12 de octubre de 2007

L@s maestro@s somos de Venus y nuestr@s alumn@s de Marte, por lo menos.




Si en un estudio estadístico destinado a mejorar el lesionado autoconcepto de los enseñantes , preguntáramos a cien, a mil, a un millón de alumnas de Educación de Personas adultas sobre el valor que más destacarían en sus maestras o maestros, no me cabe la menor duda que el primer puesto de ese catálogo de dones con el que, según ellas, la providencia nos ha dotado, lo ocuparía la paciencia , la “pacencia” , siempre según la opinión y la particular dicción de nuestras sufrientes escolares.

Dentro del gremio habría quienes serían investidos con el atributo de la simpatía a raudales mientras otros serían calificados como más bien parcos en bromas y chistes; en muchos se destacaría el buen hacer profesional, la claridad en la explicaciones, en ese rumiar los conocimientos más variados hasta hacerlos sumamente digeribles para los estómagos especialmente poco acostumbrados a festines culturales; en otros, el valor más especifico sería el saber, la cantidad de conocimiento acumulado por el paso de los años. La ecuanimidad, la ilusión y otros valores positivos aparecerían sin duda en ese catálogo de virtudes pedagógicas atribuidas del que los defectos estarían desterrados, pero, repito que la paciencia ocuparía el cenit de la escala.

Según el subjetivo parecer de nuestras alumnas, los maestros debimos recibir , junto con el primer nombramiento para trabajar en adultos, un escapulario del Santo Job y en ese acto, el espíritu del sagrado cronista , mártir de la paciencia, nos impregnó hasta el punto de hacernos especialmente capaces para aguantar “ carros y carretas” de disparates docentes. Quiero imaginarme a todos los educadores de adultos, de rodillas en sus salas de profesores en actitud de humilde recogimiento recibiendo una brillante lengua de fuego del mismo Espíritu Santo en un imaginario Pentecostés docente, mientras una voz celestial anuncia: “¡Sea con vosotros el don de la paciencia!”.

Es inútil que nos esforcemos en contestar que la paciencia es algo que va con el perfil profesional requerido para la educación. Un maestro impaciente es algo tan trágico como un ATS, un DUE como se dice ahora, que se desmayara ante la visión de la sangre o un inspector fiscal con aversión a las matemáticas. Pero...¡ no hay manera!. Nuestra “pacencia”, según ellas, es tan mitológica como la que tuvo Penélope esperando al desorientado Ulises en un continuo frenesí textil, no tiene parangón. No admiten que sea un atributo profesional sino , como he dicho, están seguras de que es un ungimiento divino que no está pagado por ningún complemento específico ni sexenio gratificador.

Desde luego que no vendría mal que en la Facultad de Ciencias de la Educación, durante la formación inicial del profesorado o en los CEP se impartieran cursos y seminarios relativos a esta cuestión. Podría haber un seminario llamado “Unicidad y diversidad de los ritmos de aprendizaje” en el que aprender que no todo el mundo necesita el mismo tiempo para aprender, por ejemplo, las tablas del 7 y el 9, el abecedario o que antes de p y b se escribe m.

Otro curso de gran valor sería “Pedagogía Zen” en el que aprenderíamos a cultivar el desapego entre nuestras grandes metas y los resultados conseguidos, así como técnicas de control de la respiración para aliviar el estrés docente. Un master sobre “La didáctica en las enseñanzas de Gauthama Buda” sería quizás más valioso para abordar deteminados aspectos de la práctica diaria de la docencia que las decenas de horas que en su día dedicamos a memorizar los manuales de “Didáctica General”.

Y digo yo, volviendo al tema principal que nos ocupa, la flema de los maestros, que de todo habrá. Al menos en la relación entre nosotros doy fe de que algunos perdemos los nervios con facilidad antes los primeros escollos verbales de la navegación dialéctica. Quizás la presencia clandestina de nuestras admiradoras en algunos claustros y reuniones de equipo docente actuara de eficaz vacuna ante su unívoca percepción. También puede ser, aventuro, que “el halo de pacientud” que se nos atribuye, no sea algo permanente en los educadores sino que se reciba diariamente, apenas cinco minutos antes de empezar las clases, y que ,posteriormente, se disipa una vez se abandona el lugar docente. Durante las cinco horas lectivas de cada día, maestras y maestros entraríamos en “estado de santidad” quizás provocado por el polvillo de la tiza o el fragante cóctel de aguas de colonia que ameniza el comienzo de cada nueva clase. Se trataría de una especie de “éxtasis docente” que multiplicaría por infinito nuestra capacidad para sobrellevar los errores y nuestra habilidad para descubrir mil nuevas formas de explicar los conceptos más intrincados de la lectoescritura y el cálculo. Al menos, perdón por la fabulación, así parece que nos imaginan, en su bondad, la mayoría de nuestras soportadoras.

