12 de octubre de 2007

El regalo del maestro



Pepi se ha levantado la primera y con una seña de ojos y manos que ella cree imperceptible para mí, comunica al resto de la clase que no se levanten todavía , que tiene algo que debe comunicarles. Es toda una orden, una sugerencia dicha sin palabras que las nuevas no llegan a captar. No importa pues las compañeras más cercanas, ya veteranas de la conspiración, compinchadas por muchos años de escuela, frenaran disimuladamente su impulso por irse o su necesidad de preguntar. Calculan que saldré de clase un rato antes de empezar el segundo turno, para tomar un poco de aire o para traer del armario de la clase contigua los materiales necesarios. Esperaran esa breve pausa para conspirar en voz baja o para citarse en la puerta de la calle si el tiempo apremia. Colaboro fingiéndome ignorante y abandono el aula siguiendo los pasos del ritual.

En el grupo más tardío, Loli, la más decidida y experimentada, recorre cada uno de los pupitres dejando breves cuchicheos y secretas consignas que interrumpe cuando entro en clase o la diviso desde mi atalaya. Risas y miradas cómplices introducen la tarde en esta segunda función del teatro del disimulo convenido.

Tanto en uno como en otro grupo circulan listas con cruces y hay dineros que pasan clandestinamente de mano en mano, en silencio o con un lacónico “¡Luego hablamos!”.

Un evento “inesperado y sorpresivo”, a pesar que se repite año atrás año, se avecina según esos indicios inequívocos: mis alumnos andan preparando el regalo del maestro por Navidad o fin de curso.

Desde el principio de trabajar en Educación de Personas Adultas, este asunto de los regalos me mosqueaba un poco. Me recordaba a la antigua costumbre de “alimentar al maestro”, aquel uso rural de mantener al famélico enseñante a base de pagarle con viandas, a falta de unos dineros que el Ministerio mandaba tarde, poco y mal. Me olía un poco también a soborno, a compra de voluntades sobre todo en aquellos regalos individuales que llegaban cuando no estabas con todo el grupo, pretendiendo quizás dosis especiales de atención pedagógica.

Quizás exagere y no exista nada más incierto. Los regalos de nuestras alumnas puede que sólo sean un voluntarioso intento por equilibrar la balanza del afecto y la paciencia que , según ellas, los educadores volcamos en nuestra tarea diaria..

Una vez más ha sido inútil la repetida explicación de que la mejor forma de agradecer nuestro esfuerzo profesional es el interés y la ilusión que la infinita mayoría de las mujeres que asisten a nuestras clases vuelcan sobre nuestras propuestas de trabajo. Además del interés tiene que haber, según la mayoría, regalos materiales.

Sin embargo, pienso que esta costumbre de los regalos se ha institucionalizado demasiado y , muchas veces, es imposible distinguir cuando obedecen a un uso establecido y cuando a la necesidad sincera de expresar algún sentimiento positivo. De hecho, en la mayoría de la ocasiones, el regalo persiste incluso en los grupos en los que el profesor o la profesora es considerado, desde el punto de vista estudiantil, como un petardo. A veces incluso se establece una absurda y competitiva carrera entre algunos grupos para ver quien homenajea más y mejor a su tutor.

En contadas ocasiones ocurre que el regalo es oportuno y te demuestra ese cariño del grupo. A través de él, ves como, durante un tiempo, han tenido que moverse colectivamente e investigar lo que te gusta o aquello que necesitas.

A ese nivel recuerdo que durante muchos de los años iniciales, mis alumnas de la Casa de la Cultura , de Crevillet, el barrio donde yo vivía y trabajaba, me regalaban camisas y pantalones, dado mi carácter de “adán” desastrado en el tema de la vestimenta. No dudaban en preguntar en gestiones clandestinas con mis vecinas o mi madre , cuales eran mis tallas para acertar en la elección. Su gusto, como el de todas las madres, era dudoso pero su intención me parecía tierna . En otra oportunidad durante mi época viajera me regalaron una enorme bolsa amarilla que me acompañó, con sus cartas y sus recuerdos, a lo largo de mis aventuras por toda la geografía de la Tierra de Campos castellano- leonesa.

