12 de octubre de 2007

VERSOS PUPITRICOS. Chocholandia.






El segundo epígrafe que he elegido para este nuevo episodio de la serie de mis recuerdos escolares , sección “ Cuando el maestro era yo” , puede provocar rechazo o escándalo, así, de entrada, en alguna persona que prefiera la castidad en las palabras antes que el fiel relato de aquellos acontecimientos. En realidad me hubiera gustado que fuera ése el único título pero me daba cierto miedo ponerlo en letras grandes. Pero la verdad es , amiga o amigo lector, que fue esa ordinaria, machista y grosera expresión y no otra , lo primero que mi sexto sentido , la ironía, pusó en mis labios cuando terminé de hojear las treinta y cinco fichas correspondientes al grupo que me había sido asignado para ejercer mis labores docentes de ese año. ¿Por qué?. No lo sé. Quizás la lectura de lo que viene a continuación nos ayude a entenderlo.

Era el segundo curso en el que ejercía oficialmente de coordinador del Centro aunque, en la práctica, venía desarrollando dichas funciones casi desde que iniciamos nuestra andadura hacía ya casi una década. Uno de mis principales defectos del que, afortunadamente , el tiempo me va curando , es no saber estar en un colectivo del tipo que sea sin asumir la máxima responsabilidad, sin trepar hacia la cima del poder con la demoledora estrategia de acaparar el triple de trabajo que los demás. Yo era, en los tiempos que nos ocupan, un torbellino de frenética actividad social. Mis relaciones personales funcionaban poco y mal y ello me permitía, me empujaba a tomar las riendas de todos los cotarros en los que participaba. Así me pasó con el Centro de Adultos entre otras mil faenas. Mientras mis compañeros cultivaban a la vez su vida familiar y su profesión, yo me dediqué a esta labor en cuerpo y alma arrastrándolos de vez en cuando en una dinámica de ceguera activista con altos costes para sus vidas personales.

Un curso antes nos habían autorizado desde la Delegación de Educación, tras años de insistencia, para que el coordinador, es decir yo, librara uno de sus grupos y pudiera ejercer las funciones administrativas que antes tenía que asumir en mi tiempo libre. Con un poco de dolor de mi alma pero también con la ilusión que siempre me acompaña al abordar nuevas tareas, dejé mis grupos vespertinos de alfabetización y me hice cargo de un grupo de Graduado en el turno de mañana. Tuve que hacer de tripas corazón por que las matemáticas, tan importantes en este ciclo, han sido para mí siempre un coco dada mi torpeza a la hora de explicarlas. El miedo, la inseguridad, me vienen del reconocimiento de mi escaso nivel en este área. Esa sensación de igualdad de saberes con los alumnos me ponía y me pone, llegado el caso, un poco nervioso.

La experiencia fue muy agradable fundamentalmente porque aquel grupo era un encanto. Todavía conservo de aquella época tres amigos de verdad, Rafael, Manoli y Angela, y un montón de compañeros y compañeras a los que me gusta saludar. Por ello me decidí al año siguiente a continuar en el Tercer Ciclo aunque para ello debía trasladarme al C.P. San Agustín en jornada de tarde.

Personalmente atravesaba una época muy tormentosa. Mis relaciones amorosas se habían complicado de tal manera que tuve que dar un doloroso tajo a todo y quedarme “más solo que la una” para intentar aclarar que pasaba en mi corazón. Fue una etapa de honda depresión en la que abandoné el tabaco y tomé la decisión de hacerme vegetariano para intentar arreglar mis eternos problemas con la piel. Luego descubriría que la dermatitis, la depresión y los problemas de relación eran todos aspectos de una misma cuestión y que no existen enfermedades sino personas con conflictos no resueltos pero ese sería otro tema. En el terreno personal volvería a recaer en los líos amorosos y no empezaría a levantar cabeza hasta pasado el año noventa y dos tras un nuevo proceso de hundimiento personal. En aquel período aprendí, entre otras cosas, que las depresiones y las crisis agudas de salud generalmente sólo son puertas que hay que atravesar, a veces de manera dolorosa, para seguir creciendo. Cuando faltan valor o recursos para afrontarlas entonces se convierten en supuestas enfermedades crónicas de la mente, el cuerpo o el corazón.

Pero, en fin, en esa coyuntura cayó en mis manos aquel ramillete de flores al que bauticé con un nombre tan soez como indeleble en mi memoria. Apenas había, incluido yo, cinco hombres en el grupo. A diferencia de los grupos de Primer Ciclo con los que acostumbraba a tratar, la edad de mis futuras discípulas andaba entre los 25 y los 30 años - yo era treintañero- y quizás por que mi confusión afectiva rebajaba el umbral de mis preferencias físicas lo cierto es que casi todas me resultaban más que agradables de ver.