Dicen los entendidos que la vida no es como es, sino como se percibe y que la percepción, ese instrumento tan vital y tan desconocido, es terriblemente selectiva y subjetiva. Así debe ser y esta claro que nuestras alumnas renuncian a retener la percepción cuando estamos airados, perdemos los nervios, reaccionamos de manera colérica o simplemente somos, en ocasiones, maleducados. Su memoria guarda esos momentos difíciles en cajones polvorientos de los que la imagen negativa del maestro “al borde de un ataque de nervios” raramente saldrá a la hora de evaluar su labor docente.

En el fondo creo que la explicación de esas “gafas rosas” que voluntariamente se ponen a la hora de juzgarnos, además de en su bondad, está, en muchas ocasiones, en su propia experiencia vital. Han encontrado a lo largo de su vida tan poca comprensión en su entorno más cercano, tan poca gente que la escuche que cuando alguien, el maestro, lo hace durante un rato, guardan agradecidas esa imagen en su memoria y no quieren contaminarla con momentos duros.

Quizás no sepan leer nuestras emociones. No es un problema exclusivo de ellas. La mayoría de los seres humanos tenemos un déficit de comprensión emotiva, somos, a ese nivel, analfabetos emocionales. Leemos con dificultad las sensaciones propias confundiendo la ansiedad con el hambre y la desazón con el frío. Comemos cuando nos sentimos inquietos y en vez de buscar la causa de nuestra intranquilidad añadimos gramos a nuestra reserva adiposa. Aun mas errónea puede ser la lectura e interpretación que hacemos de las emociones ajenas.

Además, puede ser que la faceta de cómico, de actor, que hay dentro de cada docente esté hiperdesarrollada en los educadores de adultos y que al obligarnos a trabajar con una máscara tan gruesa impida a nuestras alumnas percibir nuestras emociones personales negativas.

Yo no me considero especialmente en paciente en clase. Al menos, estoy seguro que cuando empecé en esto lo era mucho más que hoy. El optimismo pedagógico me inundaba y estaba, lo reconozco, mucho más enamorado de la Educación de Adultos de lo que pueda estarlo en la actualidad. Con el paso de los años me he vuelto mucho más cascarrabias aunque también he encontrado los instrumentos, la meditación sobre todo, para intentar controlar los ataques de cólera que me producen mis propias frustraciones docentes.

Durante un tiempo, mis accesos de furia fueron tan frecuentes que tuve que imponerme castigos a mi mismo, ¡qué nadie se ría!, para controlar tan negativa conducta. Normalmente era frustración lo que sentía ante los escasos avances que obtenía con los alumnos de los niveles más bajos. Empezaba las clases con templanza pero perdía los estribos cuando se me agotaban los recursos didácticos y no obtenía los resultados esperados. Entonces subía el tono de la voz y reñía, desaforado, a mis pobres y desconcertadas alumnas que, tocadas de los nervios, obtenían aun peores resultados, formando entre todos una agitada pescadilla docente que se mordía la cola para volver a empezar. Yo terminaba las clases agotado y ellas, hechas un flan.

Desde la frialdad de la distancia, cuando estaba programando o meditando en casa, me daba cuenta que esa tremendista estrategia sólo podía llevarme, a mí, a la úlcera de estómago y, a ellas, al abandono del centro. Sin embargo al volver a clase repetía el mismo esquema sin que ninguna buena intención previa lo remediara.

Una teoría terapéutica, que yo llamo del masoquismo conductista, propone convertir en físicos los dolores “psíquicos”. Por ejemplo, se trataría de clavarse una uña cada vez que un pensamiento negativo asalte las posiciones de nuestra autoestima para, de esa dolorosa forma, ahuyentar los auto juicios nefastos. Yo me propuse una solución cercana a esa escuela para atajar el problema de la ira que sentía. Para ello, siempre llevaba en el bolsillo de la camisa o del pantalón, un rotulador rojo grueso de esos con los que los modernos “grafitters” decoran, con gusto y arte diverso, trenes y autobuses. Cada vez que notaba que perdía los nervios, que la irritación iba ganado lugares, me daba un “tajo” de grueso rotulador rojo en el dorso de la mano. Además, cada vez que alguien preguntaba por aquellas “heridas de tinta” tan vistosas, debía humildemente confesar mi antipedagógico superávit de bilis, a modo de penitencia. El sólo hecho de verme continuamente roja la mano, ¡aquella tinta era tan difícil de limpiar! , me hacía permanecer atento a aquel problema.