La primera vez que recibí una placa de mis alumnas me emocioné. Hubiera preferido que sus nombres estuvieran escritos con su propia caligrafía torpe y recién estrenada pero valiente y fresca. Sin embargo, ellas eligieron la reglamentaria letra del grabador y, para colmo, en el texto no aparecían todos los nombres de quienes componían el grupo sino solamente los de la gente que había pagado comanditariamente . Y es qué está claro que uno de los problemas de los regalos es ése, el económico. La gente que suele tener la iniciativa y la idea del regalo suele ser la que tiene medios económicos y la que establece la cantidad de dinero a poner en el escote. Normalmente tienden a pasarse en los precios. En la otra parte, la gente parada o con problemas económicos se siente cortada por no poder o no querer participar en la cuestación.

El año de aquella placa con ocho nombre en un grupo de quince, pasé la enorme vergüenza de recibir en el salón de mi casa, con mi madre de testigo obligado, a una de las alumnas excluidas que venía a darme un rosario de amargas quejas contra el resto del grupo y a regalarme, para demostrar su buena voluntad,...un par de zapatillas de paño.

Pero, a pesar de los pesares, ya he dicho que aquella primera placa fue además de accidentada muy especial, en lo positivo y en lo negativo, para mí. A partir de aquí se me hizo muy cuesta arriba seguir recibiendo más homenajes de orfebrería.

Como lo bautizó un amigo, entre el Carnaval y mis tareas pedagógicas, el protocolo dorado amenazaba con convertir mi salón en una “Tacita de Placas”, así que un día me negué a colgar ninguna más. Me daba cierto repeluzno que las paredes de mi casa parecieran un lateral del patio del camposanto municipal, repleto de nichos con epitafios repetidos:

“De tus alumnas del curso 94-95”

“Tus alumnos del curso 91-92, que no te olvidaran”

“La AA. VV. de Los Frailes por su colaboración en el Carnaval de 1993”

“Fuiste el mejor maestro para nosotras. Tus alumnas de la Casa de la Cultura”.

Solo faltarían entre tanta efusión literaria una corona de flores mustias, un jarrón con claveles de plástico y, sobre la puerta de mi casa, la leyenda que tantos años me inquietó y que figura en el arco de entrada del cementerio municipal: “Hodie me, cras tibi” (Hoy por mi , mañana por ti).

Más acierto tuvieron mis grupos del IES TEJADA el año que me regalaron un magnifico jamón de muchas jotas, justo en una época en la que Ester y yo íbamos de vegetarianos rabiosos por la nutrición y por la vida. En aquella ocasión, pese a su despiste, alabé su gesto: no me cabía duda de que en casa de mis padres y en Navidades sabrían dar una correcta utilidad a aquella generosa porción de “tocino de guarro de la pata de atrás y de la parte del culo”. Así que, durante unos años, la costumbre del jamón y de la botella de whisky, oportunamente alentada por mí, se instauró desterrando placas y solo se perdió hace poco cuando el alumno ,experto en “ tocino de guarro...” se dio , para mi infortunio, de baja en el Centro.

Pero, en general, he de decir sin que nadie se moleste, que cuando se salen del ramo de flores, los grupos grandes suelen ser escasamente acertados a la hora de elegir regalos para sus maestros. Me da la impresión de que manejan cantidades de dinero demasiado grandes y que luego pasan verdaderos apuros para ponerse de acuerdo en algún regalo de ese precio que además sea significativo o gustoso.

Una compañera veterana, harta de intentar sistemas para solucionar el problema y de recibir estatuillas de cristal más adecuadas a la decoración de las primeras películas de Almodóvar que de la vivienda de una familia normal o cuadros que se llevan a bocados con la decoración de todas las habitaciones, decidió un año hacer un propuesta original y atrevida a las alumnas:

- Quiero un abanico, no quiero otra cosa. Yo lo elijo, lo aparto – anunció decidida ante el atónito grupo en cuanto advirtió los primeros indicios de “regalitis”– y vosotras lo recogéis, lo envolvéis y me lo entregáis el día que queráis .Yo prometo poner cara de sorpresa. Así aseguramos que a mi me gusta y que vosotras quedáis satisfechas.