El morbo, según los diccionarios que he consultado, es simplemente una enfermedad a la que algunos relacionan con la epilepsia. Mi particular capital semántico, nacido de la propia experiencia lo asocia, sin embargo, mucho más con la extraña sensación que surge en mi interior al imaginar como posible lo imposible y como factible lo prohibido. Desde mi particular definición, es morbo lo que te lleva a sorprenderte mirando de manera especial a tus cuñadas o a la mujer del amigo, reprendiéndote desde la conciencia un ejercicio que brota desde lo dormido, desde lo profundo.

Es el morbo también lo que hace intrincadas, a veces condenadamente agradables, a veces tiernamente enojosas, las relaciones entre compañeros y compañeras de trabajo. Puede convertir la ingenua relación diaria en una danza ritual donde los gestos, las miradas, las complicidades, tienen más de una lectura.

Y el morbo, por fin, en la relación entre un profesor y una alumna – misma edad, mismo barrio, misma infancia y juegos- es una semilla que cae en terreno especialmente abonado , epidemia imprevisible de amapolas que de un día a otro cubre de rojo una pradera infinita. Y sí , en vez de una solitaria vaina son dos docenas y media las semillas que aterrizan sobre la húmeda tierra de un corazón solitario, entonces no sólo se tiñe sino que se incendia hasta el yermo más recalcitrante.

En el centro de adultos hemos tenido desde el principio discusiones sobre muchos temas pedagógicos. Lo que el tiempo nos descubriría más tarde como nimiedades se convertían en los primeros momentos de la alfabetización en auténticos caballos de batallas dialécticos. Mis posturas sobre la colocación del mobiliario y la posición del maestro en la clase eran auténticas piedras de cimentación en mi edificio didáctico, dogmático e ideológico.

El círculo alrededor de la clase en el que todos nos veíamos las caras y mi colocación arbitraria, no en la “mesa profesoral” sino en cualquier silla que quedaba libre, eran elementos irrenunciables de mi práctica pedagógica. Animaba a los alumnos a cambiar de pupitre y aunque no llegaba a los bellos extremos de esa escena de la película “El club de los poetas muertos” ( P. Wier. 1.989) en la que Robin Williams haciendo de profesor ,invita a sus alumnos a subirse en las mesas para recitar “Oh capitán, mi capitán” haciendo del “Carpe Diem” su particular padrenuestro, yo , en mi humilde réplica, les incitaba a sentarse junto a otros compañeros , a cambiar de lateral o a ver la clase desde la perspectiva de la mesa del profesor.


Lo cierto es que, al final, la inercia de los primeros días y de las primeras amistades terminaba por imponer usos y distribuciones fijas de los pupitres. Quiero pensar que fue la casualidad, no diré la picardía ni la fatalidad - por que tampoco era desagradable- , la que provocó que en la fila que se colocaba justo enfrente del encerado se sentaran las mujeres más aficionadas a la minifalda. El material escolar era diminuto para nuestras humanidades y su pequeñez aumentaba la gravedad del problema con el que me enfrentaba cada vez que tenía que salir al encerado. La más hermosa batería de piernas cruzadas – morenas, blancas, largas, torneadas, etc...- que había podido contemplar en mi vida me esperaba apenas bajaba los ojos de la aneja colección de miradas incendiarias. Aunque la práctica literaria permita ciertas licencias narrativas en cuanto a aumentar y disminuir el nivel épico de los acontecimientos, quiero hacer constar que en lo referente a piernas y miradas de aquella colosal barrera femenina que he citado no he utilizado apenas tal recurso.

Es comprensible que ante tal asedio sensual, alguna vez trastabillara y propusiera a la sorprendida clase ejercicios de matemáticas como:

- ¡Vamos a calcular el área de estas piernas, perdón, estos prismas!

Y si era a la comunicación escrita a lo que dedicábamos la sesión se me podía oír advertir en medio de un dictado:

-¡Tened mucho cuidado con las faldas de ortogr... , las faltas de ortografía quiero decir!