La estrategia, sumada a otras, dio resultado y me convenció de la necesidad de “firmar una tregua” con mis propias expectativas, dando tranquilidad a mi relación con las aprendizas de escribas.

Sin embargo, a pesar de aquella época de negras nubes de frustración y de rojo cilicio didáctico, las perjudicadas que sobrevivieron siguen alabando mi paciencia como si fuera un regalo del cielo.

Por eso parafraseando, fusilando el título de un famoso libro de autoayuda,”Las mujeres son de Venus, los hombres son de Marte” he llegado a la conclusión de que, en el terreno de las percepciones, nuestras alumnas son como alienígenas venusianos mientras que nosotros, los profesores, resultamos ser de del planeta rojo de los canales. Venimos de mundo diferentes, con desiguales lenguajes y distintos colores en los cristales de ver la vida y las cosas que pasan en clase.

Si no, que se lo pregunten a mi alumna Josefa:

Josefa era la campanilla de la clase. Gitana como una bulería, morena , bajita y graciosa ,se incorporó a la clase hace apenas un par de años pero, tras unas semanas de adaptación , se hizo totalmente al grupo y éste la acogió de tal manera que hoy, en las raras ocasiones en las que falta o viene seria “como un guardia civil” , el ambiente de la clase cambia y todo el mundo , profesor y alumnas, se siente menos cómodo.

Lee bien, escribe mucho y aunque las faltas de ortografía salpican sus textos, pone en la escritura la misma gracia que en sus palabras:

Carmen, amiga mía

te quisiera regalar

pasteles de La Campana

pero como está tan lejos

te quedarás con las ganas

Hace poco que descubrió la poesía. Animada por el ejemplo de otras alumnas, se tiró a la piscina de las musas y nos sorprendió al captar con fulgurante rapidez el escondido mecanismo de los versos y las rimas, intuyendo, de la noche a la mañana, las mágicas fórmulas que convierten en canto las palabras. Se dio cuenta de su poder de alquimia trovadora y saltó por encima de la semántica, la sintaxis y la ortografía con la licencia que da la satisfacción por cada almena, cada cuarteta construida. Desde entonces, recibo periódicamente su agradable bombardeo lírico. “Me aburro mucho y, por las noches, escribo mis pamplinas”. Así me dice cada semana cuando se presenta con un nuevo papelito rebosante de versos sobre el amor, la clase, sobre si misma o sobre sus amigas. Yo guardo estos papeles con la ilusión de publicar un día su poemario novel como homenaje a su trabajo, como aceite facilitador del parto de un millar de alquimistas que esperan su oportunidad desde un pupitre.

Sin embargo, Josefa tiene una cruz en las actividades docentes. Su cara, normalmente sonriente y confiada, cambia cuando nos internamos por el laberinto de la comunicación matemática, cuando hacemos “las cuentas” como las llama ella.

Venga Josefa,

hazme una cuenta de sumar,

Y yo digo para mí

Pero ..¿dónde vas, tío?

¿te crees que voy a ser la secretaria

de Aznar?

Pese a sus miedos, ella, “progresa adecuadamente”, es decir, poco a poco se afirma en el uso práctico de las operaciones. Josefa llegó, como casi todas sus compañeras, sabiendo apenas sumar y restar con los dedos pero con una intuición y unas destrezas escondidas y sorprendentes que le permiten hacer los cálculos cotidianos más complicados.

Intenté mil veces explicarle que lo que yo pretendo, que lo que pretende en general el curriculum de la Educación de Personas Adultas, es transformar todo ese tejemaneje de dedos que se traía por operaciones escritas o mentales claras y rápidas, pero lo cierto es que Josefa se descomponía, literalmente, ante una cuenta en la pizarra o en el cuaderno y perdía hasta la sonrisa entre los clavos de las tablas de multiplicar.

Parte de ese miedo quizás se lo deba a una de “mis escenitas”, ocurrida cuando Pepa llevaba pocos días en el Centro.

Los primeros días de cada alumna son especiales, mágicos y de ellos depende la mayor parte del éxito que pueda tener respecto al cumplimiento de los propios objetivos.

Lo más probable es que le haya costado mucho tomar la decisión de venir y que , todavía, apenas tenga claro el porqué personal de este tardío regreso o de esta primera incorporación a una escuela. Quizás haya sido decisivo el empujón de una amiga que ya acude al centro o el consejo de un médico. A veces su decisión es el fruto madurado de un proceso personal, un reto nuevo a afrontar.

