17 de noviembre de 2007

Carta a un maltratador

(Esta carta no está incluida en el libro "Cardito de Puchero")

Querido Manolo:

Te extrañara mi carta , que te llame “querido” con todo lo que está lloviendo sobre ti últimamente. En estos días, la gente que te conoce responde a las preguntas de la prensa diciendo que tenías un carácter fuerte pero “ ....cómo podíamos imaginar que iba a ...” . Los más cercanos afirman que vuestra relación era normal , “..nunca escuchamos nada raro..” .Yo sé que no fue así . En el entierro de Margarita me sentí cómplice de su asesinato. Que irónico, ¿verdad? Me siento cómplice tuyo y tú ni siquiera te sientes culpable. Siempre fue así, ¿recuerdas? Me decías que daba demasiadas vueltas a las cosas y yo, admirado por tu vitalidad y por la pasión que ponías en cada regate, en cada palabra, te daba la razón. Poco a poco fui dando como normal que silbaras a las chicas al pasar y que le cortaras el paso para lanzarles uno de tus bestiales piropos aprendidos no sé donde. Incluso las amigas más intimas eran para tí – o eso decías – “cachocarne” con ojos cuyo único interés era si “tragaban” . Reconozco que tu forma de ver las cosas era cómoda . Mis años de militancia política compartidos con mujeres me salvarían de fundirme en tu opinión, pero en las contadas ocasiones en que nos vimos durante aquella turbulenta época mi preocupación era más contagiarte mis ideas revolucionarias que debatir tus disparates . Al contrario, tus tretas y humillaciones hacia ellas te daban prestigio entre nosotros.

Unos años más tarde volví al barrio y alquilé un piso justo debajo del tuyo. Tomábamos cañas en la peña y, una vez, salimos a cenar los cuatro; Margarita, siempre callada, sólo respondía cortésmente a mis preguntas y tú, Manolo , sólo tenías oídos para mí y ojos para Helen

Una vez sentí ruidos en el piso de arriba , en tu piso, Manolo. Se oía una violenta conversación “ in crescendo”. No era la primera pero esa noche, el verano nos privaba de la coartada de las ventanas cerradas.. Salí a la terraza , sentí como un cristal roto y un ¡ay! que me sobrecogió. Era Margarita pero me negué a aceptarlo. Los gritos aumentaron pero ya sólo se oía la voz masculina y un llanto continuado. Me sudaban las manos, incluso hice el gesto de salir al rellano un par de veces pero me sentía paralizado por la complicidad y por el miedo. Levanté el teléfono, pensé llamar a alguien pero un portazo sacudió el hueco de la escalera. Respiré aliviado. Arriba los gritos habían cesado y sólo si ponía atención podía escuchar un lamento que se apagaba. Dudé entre subir a interesarme por Margarita o bajar a buscar a Manolo. Al final me quedé en el sofá aplastado moralmente. Ni siquiera lo comenté con Helen cuando volvió , sentía tanto asco de mí.

A partir de ese día mi actitud contigo cambió. Empecé a rehuirte, ése fue mi segundo error, eludía los bares donde podía encontrarme contigo y si el azar forzaba el encuentro buscaba alguna excusa para no beber ” la penúltima”. Y la verdad es que te hacía falta hablar con alguien. Por días te dejabas ir , tu mirada había perdido aquella chispa de pasión y a tu alrededor se iba formando un cerco de silencio.

La última vez que te vi en la peña , los titulares del telediario anunciaban el asesinato de otra mujer :

- Algo habrá hecho – dijiste mientras una bandada de sombras se te posaban en los ojos.

Se oyó un eco de asentimientos masculinos que por un momento te devolvió a aquellos días en que eras el héroe de una pandilla. Era tu forma de pedir ayuda, tú que nunca reconocías tener problemas pero yo, guardé silencio.

La última vez que vi a Margarita fue unas horas antes de que la mataras. Me había a acostumbrado a verla con gafas negras y con la rebeca con mangas que llevaba para ocultar las marcas de tu tortura. Nos hacíamos “el cerco” mutuamente desde aquella noche .Yo quería ocultar mi cobardía y ella me evitaba, imagino, por ser amigo de su verdugo. Subía la escalera a tu casa, a su particular cadalso de cada día.

Ni siquiera fui yo el que llamó por teléfono a la policía al escuchar : ¡Socorro, que me mata, socorro! Solo me atreví a mirar desde la ventana cuando la ambulancia se llevaba lenta , sin prisas, el cuerpo de Margarita y tú salías esposado en la otra dirección . Me rompí, Manolo, por dentro. No he podido dormir desde entonces , sueño que yo soy el que está en la cárcel, el que da las puñaladas o la que agoniza en un charco de sangre.

Nunca más, Manolo, nunca más. Nunca más callaré en el bar cuando otro salvaje como tú justifique un crimen. Nunca más evitaré tu presencia, la de otro manolo como tú por no enfrentarme a tu violencia. Nunca más dejaré que una margarita llore sola en el piso de arriba. Una parte de mí, Manolo, estará eternamente encerrada contigo y otra parte estará muerta, asesinada con Margarita. La que queda viva tendrá siempre una razón para ti y un refugio para ella. Otros, Manolo, se conjuran eternamente para que pagues tu crimen. Yo, hoy, sólo puedo llevar crisantemos a Margarita con la promesa de que nunca , nunca más volverán a matarla con mi complicidad. ¡Nunca más!

Juan.

12 de octubre de 2007

Andalucía es tierra de pucheros.



Puchero es la olla y puchero es el guiso. Y el “cardito de pucheros” de los pucheros de mi tierra calienta y alimenta pero sobre todo reconforta. Nadie lo hace igual que nadie. Un pizca más de sal, un hueso de no sé qué, que si gallina vieja, pollo o pavo, etc…, cada cual pone dentro lo que tiene en la despensa , en la cabeza y en el corazón. Y el resultado siempre es diferente y siempre es igual.


Eso quise hacer yo. Un puchero literario donde se cocinaran los recuerdos de veinticinco años de docencia con adultos o mejor debería decir adultas, ya ustedes verán por qué.