Dicho y hecho, el grupo, con pocas reticencias, aceptó la sorprendente pero pragmática propuesta.

Yo, aparte de motivar la continuidad de la idea del jamón, sobre todo al año siguiente en que abandonamos el sistema de nutrición naturista, nunca supe qué hacer con ese tema. Algunos cursos incluso llegué incluso a prohibir el regalo a mi clase dados los quebraderos de cabeza que me generaba pero, cuando llegaban las Navidades, mi prohibición era sistemáticamente ignorada en cuanto mis alumnas observaban los movimientos de recolectas de fondos de los alumnos de otros compañeros.

- ¿Por qué van ellas a hacer regalos y nosotras, no? – reclamaban todas creyendo la justicia de su lado.

Uno de los años que yo había reprimido el tema de los regalos se formó un follón mayúsculo cuando un grupo siguió mi norma y el otro la ignoró, apareciendo ante mí en la fiesta de fin de curso con un enorme ramo de flores que hizo enrojecer de vergüenza e ira al grupo de las sumisas. El grito lanzado por aquel coro de orgullos heridos se oyó hasta en la CEJA y poco faltó para que fueran a plantear en tema al inspector de Educación de Adultos. ¡A ellas, en materia de agradecimientos, felicitaciones y homenajes, no les ganaba nadie!

Con el paso del tiempo y el doloroso aprendizaje de la experiencia fui “conociendo” algunas cosas sobre el asunto y mi filosofía fue cristalizando en una serie de normas que a principios de curso leía a mis grupos como si se tratase del Estatuto de Autonomía o de la Constitución. Las alumnas recién incorporadas, al oírme hablar de homenajes, óbolos y tributos, me miraban con caras de haber visto un OVNI. “Pero, ¿ qué habla éste de regalos, quién piensa regalarle nada si llevamos dos días de clase?”. La veteranas asentían comentando el tema pero ellas y yo sabíamos que, llegado el momento, les costaría mucho a todas recordar y respetar los términos del acuerdo que acabamos de expresar.

La primera norma especificaba que no habría, en ningún caso, regalos individuales. El recuerdo del caso de “las zapatillas de paño” y de algún otro obsequio particular recibido me hacia erizar la piel al imaginar la perspectiva de veinte o más mujeres airadas compitiendo por hacerte regalos de madre a cual mejor, según un criterio estético con el que yo no solía coincidir en absoluto.

Puede parecer excesiva tanta precaución ante las muestras de cariño pero aseguro que hay que tener un cuidado especial con ellas cuando no son colectivas sino muy individuales.

Una vez en la clase hablábamos del “menudo”, una forma especial y nutritiva que tenemos de preparar los callos con garbanzos en algunas zonas de Andalucía. Cada una de las tertulianas comentaba lo que le ponía, donde compraba los ingredientes, el tiempo de cocción e incluso la aceptación que tenía entre sus familiares. Yo me limitaba a asentir y a declararme cofrade de la hermandad de los “rebañaores de la olla” pues hasta ahí llegaba mi relación culinaria con dicho plato. Milagros, una alumna de toda la vida, tras jactarse con ese tono humilde y seguro que a veces adoptaba, de lo bien que hacía tal guiso y, como quién no quiere la cosa, se comprometió a traerme un poco la próxima vez que lo preparara. Una semana más tarde, cuando ya no recordaba su promesa, apareció con una fiambrera y en su interior una generosa ración de “menudo” que yo alabé, parece ser que, demasiado.

Durante la semana siguiente, ya que la caja de Pandora de los guisos se había abierta, desfilaron por la clase todo tipo de tuperwares con platos a cual más exquisito en un improvisado certamen de cocina escolar en el que todas se sentían con derecho y deber de participar y que tenía por juez el estómago agradecido de su profesor.