De una manera u otra, las inseguridades, los miedos, las ansias, todo se mezcla en el puchero de las primeras impresiones: “¿Cómo será el maestro? ¿Se reirán de mí? ¿ Habrá gente conocida?” . Los primeros días, las primeras palabras, suelen enganchar pero, en otras ocasiones, la bienvenida, los gestos iniciales, producen rechazos y hábitos negativos.

Por lo general el profesor está alerta ante estas situaciones, sobre todo al principio de curso, cuando se despliega toda una batería de actividades con la intención de crear un ambiente de trabajo agradable. Sin embargo, y así me ocurrió con Josefa, cuando la incorporación se produce a mediados de curso es fácil olvidar la situación emocional de la alumna novata.

Cuando la alumna llega nueva y sola a clase, suelo colocarla en una de las puntas de la democrática “U “que forman las mesas. De esta manera, al estar mas cerca de mi lugar en la clase que suele ser entre los extremos de la vocal citada, me es más fácil diagnosticar su nivel, sus carencias y sus habilidades así como dedicarle más tiempo a hacer cómoda su incorporación. Por otro lado, la colocación en “U” permite vernos continuamente las caras y facilita el proceso de reconocimiento físico.

Josefa vino acompañada por Rosa y Carmen y ocupó desde el principio una mesa junto a ellas. El hecho de tener amigas en la clase unido a su desparpajo natural, a su capacidad para relacionarse de manera agradable con todo el mundo, me hicieron olvidar pronto su condición de recién llegada y tratarla como si llevara allí toda la vida.

En ese contexto ocurrió un día que yo explicaba la resta en la pizarra que le tocó a Pepa responder a mis preguntas. Utilizando la mayéutica socrática, (el método que utilizaba el filósofo griego para extraer la verdad de las preguntas y las respuestas que realizaba y recibía de sus discípulos) pretendía favorecer la construcción del conocimiento necesario para edificar el edificio de la sustracción.

En el minuendo , -¡ejem! , la parte de arriba - , había escrito yo “928” en números gigantes para facilitar su visón desde cualquier punto de la incorrectamente iluminada clase. En la parte de abajo, -¡ ejem!, el sustrayendo - había colocado en el mismo colosal tamaño la cifra “103” , con el objeto de explicar el perverso efecto del cero en esta operación matemática.

928

-103

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Cada vez que tengo que explicar el papelote que juega el cero en cualquier operación matemática – ¡incordiar, incordiar y nada más que incordiar! - me explico porque los romanos, amantes del hedonismo cultural, se negaron a incluir tan esperpéntico valor en su sistema de numeración. Gracias a ello, la humanidad vivió feliz, matemáticamente hablando, durante unos siglos, el tiempo que tardaron los árabes en venir a solucionar tan maravilloso desperfecto incluyendo, para desgracia de Pepa, el numero en cuestión en nuestro “cerundostresario” [ ¡Que si, que ya lo sé! Esta palabra, en puridad, no existe pero me la apunto yo como invención. Si existe abecedario como expresión para designar al rosario de las letras, ¿por que no se me admite “cerundostresario...” como término adecuado para representar el conjunto de cifras conocidas? Hago constar aquí que si algún día la Real Academia de la Lengua lo acepta exigiré derechos de autor]

Empezada la operación, sustraer 3 de 8 no significó para la investigadora, mayores problemas:

- Si tengo ocho y me gasto tres, me quedarán.... – dijo Pepa con seguridad y , tras hacer un pequeño movimiento de dedo contra la mesa, afirmó- ..... ¡ cinco!.

- Efectivamente confirmé yo, señalando a la vez el paso siguiente a una Pepa confiada por el éxito inicial.

- Si de dos me gasto cero me quedan....- y ahora si que dudó antes de concluir -.....¿uno?

- ¿Uno? -repetí yo torciendo socarronamente el gesto

- No, uno no.- se apresuró a corregir la sufridora.- Me quedaran....¿cero?

- ¿¡Ceroooooo!!!!???? - volví a interrogar manifestando un cierto sentimiento de impaciencia e inutilidad

- ¿Tampoco? ¿Tres? ¿Una? ¿Dos? ¿Cero? - respondió Pepa, que atacada ya de nervios había perdido la concentración y recitaba números como si cantara.

[Inciso necesario.- Veamos, amigos y amigas lectoras: la respuesta acertada era “dos” . Pepa, cierto es, la mencionó alguna vez pero dentro de un apresurado rosario aleatorio con el que sólo pretendía salir del apuro en el que su siniestro maestro la había metido. El mefistofélico profesor, es decir yo, sabía que para que diera correctamente la repuesta era necesario que previamente , descubriera que el valor de cero era “nada” y que al sustraer “ nada “ de cualquier cantidad el resultado era la cantidad inicial ¿Entendido?.]