Y así salió. A veces salado, a veces soso, a veces tierno y a veces correoso y duro como las mismas palabras primerizas y dolorosas que se escapaban de aquellos lápices y manos novatas y que más que palabras , a veces eran lágrimas o cuando menos gritos necesarios.
Pruébenlo calentito que aquí están conjuradas muchas almas que ya no están aunque desde que se escribió, muchas otras han venido a aprender y a reír con nosotros que también aquí se hace y mucho.
Les dejo con ellas, las letras y sus protagonistas.

Os veo llegar



Os veo llegar cada día. Por el pasillo saboreo vuestra proximidad humana. Luego una trinchera de pupitres se alía con la barrera del lenguaje para impediros formular las quejas íntimas , las preguntas necesarias : son las mismas alambradas que me impiden explicaros las razones de estas líneas .

Tras vuestros rostros inescrutables - Ludmyla, Oksana , Sacha...- se me aparecen los ojos indomables de aquella madre de Gorki , los campos y las fábricas de Ucrania ahora abandonados y perdidos desde que la irracionalidad de Chernobyl y la locura de una humanidad partida en bloques de vencedores y vencidos os obligó a venir aquí donde el frío es casi de bromas y gente con sonrisas os confina en sus chalets ajardinados . ¿Qué gramática enseñaros si os grabaron con el viento los sustantivos “trabajo”, “silencio”, “obediencia”? ¿Cómo deciros que en mi lengua existen nombres tan bellos como “libertad” , “solidaridad”, “rebeldía” si sólo asomarnos a ese comprometido vocabulario os contagia el vértigo del miedo?

Veo tus noches de terror, Mohamed, repetidas por una , dos , tres veces, jugándotelo todo a un sueño, en el mismo mar en el que yo con tu edad, me bañaba confiado, sabiendo seguro - casi nada , casi todo - el plato de lentejas, la manta y el beso. En la playa te esperaba ya un léxico maldito, que te llevaste pegado igual que la arena con los adjetivos “ moro”, “ ilegal”, “sinpapeles”, pero ¿cómo te explicaría yo que en la lengua que con dificultad repites existen también epítetos como” iguales” , “ fraternos”, “ humanos”, etc.?

¿En qué piensas Fátima, cuando tus pensamientos se pierden bajo el shador y sólo vuelven para intentar repetir mis oraciones yuxtapuestas “Me llamo Fátima, soy una mujer marroquí”? ¿Cómo explicarte que en esa jerga que chamullo ante ti se pueden crear frases simples tan bellas como “Los hombres y las mujeres somos iguales” , si cuando sales de la escuela debes caminar detrás de tus propios hijos? Un glosario maldito enreda las shuras de tu Corán y las miradas de la intolerancia para atar tus cortitos pasos tras ellos.

Mi conciencia y mi didáctica se traban también formando un nudo que me distrae de la salmodia diaria de las lecciones. Intento escapar de la angustia pero me descubro cada día un poco más atrapado y cuando me sacudo el paternalismo, sólo encuentro entre mis manos un bolígrafo, un papel y las ganas de contaros que vuestra presencia me ha devuelto con patadas al centro del camino de la vida.

Gracias por hoy



Cuando mi abuela nos traía naranjas , nuestras roídas uñas infantiles arrancaban la áspera cáscara con urgencias de deseo goloso y la gratitud estallaba , brotaba mágica de nuestros labios en un coro espontáneo que inundaba su cara de besos a la vez que el aire se teñía con el olor de la fruta encantada.

Mas tarde nos domesticaron el lenguaje y los afectos con el libro de urbanidad que el hermano Ignacio nos hacía memorizar como si fuera el catecismo. Aprendimos a agradecer incluso lo que no era agradable, lo que no habíamos pedido y que, de ninguna manera , queríamos o necesitábamos.

D. Vicente, apóstol de la pedagogía del palo, rizó el rizo obligándonos a dar las gracias después de cada golpe que nos daba en la palma de la mano con aquella infame regla de madera. La tortura infantil cotidiana terminó de borrar el significado de la palabra gratitud.

Desde el principio de este curso, Shima, mi alumna iraní, se retrasa unos minutos a la hora de salir de nuestra clase de castellano. No sé si será su cojera o lo hace a posta, pero cuando la clase ya está vacía, levanta sus ojos hacia el profesor, hacia mí y dice “Gracias por hoy”. Sus palabras, en el peor castellano imaginable, se convierten ante mis oídos en mariposas que se llevan el recuerdo de D. Vicente y su regla, los libros de urbanidad y que llenan la clase, aun caliente , de fragancias a naranjas y a besos infantiles.

Si tú no tienes felicidad......



Por si con la lectura los relatos y casos que preceden y siguen, alguien llega a la conclusión de que el avance lento de muchas de las mujeres que se acercan la Educación de Personas Adultas es un problema de inteligencia ,me apresuraré con el capítulo que sigue a romper una lanza pedagógica, didáctica, investigativa y literaria contra tal desvarío.

El debate sobre esta cuestión - tontas o listas, inteligentes o torpes, etc.- ocupa muchos de los ratos de diálogos grupales en las clases, las tutorías individuales, los seminarios formativos para el profesorado e incluso, de las ocasionales charlas con los curiosos que quieren saber sobre lo nuestro, la Educación de Personas Adultas.

Dentro de las clases, la mayoría de las mujeres piensa que, efectivamente, ese avance lento que decimos nosotros, ese estancamiento como lo calificaría un observador menos entusiasta y entrenado, ese retroceso puro y duro que describen ellas ,es simplemente un problema de torpeza de mentalidad cerrada y cerril, de incapacidad para memorizar tanta tabla de multiplicar, tantísima filigrana algorítmica, tanta arbitraria regla ortográfica o tanto extraño nombre geográfico.

El bajo autoconcepto y la autoestima vitalmente deteriorada son los responsables de que cada una de ellas se considere, por lo general, como la más torpe, incapaz, lenta y bruta de todo el grupo. Es la suya una autoimagen antigua adquirida quizás en la infancia y cultivada a lo largo de medio siglo de repeticiones diarias que terminan por interiorizar la propia inutilidad, haciendo nacer en su interior un personal credo donde cohabitan de manera injusta la minusvaloración de las tareas que han realizado cotidianamente y la sobrevaloración de aquellas funciones que han quedado fuera de su ámbito.

