos que había provocado aquel torrente de emoción en nuestra, de normal, alegre compañera. Nadie insistió y, cinco minutos después, Rosario empezó a hablar, lenta pero atropelladamente:

- Yo...... a mi,.......hace más de tres meses que no veo la regla... y.... yo...... creía que estaba de nuevo embarazada..... a mi edad...... mi hija mayor tiene ya dos niñas ......... mi José en el paro......y si, claro, los vapores...... pero yo creí....como he tenido unos embarazos tan malos...... no sabía como decírselo a mi marido... y no sabía con quien hablar.

Rosario se estaba asomando a la menopausia, quería y no quería que fuera, ese “ya nunca más” y lo había interpretado, en la confusión, como un inesperado embarazo y ahora descubría la posible verdad en aquel coloquio. Nunca supe si sus lágrimas reflejaban angustia ante la incertidumbre, alegría ente la seguridad o simplemente tristeza ante el reconocimiento de esa soledad tan espesa que le rodeaba y que le había impedido interpretar algo tan cercano como el presente de su propia vida, de su propio cuerpo.

Rosario podría haber leído mil veces el texto generador e incluso escuchar un millón de charlas mías o de profesionales de la materia, sin asociar ni por un momento, su contenido con ella misma. Sólo lo hizo al calor de aquella conversación espontánea, descubriéndonos un nuevo milagro terapéutico de diálogo.

En otro tipo de charlas más regladas con el primer equipo de planificación familiar municipal descubrimos estrategias anticonceptivas de lo más curiosas e ineficaces. Una mujer nos contó que ella sólo tomaba la píldora después de hacer el amor con su pareja. Le parecía un exceso para la economía y la salud estar todos los días del mes tomando una medicación que solo era útil durante cuatro jornadas justo lo que tardaba el marido, de profesión marinero, en volver a embarcarse para otras tres semanas de faenar. Aun estaba más desinformada aquella otra mujer que creía, así nos lo contó, que cuando le hablaban de la píldora la gente se refería a la aspirina. y por tanto recurría a las blancas cápsulas de ácido acetilsalicílico, dosificadas de manera similar a la del anterior caso, para prevenir nuevas preñeces. Ni que decir tiene que ellas, sus maridos y sus numerosas proles estaban muy desengañados de la efectividad de los métodos de contracepción.

Hablando, charlando también, a falta de mayores destrezas lectoescritoras, procurábamos transmitir las nociones más generales de la Historia local y para ello hacíamos muchas visitas al Castillo, al Museo municipal, a las principales iglesias, etc.

Paca, una de las mujeres que perteneció al selecto círculo de las siete primeras, aquel primigenio grupo de alumnas que no tuvo más remedio que soportar nuestros primeros pasos cuando éramos auténticos ignorantes del método alfabetizador, era un personaje muy peculiar.

Paca era, es, bajita, muy bajita. Vivía sola y en su soledad era una persona alegre aunque progresivamente, a lo largo de los años que estuvo con nosotros fue adentrándose en el misticismo, perdiendo esa alegría vital y manifestándose particularmente reservada. Aunque participaba en todas las actividades sentía particular afición por la lectura. Se había comprado una Biblia gigante y su ilusión era poder leer directamente en ella. En la intimidad nos hablaba de los mensajes que le dejaban los santos y que a ella le urgía descifrar. Durante mucho tiempo nos preguntamos, muertos de curiosidad, en qué consistirían serían aquellos mensajes e incluso llegamos a sospechar que Paca fuera una de esa “iluminadas” que reciben visiones sagradas de 4 a 6 en su salón-comedor. Más adelante descubrimos que todo era más normal de lo que nos hacía parecer nuestra mente excitada. Aquellas cartas que Paca recibía de los santos no eran sino estampas que recogía de cuanta iglesia visitaba o que le regalaba la gente que conocía su afición y devoción. Los textos que acompañaban a los retratos sagrados, las oraciones y jaculatorias, eran, efectivamente, aquellos mensajes que Pepa tenía tanto interés en compartir como si fuera un legado personal de Santa Rita o San Antonio a su humilde persona.

Pero Paca en este proceso, además de hacerse amiga de la Historia sagrada, se aficionó también a la crónica profana y era una de las que más participaba y disfrutaba cuando alguien venía a darnos una charla sobre el patrimonio local o cuando lo visitábamos in situ.