Intenté reconvertir aquel interminable desfile culinario en una muestra gastronómica colectiva donde cada cual, incluido yo, aportara una receta virtual o real que los demás elaboraríamos, degustaríamos o imaginaríamos pero aquel proyecto naufragó entre pucheros. Cuando la última aportación culinaria pasó por mis manos – más bien por mi cuchara y mis tripas - , Milagros amenazó con iniciar otra ronda, una segunda edición de la olimpiada del colesterol, con su exquisito “Rabo de Toro”. Yo vi llegado el momento de intervenir y cortar por lo sano muy a pesar del glotón goloso que soy, poniendo serio, negándome a que una sola "delicatessen" más apareciera por la clase en un respetable plazo.

Un fenómeno similar a éste, ocurre en las comidas de las excursiones y de los días de campo. Creo que nos ocurre con más frecuencia a los maestros que a nuestras colegas femeninas pero no me atrevería a decir que es un fenómeno sexual. Creo que nuestras alumnas, al igual que nuestras madres, nos consideran eternamente desnutridos y de ahí su interés por atraerte hacia su mesa. Si el ingenuo maestro se atreve a atravesar el límite superior de una fiambrera para aceptar la invitación a un filetito empanado o un trozo de tortilla, se verá obligado a repetir ese gesto una docena o más de veces en cada uno de los recipientes que el resto de sus alumnas plantaran inmisericordes ante sus narices, cortando cualquier intento de retirada. De lo contrario, si el anoréxico imaginario es capaz de rehusar cualquiera de los enésimos ofrecimientos que seguirán al malhadado picoteo inicial, deberá afrontar un rosario de invectivas, indirectas y malas caras.

- ¿Por qué no comes de mi fiambrera? ¿acaso te caigo mal?, ¿tengo yo menos derecho que las demás? - parecerá que dicen más de una decena de rostros airados.

Así continuará el día entre invitaciones y reclamaciones hasta que el profesor , aun a riesgo de desequilibrar definitivamente su balanza nutricional, baje las orejas y acepte comer una docena de tacos de tortilla, , un número indeterminado pero elevado de rodajas de choped y chorizo, equis porciones de queso y carne mechada y regarlo con quince vasos de vino de distinta y generosa graduación , con vasos y vasos de cervezas y refrescos de distintas temperaturas , rematados con un amplio surtido de bizcochos “milsabores”.

Quizás estas penitencias alimenticias tan exageradamente descritas vayan con el sueldo y tengan por objeto escarmentar a los ingenuos que no se doten de un reglamento como el que yo les continúo planteando.

En su segundo punto, la normativa de regalos, planteaba a mis pequeñas comunidades docentes la limitación del número de regalos a uno por curso. Según la dinámica adquirida había grupos que acostumbraban a regalar por Navidad, por el día del Maestro, por el cumpleaños o el santo, y, en último lugar, por el fin de curso. No es fantasioso sugerir que algunas, compulsivas afectas de la orden de Santa Obsequia, patrona del papel de envolver, se quedaban con las ganas de regalar también el día de los Enamorados o el día de la Madre.

Así pues, en los casos más extremos, era imperativo poner límites en el número de regalos y yo comentaba muy serio al grupo que se limitaran a hacer, como máximo, uno en el curso. Casi todos los grupos escogían las Navidades por ser esa época más propicia para manifestar la afectividad a través del cruce de obsequios, pero la mayoría sentía la tentación de reincidir cuando llegaba el fin de curso y había que ponerse muy serio para que esto no ocurriera.

Que no fuera un regalo caro, que fuera un simple detalle, era la tercera de las normas propuestas, aún más ignorada que las demás. A mis discípulas les parecía indigno recoger menos de quinientas pesetas por cabeza. En algunas ocasiones, dado el alto número de alumnos participantes, el total recaudado ascendía a quince o veinte mil pesetas con las que luego no sabían que hacer. Por culpa del exceso de liquidez financiera, el regalo del maestro se convertía en una cesta de Navidad de éstas que rifan en las peñas y tenía un contenido parecido al de aquéllas, de lo más variopinto:

1 Caja de selección de variedades de mazapan.

1 Chorizo Cular de la Sierra de Béjar

2 CD de “Villancicos Flamencos”.

1 Gitanilla de Bronce.

1 Centro de Mesa de flores secas.

4 Ceniceros a juego con la caja de mazapanes.

2 Botellas de Cava Semidulce.

Y es que quince mil pesetas, administradas por treinta master en economía doméstica, artistas del fin de mes apurado y del presupuesto crónicamente deficitario, dan de sí una barbaridad.