En ese contexto se produce, afirmo, una incapacidad para ver los propios logros y los límites personales son siempre mejor percibidos que los avances creadores. Devolver objetividad a esa propia e ingrata mirada al interior de cada persona y recalibrar la retina de cada mujer para hacerla capaz de apreciar sus propios méritos es una de la tareas que nos corresponden como educadores de adultos

Si damos por cierto que “No hay peor sordo que el que no quiere oír” aceptaremos también como auténtica la afirmación de que no hay persona con menos posibilidades de aprender que aquella que no cree en su capacidad de hacerlo. Esta negativa creencia es muy difícil de vencer y está fuertemente cimentada en años de desprecio de las propias habilidades.

Antes de seguir para adelante tendría que esforzarme por definir que considero como inteligencia pues de otra manera daría palos de ciego al intentar aprehender cuanto hay de esa capacidad en mis alumnas.

Durante muchos años se consideró como inteligencia el nivel de destreza con la que una persona era capaz de responder a un test de medición del Cociente Intelectual. Desde esta perspectiva, Perogrullo dixit, la definición de persona inteligente sería “aquella capaz de dar un número adecuado de respuestas acertadas a un test de Inteligencia”. El resultado se medía en unas escalas que iban desde el 0 al 200 entendiéndose que los resultados por debajo de 90 eran atribuibles a personas escasamente desarrolladas intelectualmente y que las que se acercaban al doscientos eran poco menos que genios.

Pero esta teoría era y es a mi juicio gravemente defectuosa y a los hechos me remito a continuación.

Hace apenas un curso un colega, maestro aspirante a doctor en Pedagogía, nos pidió colaboración para desarrollar una tesis con la que finalizaría sus estudios universitarios. Esta se llamaba “Problemas del aprendizaje de la lectoescritura en los neolectores adultos”. El objeto de estudio era sumamente atractivo para nosotros y tras pedirle opinión a nuestras alumnas dimos luz verde para que aplicara a nuestros grupos cuantos tests y escalas de medición juzgara oportunos.

El proceso de aplicación de dichas pruebas fue cuando menos divertido y revelador en cuanto a la hipótesis formulada al principio respecto a la inteligencia y respecto a los instrumentos para medirla.

José María, así llamaré al experimentador, procuraba cumplir cuantos protocolos aconsejaba el método científico para dar credibilidad al resultado De esta manera procuraba ser extenso y flexible en las explicaciones, en las instrucciones necesarias para llevar a buen fin cada ejercicio, dedicando a ello cuanto tiempo – y solía ser mucho - necesitara el grupo pero, de la misma manera era muy rígido en cuanto a los períodos y condiciones de aplicación.

Por ejemplo, si el test de Weschler debía de ser aplicado en grupos de cuatro personas y con cinco minutos de tiempo máximo, él aplicaba el modelo a rajatabla pues de otra manera, afirmaba, los resultados no serían objetivos ni homologables. El aspecto afectivo emotivo quedaba aparcado para que los esquemas del método científico pudieran obrar su aséptico resultado. Durante el tiempo de aplicación de la prueba no se podrían dar pistas ni ayudas .Ignoraba, nuestro casi doctor que en estas ayudas nuestras alumnas buscan normalmente más solidaridad afectiva que información cognoscitiva. Sin ese báculo emotivo, sin la sonrisa cómplice del maestro los resultados eran desastrosos.

Veamos lo que ocurrió durante la aplicación de la prueba de “homófonos”. Según nos explicaba José María, se trataba de unir una serie de palabras ortográficamente incorrectas pero que sonaban fonéticamente igual que las correctas con el dibujo representativo del concepto correspondiente. Por ejemplo se trataba de unir KHANDADO con el dibujo de la cerradura metálica o KAMEYHO con la caricatura estilista del mismo animal.

El impreso de la prueba mostraba diez dibujos de diferentes suerte en cuanto los grados de realismo y, a su alrededor, esparcidas por los márgenes del papel, unas 15 palabras entre homófonas y otras sin ninguna ligazón con los anteriores gráficos. Las participantes dispondrían de tres minutos, tres, para la tarea.

La explicación de la prueba, con ejemplos prácticos en la pizarra duró algo así como una hora, teniendo oculto, como mandaban los cánones, el test auténtico. Nuestro investigador dibujaba en la pizarra con poca pericia, todo hay que decirlo, animales esquemáticos y escribía alrededor varias palabras entre ellas alguna homófona. Luego jugaba con mis alumnas a encontrar el resultado correcto. Por un momento, entre risas y comentarios jocosos, desde el discreto aparte en el que me había sumido para que la dirección del experimento fuera correcta, pensé que daría algún resultado positivo.

Cuando sonó la hora de la verdad empezaron los auténticos problemas. José María, preocupado por garantizar la limpieza del proceso, pidió a mis alumnas que se colocaran en mesas separadas, una detrás de otra y les pidió que sólo dejaran encima el lápiz y una goma de borrar. El ambiente tan cálido y divertido que había existido hasta ese momento, se esfumó ante aquellas inesperadas instrucciones; la presión y los nervios, antagonistas de la complicidad cotidiana, se adueñaron de las participantes

- Pero dijo Pilar, abanderada de la kábila contra cualquier tipo de pruebas, tocando a rebato a sus aliadas - ¿es qué vamos a hacer un examen?

- ¿Podemos sacar las tablas de multiplicar? – rogó Ana, reconociendo su eterno y público déficit, al escuchar entre lejanas campanas, la palabra “examen”.

- ¿En hoja de rayas o de cuadros? – terció Regla con la eterna y diaria cuestión con la que saludaba cada propuesta , refiriéndose a la costumbre adquirida muchos cursos atrás de realizar en hoja rayada los ejercicios de lectoescritura y sobre papel cuadriculado los trabajos de cálculo. Daba igual que ya conociera de antemano la respuesta. Ella, sonriendo inasequible al desaliento, prefería preguntar un millón de veces antes de tener que borrar en una ocasión. Su pregunta, antesala de cualquier dictado o cuenta de dividir que realizáramos era otro de los ritos con los que hay que cumplir para iniciar un nuevo día de aprendizaje.

- ¿Qué hay que hacer?- se sobresaltó Lola, la mayor en edad de la clase, despertando de una de las innumerables cabezadas con las que había festejado la larga disertación de José María sobre la importancia de la prueba que iban a realizar respecto al resultado final de la investigación. No es que sus palabras hubieran resultado especialmente indigestibles; Lola, y lo digo por experiencia, era capaz de dormirse, y se dormía, en medio de un dictado sobre los musulmanes, en un coloquio sobre la menopausia e incluso en el tiempo que yo tardaba en llevarme una de dieciocho y sumarla en la siguiente hilera de la cuenta.