Un día de aquellos, visitábamos la iglesia mayor prioral y, antes de entrar, Mercedes, nuestra instructora histórica favorita, nos explicaba distintos detalles de la fachada y de la disposición de las naves. Paca y alguna compañera se mantenían apartadas del grupo observando con detalle una lápida de mármol colocada a la derecha de la portada en la que se establece la antigüedad de la iglesia. Cuando Mercedes acabó de interpretar el significado de las figuras del frontal, reparó en la atención con que Pepa analizaba la losa de mármol y acercándose a ella le comentó:

- El texto de las lápidas… lo que pone en ella, no lo vas poder leer.

- ¿Por qué?- contestó Paca con una sonrisa picarona.

- Porque está en latín, una lengua muy antigua – explicó Mercedes a la que habíamos aleccionado previamente para que no entrara en honduras detallistas.

- Ni aunque estuviera en español , no ves que yo todavía no sé leer ...– añadió Paca que en aquellos días andaba aún peleando con la preescritura de la vocales- .. en lo que yo me estaba fijando era .....¡en el tiempo que hace que no limpian la lápida!

Pueden imaginarse el cachondeo general que se montó con una Paca imperturbable y la pobre Mercedes con los colores subidos mirándose la una a la otra sin saber si reírse o no.

Pero a Mercedes la admiraban mucho todas las alumnas de aquel inicial período. En otra charla, nuestra amiga explicaba al grupo que Cristóbal Colón pasó un tiempo largo por el Puerto y Sanlúcar de Barrameda , gestionando los detalles de su viaje y que algunos historiadores apócrifos aventuraban que además de la fama, D. Cristóbal pudo dejar aquí descendencia no reconocida por los anales de la historia. Nuestra Paca, originaria de Sanlúcar no tardó en reaccionar y dijo:

- Señorita, pues a mí en Sanlúcar me conocían, como a toda mi familia, por “ la colona” , ¿cree usted que seremos descendientes de ese hombre tan ilustre?

No crea nadie que Paca buscaba poner en evidencia, ridiculizar a Mercedes. Por el contrario ella era la capitana de su club de admiradoras reverentes, sobre todo por la sabiduría acumulada por nuestra amiga. Muestra de ello es que una vez que vino a darnos una charla sobre Alfonso X y la carta puebla que otorgó dicho monarca a nuestra ciudad, al salir de la clase oí como una amiga comentaba con Paca:

- ¡Hay que ver esa chica con lo joven que es y lo poquita cosa que parece, la de cosas que sabe!- decía la compañera.

- ¿Verdad que sí? - contestó Pepa muy segura de si misma y de lo que afirmaba- , pues seguro que no nos ha contado ni la mitad.

Diálogo, diálogo, diálogo.

Diálogo tierno inundando la escuela de confesiones íntimas, tiñendo el aire académico de complicidad, de sueños y anhelos, de fiestas de triunfos y abrazos curafracasos.

Diálogo rápido ,chispeante, ágil ,festonado de doble sentido, de palabras con dobladillo que dicen mucho más de lo que el estrecho diccionario les atribuye, que hacen estallar carcajadas o levantar olas de ira que se estrellas y se disipan contra la escollera del encerado.

Diálogo denso, lleno de palabras gordas que se descubren por primera vez, nombres, adjetivos y verbos que el maestro se empeña en que las pupilas fotografíen y las neuronas recuerden, pero que se esfuman de la memoria antes de que se apague el eco de su rumor en la clase donde se escucharon.

Diálogo bruto, vociferante, de caracteres que chocan, personalidades que se enfrentan marcando el territorio de la amistad y de los roles adquiridos, agitando la frágil línea entre la convivencia y la agresión.

Diálogo cuchicheante, cómplice, culpable, “por bajinis”, solidario, “...son cuarenta y cinco , borra ese siete y pon un cinco, cuidado que se da la vuelta Juan, ...” que hace inseparables a las compañeras , que falsifica la evaluación pero hace eternos los lazos de la amistad.

Diálogo ingenuo, despistado, que nos hace recordar la liviandad de las propias palabras que parecen elegir ellas mismas donde morar y donde rebotar para colocar fuera de juego a la más pintada.

Diálogo musical, cantado, dramático y cómico que busca deliberadamente la risa y la emoción en los momentos de ocio o en los lapsus más sorprendentes.

El diálogo imprescindible, inagotable, insustituible, insoportable, terrible, amable, imposible, memorable, sensible, saludable, apacible, intolerable, es la sintonía que hace horizontal la película de nuestro aprendizaje diario, y la banda sonora de este fragante Cardito de Puchero.

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