Como dije antes quiero pensar que no había intencionalidad pero aquello era una pragmática demostración de cuan poco hace falta para desconcentrar a un maestro joven y minusválido afectivo.[¿Cómo? . ¡Ah, sí , lo explicaré¡ . La minusvalía afectiva existe y nos afecta a todos de una manera u otra y aunque no comporte la percepción de subsidio alguno , sus consecuencias no son menos dolorosas y limitantes que las demás discapacidades. Las carencias afectivas y la falta de instrumentos para dar y recibir cariño son más frecuentes que los accidentes laborales sin que apenas nadie se ponga la labor de prevenirlas.] De una u otra manera, lo cierto es que, porcentualmente, las minifaldas del frontal siempre superaban en calidad y en cantidad a las de los laterales. En más de una ocasión , sobre todo al principio de curso, tuve que interrumpir alguna deslavazada disertación sobre la regla de tres, el trabajo en equipo o los objetivos del centro para reconocer cual era la causa de mi turbación sin que ello comportara , en ningún momento, un cambio en los hábitos vestimentales de mis alumnas.

La metodología de trabajo se basaba en la investigación participativa. Esta frase, sacada literalmente de un manual de pedagogía constructivista, significaba en la práctica importantes decepciones para algunos alumnos. Me refiero a aquellos que venían con la ilusión de encontrar una clase grande donde poder sentarse al fondo y “escaquearse” del curro escolar, y buscaban continuamente la oportunidad de aprobar “por el careto”. En cambio se encuentran sentados todo el tiempo al lado o enfrente del profesor, hablando todo el tiempo de mil temas de dudoso interés y trabajando en grupos con gente a la que, probablemente, ni siquiera saludaría fuera de la clase. Para colmo apenas había exámenes y en los que había te dejaban tener los libros encima de la mesa. Eso significaba que la respuesta no estaba en ellos sino que había que darle vueltas al coco para extraerla de algún lugar del propio cerebro del alumno que, de momento, le estaba vetado. Un día, uno de los escasos varones de la clase me dijo medio en serio, medio en broma:

- ¡Reivindico mi derecho a unos exámenes como los de siempre donde pueda intentar hacer trampa si así lo quiero o lo necesito! ¡ Qué yo me la pueda jugar y que si me píllas , me suspendas!. Con los exámenes que ponéis no sé ni de donde copiarme.

Y en cierta forma, no le faltaba razón. Mientras la sociedad sólo le pedía un título – un papel con una firma- para hacer de celador en el SAS o entrar en la Guardia Civil, nosotros, con nuestra pedagogía alternativa, hacíamos de aprendices de brujo removiendo conciencias, queriendo llenar su depósito intelectual con nuevas ideas sobre el mercado laboral, la sociedad y las relaciones personales. Podría dar aquí mil razones para justificar la necesidad de innovar así como el deber de cualquier sociedad a ejercer a través de la educación, la “alquimia didáctica” como vía de mejora de la calidad de vida. Razones pedagógicas aparte, prefiero pensar que con el fluir del curso casi siempre logramos encontrar un camino intermedio que permitía alcanzar los objetivos filosóficos de unos y las metas más pragmáticas de los otros.


Pero, en medio de ese encuentro y desencuentro continuo con el conocimiento y los hábitos de aprendizaje que es el proceso educativo, tan formal y reglado, se producían también momentos extremadamente divertidos.

Luis fue un alumno de fugaz paso por las clases, que insistió hasta la saciedad para que lo incluyéramos en el grupo de Tercer Ciclo. Tenía prisa por obtener, en un solo curso si era posible, el Graduado Escolar. Su prueba inicial, la que utilizamos para determinar el nivel al que se debe adscribir los solicitantes, no aconsejaba esta precipitada incorporación. A pesar de su interés, su preparación matemática era tan precaria que , el día de su estreno hizo llorar de risa a la clase cuando al entrar en el aula vio escrito en la pizarra “3’14” - residuo sin duda de alguna lección anterior - y exclamó , sorprendido en voz alta:

- ¡Juan, te juro que es la primera vez que veo números con acento!- refiriéndose al descubrimiento personal de la coma de los decimales.

La carcajada de la gente que se dio cuenta, como dije, fue universal y quiero pensar que no fue aquello sino el reconocimiento de la imposibilidad de la tarea planteada lo que le llevó a abandonar las clases a los pocos días.

En la misma línea de despistes y barbaridades, avanzado el curso, un día observé como Ana Mari, la delegada del grupo ,estudiaba con cierto aire de duda un sencillo problema que les había planteado en la pizarra para repasar determinadas nociones de estadística recién impartidas. En concreto, el ejercicio del encerado rezaba así: “HALLA LA MEDIA DE LOS SIGUIENTES NUMEROS: 48-57-63-31-15”.