La bola de preguntas, juicios y comentarios de todo signo fue creciendo, amenazando con devorar el experimento, ante el gesto atónito de José María que no sabía como hacer amainar aquel diluvio de preguntas nerviosas.

Acudí en su ayuda, cual casco azul de la pedagogía para salvaguardar los intereses del proceso investigador y usando la ancestral técnica docente de elevar mi voz un par de tonos sobre el descontrolado guirigay colectivo a la vez que golpeaba con la palma de la mano la pizarra, aseveré:

- No, no se trata de ningún examen. Simplemente vamos a realizar la prueba que él os ha explicado hace apenas cinco minutos. Necesita que la hagáis según sus normas para poder compararlas con las que ha realizado a otras alumnas. Debe estar seguro de que todo el mundo la hace a la vez y que nadie copia de nadie

- Pues, yo - añadió Pilar, abandonando sus iniciales posiciones insumisas, mientras se recolocaba a una distancia cómoda de su compañera, midiendo su agudeza visual hasta el pupitre cercano nunca me copio, porque copiarse no sirve de nada....

- ¡Mejor que nos ponga un cero a cada una y así acabamos antes!- sentenció Ana, experta en la evaluación negativa de los avances personales, entre risas nerviosas.

- ¿Qué hay que hacer? – continuaba preguntando Lola , totalmente desorientada al haber pasado en brazos de Morfeo todo el período previo de instrucciones , mirando hacia todo el mundo en busca de una ayuda que nadie estaba , a ciencia cierta, en condiciones de prestarle.

El ruido de las mesas y las sillas en el acto de recolocación, apagó por un momento la cacofonía de quejas y lamentos que ponía la sintonía a nuestro laboratorio escolar y la clase recuperó por unos momentos la normalidad que José María añoraba.

Recuperado el control, el infortunado aprendiz de pedagogo volvió a resumir el contenido, los objetivos y los pasos a dar durante el proceso. Todas las miradas le seguían mientras gesticulaba sobre el esquema que había dibujado sobre el encerado para acompañar sus palabras. Pudo acabar sin que nadie abriera la boca y tomando un bloque de impresos que tenía en la esquina derecha de la que, en otros momentos, fue mi mesa, empezó a repartirlas entre las atentas participantes.

- Este papel que estoy colocando boca abajo en vuestras mesas, es la hoja donde vais a hacer el ejercicio atacó de nuevo el aprendiz de científico - . No le deis la vuelta hasta que yo os lo diga porque a partir de ese momento tendréis para realizarlo sólo tres minutos incluyendo el tiempo de poner el nombre.

- ¿Tres minutos? ....– sonó un aullido a coro- ... ¿sólo tres minutos?

- Veremos, je, je, si me da tiempo a poner aunque sea nada más que el nombre - intervino Macarena que tenía a gala ser la más lenta en cualquier operación. Otras presumían de ser buenas en el dictado, de saberse las tablas o el abecedario y ella, sin ningún empacho, se tenía por la más cachazuda del grupo, no por que ella quisiera que bien que se esforzaba por apresurarse, sino por que la lotería genética le otorgó ese bien, el detenimiento, que en otros aspectos de su vida le había sido muy beneficioso pero en su trayectoria escolar le tenía todas las sesiones en un continuo “correcorre”.

- ¡Un cero, lo que yo digo, un cero para todas! –terció Ana “animando” a la clase con ese “espíritu positivo” que siempre le acompañaba al abordar tareas nuevas.

- ¿Qué hay que hacer? - insistió Lola subiendo el tono de voz, por tercera vez, volviendo de una nueva visita a los “Campos Oníricos”, una breve siesta que le dio tiempo a descabezar en los anteriores momentos de calma.

Tras una mirada suplicante de mi colega invitado, me coloqué cerca de Lola procurando evitar que se durmiera de nuevo y haciendo de ocasional intérprete de sus instrucciones. No era muy científico pero era del todo indispensable.

- ¿Estáis preparadas? preguntó José María, mientras yo observaba que el desánimo, un gusano que se alimentaba de las siestas de Lola y de la ira de Pilar entre otros detritus, había empezado a hacer mella, agujeros , fallas infinitas en él.

- Preparadas... ¿para qué? – contestaron al unísono varias por decir algo, haciendo subir y mucho el termómetro de la desesperación del experimentador.

- Pues...... – empezó a decir con la frente perlada por el sudor que produce la exposición prolongada a la incomprensión más pertinaz.

- Si, - intervine yo, para, a continuación, mirando de reojo a las bromistas, añadir- están preparadas.

- Entonces, dad la vuelta al papel, escribid el nombre y empezad: Tenéis tres minutos a partir de.... ¡ahora!- exclamó a la vez que accionaba dramáticamente el pulsador del cronómetro.

Yo ya me lo esperaba. Tras un minuto de silencio y dudas, después de mirar a diestra y siniestra, Macarena preguntó:

- El nombre, ¿lo pongo arriba o abajo?

- Arriba, arriba - instruyó José María provocando involuntariamente que muchas dejaran de buscar las soluciones para dedicarse a borrar el trabajo ya realizado, la colocación del nombre y los apellidos en el margen superior.

- ¡Vaya – intervino Regla, como pidiendo el libro de reclamaciones – pues ya lo había puesto yo abajo, como arriba no hay sitio!

- ¡Déjalo abajo entonces! – concedió el interpelado.

- ¿Abajo? ¿No ha dicho usted, hace un momento, que lo pongamos arriba? – se quejó de nuevo, Macarena iniciando el decimoctavo borrado.

- Está bien, está bien - se rindió José María - que cada una lo ponga donde quiera pero que lo escriba ya....por favor.

- Si, pero.... ¿yo qué hago? – dijo la tortuguita Macarena -. Tengo borrada la fecha, ¿borro también el nombre?

-Ah, pero... ¿la fecha también había que ponerla? – se sorprendió Pilar- ¿Arriba o abajo?

- ¿Qué hay que hacer con el nombre? – preguntó Lola que llevaba tres minutos mirando ensimismada los dibujos sin hacer nada.

Los primeros diez minutos se fueron entre sudores fríos de José María procurando deshacer el entuerto de los nombres y las fechas y el que siguió con los apellidos (“¿uno o dos?”) Haciendo de tripas corazón, decidió conceder otros tres minutos para la prueba en sí.