Respiré y volví a hacer de Sócrates, el preguntón:

- ¿Qué hay aquí, Pepa? – dije señalando el lugar que ocupaba el cero en el sustrayendo.

- Un cero, Juan, yo veo un cero- me juraba quitándose las gafas “del cerca “ y poniéndose las “ del lejos” y luego a la viceversa ,en una frenética y mareante danza de antiparras , para asegurarse de que la vista no le estaba jugando una mala pasada.

- De acuerdo, un cero, pero ¿qué cantidad hay aquí? - dije yo reformulando la pregunta y marcando con acento diferente y gesto cómplice en el resto de la cara, la palabra “cantidad.” .

- Yo veo un cero, Juan, un cero mondo, redondo y lirondo - repitió sin advertir el sutil matiz de la nueva pregunta.

- Pero, Pepa, ¿qué cantidad, cuanto dinero es esto que yo te señalo con el dedo? – machacaba yo el oído de mi discípula mientras golpeaba una y otra vez con el dedo índice sobre el centro geométrico del circular grafismo numérico.

- ¡Un cero, Juan, te juro, por lo que tú quieras que nada más que veo un cero!

Pepa estaba sensiblemente alterada y yo comencé, una vez más, a engancharme en la nefasta dinámica de la pescadilla por culpa de la frustración de no saber comunicar algo tan simple, no conseguir que Pepa verbalizara, de “motu propio” la identidad entre el concepto “cero” y el valor “nada”.

- Josefa., escúchame con las orejas, lo que yo te pregunto es : Esto que estas viendo ....¿qué es? – volviendo a machacar con el índice aquel maldito guarismo inútil y vacío.

Mi dedo, blanco de tiza y rojo de haber ejercido de martillo durante demasiado rato se convirtió en el protagonista mientras continuaba su tamborileo rítmico, centrando la mirada de una asustada Josefa , en el ojo del huracán, y del resto de la clase que rezaba para no ser consultada al respecto.

- Un cero, Juan, te juro por mi mare que yo no veo mas que un cero, un cero , un cero y.... - de pronto se le iluminó la cara como si en su cerebro se hubiera encendido la luz de “Eureka” , como si de repente hubiese comprendido el demoníaco misterio, el motivo de mi irritación en crescendo- un cero y.....¡¡ un deo!!! , eso es, un cero y un deo, el deo tuyo, claro, mira que soy bruta.

La carcajada fue general, escandalosa. La tensión se disipó en el ambiente y nos reímos hasta llorar. Todavía hoy, aunque aun nos seguimos equivocando al operar con el cero dichoso, recordar aquella tarde nos provoca muchas risas colectivas.

Donde yo veía “nada” , Josefa sólo llego a percibir , tras un largo de angustia intelectual, “¡un cero y un deo!” y , si el buen humor del grupo no hubiera dinamitado la escena, aun seguiríamos enganchados en el desencuentro de dos percepciones distintas , una en el papel de sabio dominante y la otra en el modesto rol de alumna inculta, sumisa y , quizás, miope.

Como decíamos al principio, ellas ven dones divinos donde nosotros sólo vemos profesionalidad y “deos” donde ponemos ceros. Nuestras maneras de percibir son diferentes. La nuestra es profesional, entrenada por años de quemar pupilas en libros y de repetir lecciones aprendidas en otra escuela; la de ellas es mucho más práctica, pegada al suelo, más capaz de ver lo que hay donde nosotros apreciamos lo que debería haber.

¿Incompatibles? ¡No!. ¿Opuestas? ¡Tampoco!. La Educación de Personas Adultas, sigamos con la metáfora del título que copié, es una renqueante nave espacial donde marcianos y venusinas nos embarcamos para juntos colonizar todo un universo de cultura y experiencias vitales. A fuerza de navegar juntos muchos cursos a la velocidad de la luz escolar (trescientas mil ilusiones por segundo), de naufragar en muchas ocasiones, y de alcanzar no sólo las grandes estrellas sino también los diminutos asteroides, terminamos por querernos y comprendernos a pesar de que ellas tengan un par de sinuosas antenas azules y nosotros una sola y carnosa trompetilla roja.

1 comentario:

AUMOR dijo...

Muy bueno Juan .
Sabes, en aquel trazo que marcabas con el dedo no había un cero, ni siquiera un deo.
Sigue habiendo un "circulo de tiza" que aún no hemos conseguido romper.
Romper el circulo, desterrar la tiza y poder ver los "deos".
Un saludo jimenato.