La última de las normas era más bien una invitación a que, por favor, se pusieran de acuerdo los dos grupos que yo tutorizaba , a la hora de elegir , comprar los regalos y, sobre todo, en el momento de entregarlos. Quería yo evitar tener celebrar dos meriendas en la misma tarde y duplicar, por tanto, el número de ceremonias.

Quizás fuera esta última recomendación la que, en la práctica, les resultara más difícil de organizar y por tanto de asumir en su totalidad. Desde hace años mis grupos se distinguen además de por el horario, por tener niveles instrumentales, edades y gustos, en general, muy diferentes.

Durante un par de años la cooperación funcionó bien quizás por que la relación entre las delegadas a tal efecto era buena. Una vez incluso salieron ambos grupos juntos , en masa, con la lista de la compra y creo que ese año acertaron al regalarme un pequeño reloj con cadenita porque habían observado la alergia que me provoca llevar relojes de pulsera. También fue buena la colaboración en la época añorada del jamón y el whisky.

El curso pasado cambiaron las encargadas de ponerse de acuerdo y hubo más dificultades de las previstas para determinar el importe del escote y el regalo a elegir. Por pequeños detalles observados ya venía yo intuyendo que, ese curso se separaban las intenciones. Los regalos se suelen entregar en una merienda que hacemos el último día lectivo del año, aproximadamente allá por el 22 ó 23 de diciembre. Cada profesor une a sus grupos alrededor de una mesa que se puebla de bizcochos, pestiños y otras delicias navideñas. Cuando acaba el rito por clases nos unimos todos los grupos del Centro para cantar y bailar.

Así pues tras la obligatoria degustación de seis o más tipos de pestiños y la primera copa de anís colectiva, tomó la palabra Pepi, la delegada del primer grupo:

- Juan, nosotras sabemos que te gusta que nos pongamos de acuerdo con el otro grupo para hacerte el regalo de Navidad. Otros años - añadió, nerviosa como un conductor novel pero superando su característico azoramiento- lo hicimos de esa manera pero en esta ocasión, no hemos conseguido ponernos de acuerdo.

Hubo un cruce de miradas de reproche entre unas y otras pero todas sabían que no era momento de contar, ni justificar el porqué de la desavenencia. Probablemente, pensaba yo, no conseguirían ponerse de acuerdo ni siquiera en por qué no se habían puesto de acuerdo.

- Así que… - continuó Pepi, atajando para salir del atolladero en el que voluntariamente se metía cada año – éste es el regalo del primer grupo.

De no sé donde aparecieron tres paquetes delante de mí, sobre la mesa, envueltos en el clásico papel azul con rayas rojas.

-Gracias, gracias, yo.....- dije, cortando la frase. En otras ocasiones suelo añadir muchas tonterías para animar el cotarro pero dado lo tenso del ambiente prefería no hacer bromas para no poner más leña en el fuego de la discordia.

Tomé el más grande de los tres y empecé a desgarrar el papel adhesivo que sujetaba su envoltorio. Las dimensiones, el peso y el ruido que hacía al agitarlo suavemente, unido a quince años de experiencia en regalos escolares navideños, ya me adelantaban su contenido muy socorrido en aquellas fechas.

- ¡Una caja de bombones! – exclamé no sin cierta dosis de teatralidad.

Era eso, una “gran” caja de bombones, tamaño familiar de esas que se regalan cuando alguien tiene sextillizos o cuando se prepara una fiesta para mil personas. Pensé, visto lo visto, en mi familia, en la Nochebuena familiar, esperando el jamón de Pascua que yo llevaba unos años aportando y recibiendo de mí, en cambio, esa enorme “bombonada”. Bueno, me dije, habremos perdido los entremeses pero hemos ganado un postre apetitoso.