- ¡Uff, vaya unos dibujos más raros!, – empezó a radiar Pilar, en voz alta- no se sabe ni lo que son. Este de arriba... ¿es un caballo?

- ¿Dónde hay un caballo? Yo no veo ningún caballo. Veo un camello, una cosa que parece una fregona, un candado pero caballo, no veo ninguno. ¿Dónde está el caballo que dice Pilar, Juan? – se apresuró a contestar Remedios.

- Aquí, chiquilla, aquí arriba - se levantó la cuestionada para señalar a la otra el “establo” del equino.

Las demás se contagiaron rápidamente y, en pocos segundos, todas andaban a la caza del caballo, señalándose unas a otras el lugar donde creían verlo. José María tenía la mirada opaca, como perdida en galaxias de aplicaciones científicas inmaculadas.

- Venga, vamos – volví de nuevo a la carga directiva ante la momentánea ausencia mental del auténtico coordinador – vamos a dejar los caballos y a seguir con el ejercicio que queda poco tiempo.

- ¿Dónde hay que poner los nombres de las cosas del papel, arriba o abajo?- intervino, de repente, Macarena curándose en salud.

- No hay que escribir ningún nombre en ninguna parte, - gimió, más que otra cosa José María volviendo del limbo en que se había sumergido para descansar- sólo tenéis que unir el dibujo con la palabra que suene como su nombre.

- ¿Y si no sé lo que es? – insistió Pilar que parecía continuar atrapada entre las patas del caballo de marras.

- ¡Pues te pasas a otro y nos dejas trabajar a las demás!- concluyó Manoli a la que, por cierto, nadie había consultado dando a su reconvención cierto aire de bronca. Ya estaba harta de oír hablar de caballos, camellos y cerraduras que ella no conseguía encontrar en ninguna parte

- Pero aquí pone VURRO con la V baja y yo sé que se escribe con la B alta. por que en el libro que leímos ayer - intervino Chari, la delegada, y sin que nadie le dijera nada sacó de su cartera el libro de lectura colectiva , busco la página correspondiente y se la enseñó a José María - viene con la B alta . ¿Lo veis? ¿Que hago, la tacho?

- Que no, que no, lo vuelvo a repetir, – su voz, al principio autoritaria y firme, era ya un sollozo de cansancio – hay que unir los dibujos y las palabras, no hay que tachar ni escribir nada en el papel.

- ¿Qué no hay que escribir nada? – se enfureció Macarena , apuntando con el lápiz airado hacia nuestro torturado huésped - ¿ No dijo usted que escribiéramos el nombre , los apellidos y la fecha debajo?

- “De-ba-jo”, no, - intervino Pilar enseñándole su prueba y aprovechando para dar una visual a la de la compañera - “el muchacho” , quiero decir, José Mi...., dijo “a-rri-ba”, lo que pasa es que tu no te enteras. Pero como aquí parece que puede preguntar todo el mundo menos yo.

Mientras la clase se enfrascaba en un nuevo rifirafe sobre quién preguntaba mas ó menos y se perdía en un abismo de dimes y diretes que la hacían más parecida a la sala de espera de un ambulatorio que al frío laboratorio pedagógico que José María había deseado crear, Lola, cansada de reclamar instrucciones ,ponía manos a la obra y escribía con su mejor letra el nombre debajo de cada dibujo e incluso había empezado a colorear alguno de ellos antes de que yo pudiera advertirla.

Veinte minutos después, cuando se acordó y volvió a consultar el cronómetro para dar por terminada la prueba, el paisaje era desolador.

José María había gastado casi todo el tiempo en intentar solventar la duda de Chari sobre si el dibujo que supuestamente representaba al KHAMEYO tenía efectivamente una o dos jorobas y si esto era además correcto zoológicamente hablando.

Macarena, en su isla, andaba todavía borrando su segundo apellido para rectificar y colocarlo arriba tal y como había escuchado en las últimas instrucciones.

Pilar se paseaba impunemente por la clase comparando su prueba con las de sus compañeras con el pretexto de ver si habían dibujado las rayas de la misma manera que ella.

Ana se reía continuamente a la vez que murmuraba para si misma mirando hacia el papel: “¡ Que cero, madre mía , que cero!”

Regla y Remedios, totalmente desentendidas del test, hablaban animadamente de las gafas de la primera., “....que me sirven para la pizarra pero no para el cuaderno, pero como me he dejado las del cerca en casa pues tengo que...”.

La cara de José María, al recoger las pruebas entre un aguacero de protestas (“¿Pero, ya han pasado los tres minutos? ¡Espera, espera un momento!”) era un épico poema a la frustración. La realidad, tan tozuda ella, había lanzado una tonelada de estiércol pragmático contra su limpia conciencia del científico experimentador. Recogió sus bártulos y con un gesto de cansancio infinito, abandonó el aula mientras mis alumnas comentaban divertidas entre si la prueba. Los nervios y el mal rollo abandonaron la clase junto a la abultada cartera y al debilitado ánimo del visitante.

Le perdimos de vista una semana y cuando volvió, afortunadamente, ya había recompuesto su ánimo investigador. La distancia, las reflexiones personales y una entrevista con el director de su tesis le habían fortalecido el espíritu pero no habían conseguido modificar su estrategia. En la misma línea, su jefe de tesis le había propuesto ahora pasar a mis alumnas un cuestionario de inteligencia puro y duro para descartar que los problemas que se pudieran detectar en la lectoescritura no se debieran simplemente a un coeficiente intelectual excesivamente bajo, es decir a una inteligencia escasamente desarrollada ,tal como la describíamos al principio.

Quizás no era yo la persona adecuada para cuestionar a un casi licenciado en
Ciencias de la Educación, la definición de inteligencia ni los instrumentos que la puedan medir pero tras analizar el tipo de pruebas que pretendía aplicar no pude evitar expresar mis reparos.