Ana María, que no era especialmente inhábil en estas lides matemáticas se debatía en una duda que yo, en la lejanía, no entendía y ella no se atrevía a preguntarme. Como quiera que el tiempo asignado para la realización avanzaba, ella terminó por levantarse decidida y caminó hacia el encerado portando una regla de plástico. Tras hacer diferentes manipulaciones con el artilugio sobre la pizarra volvió al cuaderno y escribió: “La medía de estos números es de 10 cms. de alto y 5 de ancho, aproximadamente, excepto la cifra 1 que, por supuesto, es bastante menos ancha”.

- Pero, ¿qué haces, Ana? – pregunté yendo hacia ella al verla afanarse, de extraña manera, sobre la libreta. Juzgaba yo desde lejos, con mi perspicacia habitual, que en su respuesta había demasiadas letras y pocas operaciones y números.
.

- Medir los números, Juan, medirlos, ¿no preguntabas la medía? – me respondió la aludida reprimiendo los prolegómenos de un inminente ataque de ira.

- No, Ana María, la “medía” no, - la contravine esbozando una sonrisa.- yo preguntó por la media, la media aritmética, ¿recuerdas?

Ana enrojeció entre la general diversión mientras se arrepentía de ser tan participativa en la clase y tan precipitada en la lectura.

Cuando el curso ya entraba en su recta final, llegaron la primavera y la feria. Empezamos a salir al campo como actividad extraescolar y a frecuentarnos fuera de clase formando un numeroso y divertido grupo que salía a tomar copas o bailar y del que fueron saliendo nuevas amistades y algún que otro romance


Yo también me vi envuelto- ¡cómo no! – en una de aquellas refriegas amorosas de las postrimerías del curso. Unos ojos grandes, negros y profundos como los que Liza Minelli heredó de Judy Garland, me fueron envolviendo mientras unas sevillanas ponían melodía de fondo a esa seducción. Cuando pude o quise darme cuenta estaba inmerso en una historia tan morbosa y bella como inviable. Duró como diría Joaquín Sabina – el maestro de las metáforas cínicas sobre el amor – “ lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks” y nunca pedí perdón por una herida causada que , probablemente, tardaría en cerrarse más de “ 19 días y 500 noches”.

Pero aparte de mí, los otros varones de la clase, tampoco estaban a salvo del asedio de nuestro particular cupido escolar que a veces yo creía ver posarse en la fuente central del patio donde se ocultaba en el ánima de un pétreo angelito meón .

Lucía era, sin duda, una de las damas más mimadas por el niño del arco y las flechas del amor. Su impenetrabilidad, su aire sereno y su mirada la hacían objeto de muchas fantasías y lo digo por experiencia. Esto no hubiera significado ningún problema si un día de Abril - “la primavera, la sangre altera” - la tapa de su pupitre habitual no hubiese aparecido abarrotada de versos de amor de un gusto literario dudoso y , por supuesto, anónimos. Aunque ella era partidaria de callar, como siempre pues el silencio era su mejor arma, sus compañeras vinieron enseguida con el cuento, arrastrándola ante mí mientras se ponía roja hasta las orejas de pura vergüenza:

- ¿Sospechas de alguien? – interrogó el Sherlock Holmes que llevo dentro tras escuchar la denuncia y ver el “corpus delicti” . A la vez, intentaba ganar tiempo para trazar una estrategia digna y profesional con la que abordar aquel peliagudo asunto, sobre el que no decían nada cuantos libros de psicopedagogía había leído hasta ese momento. ¿Cómo abordaría Freire , Freinet o Francisco Gutierrez tamaña papeleta?.

- No, de nadie- dijo Luisa a la que la turbación acentuaba, al par que su belleza, la afición al silencio y, en su defecto, a los monosílabos.


- Pues, la verdad no hay mucho donde escoger – bromeé yo en referencia a la escasa población masculina de la clase.

- A lo mejor has sido tú – se aventuró Lucía, sorprendiéndome con un alarde de atrevimiento coqueto. Yo había mencionado el término “escoger” y temblaba ante la posibilidad de que ella estuviese “escogiéndome” aprovechando la cobertura que le brindaban mis palabras.

- ¡Yo suelo ser más directo, no necesito mesas,....- ...nena! me faltó apostillar a lo Humprey Bogart aunque por dentro me derritiera ante su mirada suspicaz.

Conocía perfectamente la letra de cada alumno o al menos eso creía yo. La evaluación personal se basaba en un dossier individual de trabajos al que iban a parar copias de cuanto examen, redacción o resumen realizaba cada persona. Así pues en ese mismo momento determiné, fiándome de mi memoria fotográfica, que el autor de aquellos “Versos pupítricos” era Jacinto, el chaval menos integrado de la clase, el que con más frecuencia faltaba y que apenas se relacionaba ni conmigo ni con nadie. Como si mi cerebro fuera el ordenador del FBI que con tanta facilidad coteja las huellas digitales de millones de personas, mentalmente comparé la caligrafía de los poemas con la del expediente de Jaime y dicté sentencia de culpabilidad. Me dirigí hacia su mesa donde permanecía como siempre distraído, con la cabeza gacha y , discretamente lo cité para el final de la clase.