Volví de mis pensamientos cínicos para abrir el segundo regalo que me ofrecían. Tras desgarrar el papel blaugrana me encontré con una selección de tres marcas de vinos de la tierra, manzanillas para más detalles. “¡Que bien, – pensé – éstas también caerán en la cena familiar del día veinticuatro!”.

El tercer paquete, más pequeño que los demás, contenía un CD de Luz Casal y al lo, volví los ojos un momento hacia los cuarteles del segundo grupo cuyo nivel de enojo parecía haber subido muchos enteros durante la entrega de los regalos del primero.

Cuando Loli, la portavoz de la otra clase se acercó con los dos regalos correspondientes, tuve una primera y negativa intuición. También ella quiso articular unas palabras de disculpa pero se lió mucho y me dijo que abriera ya los regalos:

- Pero antes, ¡ te juro – añadió precipitadamente , interrumpiendo mi labor sin que yo supiera a ciencia cierta de donde venía tanta turbación- que yo no sabía nada de nada!.

Cuando me entregó los paquetes pude adivinar la cualidad y la magnitud de los acontecimientos que se avecinaban. Eran, como ya he dicho, dos paquetes envueltos en un papel que sólo se distinguía del anterior en que en éste las bandas eran azules sobre fondo rojo. Su aspecto, tamaño, tacto y sonido me generaban una impresión conocida.

El primero resultó ser otra enorme caja de bombones del mismo tamaño y marca que la primera y el segundo obsequio, completando la paradoja, se trataba de otro estuche con la misma selección de vinos que había recibido momentos antes. Estuve tentado de hacer una broma y preguntar donde estaba el segundo disco de Luz pero juzgué que el horno de la convivencia no estaba en ese momento para bollos provocativos.

La casualidad, que no entiende de hornos ni de provocaciones, les había devuelto la pelota, enfrentándolas de nuevo con la cuestión de que “lo que no se intenta con ganas nunca se logra” y nos demostraba que habían tenido el acuerdo en su mente todo el tiempo pero no quisieron o no supieron plasmarlo.

Todas intentaban con comentarios directos o sibilinos mensajes, excusarse ante mí pero yo, alucinado con la paradoja, no culpaba a nadie ni aceptaba incriminaciones. Sólo intentaba extraer la lección que el destino me había puesto en las narices. No suceden cosas así de sorprendentes para que se pierdan en la simplonería ni para que las tapemos con excusas personales sino para darnos la posibilidad de aprender, crecer y hacernos mejores.

Unas palmas y unos villancicos bastaron para deshacer la tensión que flotaba en el aire como contaminación de los corazones. Ese año, apenas un par días después, en mi cena familiar de Nochebuena no faltaron ni el vino ni el chocolate aunque el suministro de jamón saliera de nuestro peculio.

Y yo, guardian reciclador de anécdotas escolares, conservé esta historia como se guarda el papel de regalo para usarlo en próximas ocasiones. En el fondo espero, que todos y todas aprendiéramos algo sobre el consenso necesario para la convivencia y la vida, en esa perla, en esa moraleja del azar, el mejor regalo de Navidad que nos dejó la suerte en forma de coincidencia perpleja.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoi partia de risa, ahora se porquese le ve llenito.Por sierto,yo se aser unas PELOTAS(comida alicantina)de ponerse morao.
En lo otro estamos,el otro dia escuche algo.
Me parese que la valanza se inclina mas por el segundo que por lo primero y de la segunda parte solo la primera. Me voy apartir de risa,pero juro que no se me va a notar

Anónimo dijo...

Estoi partia de risa, ahora se porquese le ve llenito.Por sierto,yo se aser unas PELOTAS(comida alicantina)de ponerse morao.
En lo otro estamos,el otro dia escuche algo.
Me parese que la valanza se inclina mas por el segundo que por lo primero y de la segunda parte solo la primera. Me voy apartir de risa,pero juro que no se me va a notar

Anónimo dijo...

El regalo del maestro, He pasado un buen rato leyendo todo me ha resultado muy gracioso. Por cierto yo también se cocinar las celebres pelotas alicantinas. un saludo.Tere