Se trataba de una batería de ejercicios basados en series cuyo criterio de ordenación era fundamentalmente alfabético. Había que predecir, que acertar, cual era la letra que continuaba la serie lógica. Pero, me cuestionaba yo, ¿cómo se podía pretender medir cualquier capacidad de una serie de personas cuya característica es, precisamente que ignoran el abecedario y su orden, con una prueba basada precisamente en el uso de dicha escala? Sería, a mi juicio, como intentar medir la resistencia física de un oso a través de una carrera......en bicicleta o medir la agilidad de un mono haciéndole subir un árbol....virtual a través de un juego de ordenador. ¿Quién de nosotros ser capaz de completar cualquier serie lógica basada en el alfabeto cirílico o chino? José María entendió mis objeciones pero no contaba con instrumentos más adecuados. En fin, si el resultado de la primera prueba descrita resultó un fracaso absoluto, esta segunda hubo de ser ignorada completamente por sus aplicadores.

Al final, la tesis resultó de gran interés en cuanto a los aspectos descriptivos y a las hipótesis de solución formuladas pero un desastre en cuanto a los instrumentos de medida. Habían intentado aprehender algo tan delicado como el concepto de inteligencia con un elemento tan burdo como un test; se habían conjurado pescar la Luna con una red y tras alborotar un poco el fondo del charco, quedó, de nuevo la plateada imagen sola en su superficie y en las manos de los conspiradores, una malla vacía y mojada.

A nivel personal y volviendo a la definición que nos ocupaba al principio del capítulo, cuando yo intento definir lo que es la inteligencia me acerco mucho más al concepto de “inteligencia emocional” y entiendo como tal esa capacidad de interpretar y dar respuestas a los problemas cotidianos incluyendo en este lote habilidades como el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad de automotivarse. Estas cualidades aprendidas permiten sacar el máximo rendimiento al potencial que le haya a cada persona correspondido en el sorteo de los genes.

Desde estas posiciones, yo concluyo que debe calificar de inteligente a la persona capaz de utilizar con éxito sus capacidades para afrontar los retos de la vida. El éxito vendría definido por la capacidad de acercarse al polo feliz y alejarse del extremo infeliz de la polaridad. En este sentido, también serian actitudes inteligentes las que permiten aprender de los fracasos y aprehender instrumentos nuevos cuando estos se hacen necesarios. Mi particular visión de la inteligencia está basada más en la experiencia docente que en la investigación científica. Por ello me atrevo a afirmar que es difícil no tropezar a nuestro alrededor con mujeres de una tremenda inteligencia, personas que han enfrentado la vida con valor sacando de ella los mejores resultados posibles. Solo me atrevería a calificarlas de “tontas” por amilananarse ante la sencilla tarea de memorizar letras y números después de haber sido capaces de generar tanta felicidad a su alrededor.

Si con la misma facilidad con la que hoy se otorgan masters y diplomaturas en mil materias etéreas , se premiaran el arte de la administración doméstica, la ciencia de la cocina económica , la psicosociología del perdón y del amor y los profundos conocimientos sobre reparación del alma humana, las cocinas de nuestras milagros, cármenes, etc... hace tiempo que estarían profusamente decoradas con los certificados de todo su maravilloso e interminable curriculum vital.

¿Qué título otorgaríamos, por ejemplo, al talento matemático de Angela? ¡Juzguen ustedes!

Angela regentó desde que se casó un puesto, una parada en el Mercado de Abastos del Puerto. Mientras su marido cambiaba con la tierra el sudor y las horas por los tomates y las lechugas, ella se encargaba de comerciar con las hortalizas sin tener la más mínima noción de matemáticas escritas. Nunca, hasta que llegó al Centro de Educación de Personas Adultas hizo una cuenta en un papel y su conocimiento de las cifras sólo llegaba hasta saber que un duro era más que una peseta y que quince pesetas eran más que dos duros.

Partiendo de ese cero casi absoluto en cálculo, Angela, cocinando necesidad, perspicacia e intuición, llegó a diseñar para su práctica mercantil un sistema propio, eficaz y rápido, una calculadora infalible y artesanal. Alguna vez me lo explicó pero creo que nunca llegue a entenderlo del todo, cuadriculada mi mente por el sistema de contabilidad que había aprendido desde pequeño. En resumidas cuentas, Angela llevaba siempre un amplio mandil de tendera de un blanco matutino que la jornada iba tiñendo con el arco iris de los productos de la tierra. A ambos lados del delantal llevaba un par de enormes bolsillos comunicados para, en los escasos momentos de ocio, proteger las manos del frío que subía por la cercana escalera desde la planta baja donde se conservaban las carnes y los pescados.

En el túnel textil ocupado por sus manos alojó Angela su primitiva calculadora y ajustaba los pedidos a medida que sus clientas lo iban demandando. En la parte izquierda del bolsillo llevaba diez garbanzos y en la parte derecha, diez judías blancas. A medida que recitaba las cantidades, los garbanzos y las judías iban cambiando de bolsillo. Al final el resultado dependía de la cantidad y la posición en la que se encontraba unos y otros. El total a pagar o a devolver aparecía en su boca tan mágicamente como los dígitos aparecen en la pantalla de las modernas máquinas japonesas de bolsillo.

Claro que a fuerza de utilizar ese mecanismo, la mayoría de la veces, las legumbres ya no se movían, pasaron a hacerse virtuales y a moverse y alojarse sólo en los surcos de su cerebro, entre las neuronas de Angela y, aunque nunca renunció a llevar en su bolsillo las dos decenas de mágicas semillas, rara era la oportunidad en la que necesitaba acudir físicamente a ellas.

La necesidad hizo que Angela inventara, sin conocer la historia de la matemática china, un particular ábaco que perfeccionó, andando el tiempo, hasta el punto de hacerlo convertidor de duros a pesetas y viceversa. Por eso, aunque Antonia no fuera capaz de memorizar la tabla del siete o de recordar cuando hay que “poner cero al cociente y bajar la cifra siguiente” en mi universo particular de genios hace tiempo que le fue otorgada la licenciatura en ciencias exactas y un lugar preferente en la orla de la promoción imaginaria de “Matemáticos de la Vida Ordinaria”.

Y si me he referido a Angela como bandera de la "reinvención cotidiana” de las Matemáticas, cuando analizo el sencillo redescubrimiento de la escritura no puedo olvidar lo que me contaron, entre otras, Lucia y Micaela.