Normalmente, yo celebraba este tipo de entrevistas de tutoría – así se llama oficialmente ahora lo que antes se denominaba “vaya usted inmediatamente al despacho del director” - en la sala de profesores pero, en este caso, creí que era mejor permanecer donde las pruebas del delito. Jacinto trabajaba de reponedor en una gran superficie comercial y tenía siempre prisa, así que , cuando los demás hubieron salido, le llevé hasta el pupitre y señalando las anónimas composiciones fui al grano espetándole:

-¿Has sido tú?
- ¿Lo qué? , ¿ escribir eso, yo? , - me respondió leyendo a la vez la anónima composición- ¡que va, yo no hago esas cosas, no es mi estilo!

- Pues la letra parece la tuya.- acusé mientras pensaba que Jacinto era al menos tan chulo como yo en sus respuestas.

- Pues no, esa letra no es la mía y además, - insistió confirmando mi teoría sobre nuestro parecido chulesco - ya te he dicho que yo no necesito escribirles esas cosas a una tía.

- Pues a mi- mentí yo empecinándome en obtener rápidamente una declaración de culpabilidad -me sigue pareciendo que has sido tú. He comprobado la letra de tus redacciones con la de la poesía y es la misma.
- Te he dicho que no he sido - Jacinto estaba enfadado y hacía notables esfuerzos por controlar su genio- y no voy a seguir dándote explicaciones de algo que no he hecho. Además tengo que irme a trabajar así que...

- Me gustaría que lo reconocieses antes de irte y que pudiéramos arreglarlo por las buenas...
- Mira- dijo, por fin, dejándome en claro fuera de juego- yo puedo saber quien ha sido pues sé quien anda detrás de esa Lucía. Pero yo no soy ningún chivato y sólo lo sabrás si él quiere hablar contigo y contártelo en persona. ¡Tú mismo!

Dio media vuelta y se fue cabreadísimo sin darme tiempo a rehacerme de su enigmática respuesta y de su fulminante salida. Con su pasmosa seguridad había sembrado en mí la duda. El portero del centro desde hacía rato me comunicaba por señas de que ya era la hora de cerrar pero yo todavía me detuve en la sala de profesores para recoger cinco expedientes personales y hacer lo que debería haber hecho en primer lugar: comparar las letras de todo el mundo, ir mas allá de mis propios prejuicios.

La letra de Jacinto, tuve que reconocer, ni siquiera se parecía a la del pupitre. El virus de la parcialidad había infectado los archivos de mi ordenador y había confundido su letra con la de Anselmo, el verdadero culpable. Mi precipitación arbitraria había cuajado en un ataque desaforado a la intimidad de Jacinto.

Al día siguiente antes de empezar la clase, Anselmo vino a hablar conmigo y reconoció la autoría de los versos que yo había borrado con alcohol el día anterior intentando eliminar con ello la vergüenza que caía sobre mi conciencia y mi profesionalidad. La única “penitencia” que le puse al poeta fue la de citarlo con Lucía para que se disculpara y de paso aprovechara la ocasión, si quería, para expresarle los sentimientos que había rimado, a mi juicio con tan pobre arte y , sobre todo, con tan poca oportunidad en cuanto al soporte.
Intenté disculparme de mil maneras verbales ante Jacinto pero entiendo que, en realidad, nunca aceptara una sola de mis disculpas. En el DEBE de la cuenta pedagógica de mis fracasos está el que pocos días después dejara de asistir a las clases sin que yo pudiera ni intentara hacer nada por rescatarlo.

Todavía hoy cuando lo veo y no me saludo ni por equivocación, aflora la misma vergüenza ante aquel comportamiento ciego .En esos momentos me hago más consciente de que en Educación , nuestros aciertos son reconocidos y nos acompañan a lo largo de nuestra vida con forma de buenas amigos y buenos recuerdos pero, por el contrario, los errores se esconden entre la selva de nuestros éxitos y cuesta más dar con ellos .Sin embargo, si los olvidamos, no aprenderemos nunca. Nuestros fracasos pedagógicos o familiares son tan nuestros como el lado brillante de nuestra vida y nunca se acompañan con flores ni placas. A veces sólo son miradas de frustración, de indiferencia o de resentimiento antiguo que nos acechan desde la esquina que acabamos de doblar.

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