Micaela aprendió a leer con nosotros cuando ya contaba más de 50 años. Por razones que yo no recuerdo pasó mucho tiempo separada de su marido o del que todavía era su novio. La mayor angustia para ella, en esa situación, era recibir cartas de él y tener que recurrir a una vecina o a una amiga para que se la leyera. En esos casos procuraba memorizar cada palabra para evitar molestar más de lo preciso y, en la intimidad, solía recordar cada término, cada frase de su amigo y saborearla apretando el papel callado. Sin embargo era mucho más trabajoso contestarle. Si encontrar a alguien que supiera leer era difícil, hallar a una persona que supiera escribir y estuviera dispuesto a ello era una tarea casi imposible. Además, y eso era lo principal, siempre había deseos que no se atrevía a expresar por miedo a la censura de la amanuense, sobre todo aquellos anhelos que se referían a la “necesidad física” de la persona amada. Por eso, Micaela, con la complicidad tesonera del cariño, desarrolló todo un código de dibujos esquemáticos en los que aprendió a expresar sus más íntimas apetencias. Tras terminar la parte letrada de la carta antes de cerrarla ya en la intimidad se dibujaba a si misma y a su novio. La posición que ocupaban, el estar más o menos cerca, de frente o de espaldas, la disposición de las líneas que representaban el cuerpo o sus partes más significativas, todo era un sensual lenguaje icónico a través del cual se expresaba el amor, mensajes de botella en una clave secreta que solo compartían los amantes.

Los jeroglíficos de Micaela, menos conocidos y estudiados que los de aquellas colosales y milenarias pirámides de piedra, no fueron por ello menos útiles y valiosos.

De Lucia diré que apenas sabía leer y en absoluto escribía cuando atravesó por primera vez los dinteles del aula. Silabeaba con dificultad cuando conseguía ver lo que estaba escrito a través de unas gruesas gafas de concha, de esas que llamamos “de culo de botella”. La miopía galopante que sufría la amenazaba constantemente con provocarle desprendimiento de retina y fue la causa, meses más tarde, de que los médicos le aconsejaran no seguir viniendo a clase. Antes de abandonarnos también me contó algo que me impresionó.

Su marido era fontanero y el teléfono de recoger avisos lo tenían en la casa familiar. A la espera de la invención del contestador, ella debía permanecer casi todo el día en la casa a la espera de los avisos urgentes de los que debía tomar nota. ¡Una secretaria, no se lo pierdan, que no sabía escribir!

Lucía no tenía aspecto de ser especialmente inteligente. Su pequeña estatura, sus enormes anteojos y una escasa capacidad de relación con las demás compañeras, le habían creado entre éstas, una cierta fama de torpe y de acaparadora. En cuanto conseguía escribir una sola palabra con sus enormes letrazas venía corriendo a enseñármela interrumpiendo cualquier explicación que estuviera dando a otra compañera. Una vez que me había mostrado su cuaderno, no volvía a su sitio sino que me seguía a lo largo de la clase en mis viajes entre un pupitre y otro, provocando risas y comentarios crueles de las demás. Tenía enormes carencias afectivas, demasiadas existencias de soledad en el almacén de sus recuerdos y se “enamoraba” con facilidad de quien le ofrecía un minuto de atención, cariño y seguridad.

Quizás por eso, por esa relación tan especial que estableció conmigo, un día me descubrió su secreto, la estrategia con la que cubría su déficit de escritura y, a la vez, cumplía con su función en el negocio familiar.

En sus ratos de guardia perenne ante el teléfono había desarrollado todo un código de señales que indicaban desde el nombre de los clientes, los domicilios y las averías más usuales. La clave , que al principio era significativa, es decir, que unía los nombres con un dibujo más o menos realista que los representaba , terminó por ser totalmente abstracta y arbitraria , sólo tenía significado para ella. Estaba compuesta por más de 30 señales diferentes y, combinándolas podía recrear mensajes complejos.

Creo que su marido nunca apreció esta creación de Lucía. Para él, su libreta sólo era una colección de garabatos ininteligibles. Ella, por su parte, nunca le dio otro valor a su código que el de ser una accidental muleta de una “pobre analfabeta”. Alguna vez pensé en hacer público el conjunto completo de signos pero, como dije antes, las presiones del oculista llegaron antes y pudieron más. Un día, Lucía desapareció del centro sin dar explicaciones y no volví a saber de ella.

Al igual que Angela, Lucia y Micaela, he conocido y doy gracias por ello a decenas de mujeres que según mi definición reventarían por las costuras cualquier tipología de inteligencias:

Paca, que fue de joven emigrante perpetua, conocedora de cuatro idiomas sin haber tenido oportunidad de aprender a leer y a escribir en ninguno de ellos.

Francisca, con una ortografía superdeficiente y sin saber las tablas de multiplicar pero capaz de componer en una sola noche hasta 17 cuartetas, poemas de la madrugada insomne, destinados a felicitar con humor las pascuas a todas sus compañeras.

Remedios, incapaz de memorizar el abecedario pero totalmente eficaz recordando mil letras de chistes, rumbas y carnaval con las que llena su recuperado tiempo de ocio y nuestras frecuentes meriendas de cumpleaños.

Cati, alumna menuda hasta en la voz ,compañera incombustible, con nosotros desde el primer curso, siempre en el mismo nivel inicial, capaz de venir cada día con una sonrisa nueva , con sus 60 años ya colmados dispuesta a ilusionarse aprendiendo a bailar por sevillanas y a cantar como si fuera la niña que por su estatura parece.

Como decía una canción del verano en una perla de sabiduría popular de ésas que repetimos sin pararnos a pensar: “Si tú no tienes felicidad, de sabio no tienes ná”.

Y , sépanlo y escríbanlo ,señores doctores , para que conste en sus gruesos libros de teorías serias y científicas, esa capacidad para superar las limitaciones de la vida diaria , las propias y las impuestas, fluye por las venas de mis alumnas cada día , haciéndome profesar a mí y a los que con ellas convivimos con la mente abierta , la creencia de que no hay mayor inteligencia que la que nos permite vivir con ilusión y alegría.

Ars Orandi o Diálogo, diálogo, diálogo.


Una sola boca y dos orejas tenemos para que escuchemos el doble de lo que hablemos”. Oír, escuchar, hablar, volver a oír y volver a escuchar, de esa manera se producen la mayoría de los aprendizajes y de los descubrimientos. ¿No sentimos acaso más angustia a la hora de comunicar con una persona sordomuda que con una persona ciega? ¿No nos suele ocurrir nos impresionan las palabras más que las imágenes?

Aquello de que “una imagen vale más que mil palabras” no es más que un truco publicitario, una estrategia de creación de deseo a corto plazo que se esfuma con rapidez con la que se borra el reflejo que el neón efímero y nocturno graba en nuestra retina. Los publicistas lo saben y al diseñar sus reclamos cambian con frecuencia de protagonistas, de paisajes pero los “jingles” – esas musiquitas breves machacones y simplonas , sintonías del consumo moderno ,que se nos agarran a la retentiva y a las cuerdas vocales - y los lemas publicitarios permanecen décadas en la memoria colectiva. , dando continuidad al producto. “Yo soy aquel negrito…” o “Vuelve a casa por Navidad” son ejemplos de mensajes donde la palabra ha sobrevivido a la imagen.

¿A que viene todo esto?, se preguntaran sorprendidos los lectores ante tanta digresión hacia el área del marketing. Pues viene a que para acabar me ha dado por recordar lo mucho y bueno que todos y todas hemos aprendido hablando y escuchando en nuestras clases.

Algunas de las mujeres que llegan por primera vez a nuestras clases se sorprenden del guirigay continuo, del incesante jaleo verbal que recorre las aulas. En sus recuerdos, la escuela era más bien un lugar donde sólo el maestro tenía derecho a hablar y a otorgar palabra, donde los alumnos sólo podían romper el obligado mutismo para responder con el debido respeto y recato. Era el modelo de escuela-radio, escuela–púlpito con el micrófono monopolizado por la infinita minoría, direccionado hacia la silenciosa mayoría. El maestro era el ara sagrado, el receptáculo de los conocimientos que se vertía en cada clase y el alumno, era apenas el recibidor, vaso humilde dispuesto a colmarse con la sabiduría del generoso prócer. Preguntar era inoportuno, opinar irrespetuoso. La curiosidad era considerada malsana y objeto de castigo pues sólo se debía aprender aquello que el omnisciente maestro tuviera a bien compartir.

Recordando tal ambiente no era extraño que los recién llegados al Centro de Educación de Personas Adultas juzgaran inadecuado aquel marco escolar que les presentábamos tan ruidosamente vivo, tan horizontalmente habitado, tan profusamente poblado por el diálogo. Porque en el Centro de Educación de Personas Adultas, se habla, se habla y se habla.

Se habla para saludarse antes de comenzar la clase, convirtiendo el obligado saludo del incombustible manual de Urbanidad en mucho más que protocolo, alargando las ¡Buenas Tardes! de rutina hasta convertirlas en una intensa exploración de contexto, del tiempo meteorológico, de la salud personal y colectiva, en una sabrosa y sintética puesta al día de los últimos acontecimientos locales y generales.

Se habla atravesando el umbral de la clase en un anárquico y cortés desembarco escolar , mientras se dejan los abrigos en las perchas, los paraguas en la papelera y se colocan correctamente las mesas y las sillas , con el comentario exploratorio ya centrado en las noticias de interés de la compañera más cercana : sus hijos , familia , etc..

Se sigue hablando mientras ya sentados se hace inventario de las pertenencias personales relacionadas con la escuela (libreta, lápiz, sacapuntas, goma de...), mientras se descubre que ayer dejó olvidada la goma de borra de puro calentura de cabeza “¡Dichosa tabla del siete! Y además “ ¡Anda , me olvidé las gafas del cerca!.

Se habla mientras el maestro explica el plan de actividades del día o resume el punto donde se quedó el trabajo el día anterior. De nuevo se oye: “¡ ...dita tabla del siete!” y se le hace entrega de un generoso ramo de comentarios , ruegos, preferencias o admoniciones : “¡Más cuentas , no, por tu mare!”.

Continúa la charla , obviando el plan propuesto por el maestro, intentando dar una verónica verbal que lo saque del tercio de las divisiones , “¡Hay que ver lo que ha pasado en ese sitio, en Morzambicre!” ,esperando que el maestro, de inequívoco perfil de voluntario de ONG, se pique, deje a un lado las cuentas y se ponga a hablar del clima mundial , del hambre y de esas cosas con la él que se apasiona.

Se habla después, efectivamente, de Mozambique, de que siempre llueve sobre mojado, de que cómo estamos cambiando el mundo y de las cosas que podríamos hacer para mejorarlo y no sólo para distraer al maestro de su obsesiva afición al calculo sino porque ya nos duelen tantas moscas en la misma herida.

Se continua hablando de que aquí mismo, “ya no llueve como antes,”...... “porque hay que ver el invierno que llevamos que no ha caído una gota de agua”........ “y que está todo el mundo con las alergias”...... “que hay que ver la de alergias que hay ahora”........”si vas a la seguridad social por lo de la piel y te dan numero para dentro de seis meses”..... “a mi me han dado numero para el de garganta para la feria”........ “pues yo cada año tengo menos ganas de feria...” en una retahila sin fin donde, aprovechando que el Guadalquivir pasa por Sevilla cada cual arrima el ascua a su sardina e introduce cuando le parece el tema de conversación que le preocupa.

En este momento, el maestro se da cuenta de que lo han vuelto a liar y quiere retomar el control. Se siente desbordado ante tanta palabra. Sus sonidos inundan la clase, toman las aulas anejas. Las palabras voletean - “.....feria, blablablá, mi marido ,blablablá, el autobús, blablablá ,etc... “- se posan en las mesas, en las persianas, en todas partes., contagiando nuestro universo escolar con el polen de las flores del lenguaje más sencillo.

Un par de palmetazos sonoros sobre la mesa en la que está sentado el ingenuo devuelven un poco de paz sonora a la escuela. Las mariposas de la comunicación huyen por la ventanas, las palabras se disuelven, se apagan en el aire del aula mientras el maestro despliega una doble visual sobre la programación diaria y el reloj para evaluar la magnitud de la pérdida en la tarea planificada. ¡Tampoco ha sido para tanto!

De nuevo se recupera la voz y la palabra para recordar la tarea encomendada antes del diluvio chacharero, para preguntar qué cuaderno hay que sacar, donde se pone el nombre o si la fecha que está escrita en la pizarra corresponde al día en curso.

Y hablando se pregunta si dividir era repartir o repetir, si hay que empezar una hoja nueva y si el número de “lo que me sobra” se coloca debajo al lado o detrás, o para reafirmar si de catorce me debo llevar una , cuatro o ninguna.

También habla el maestro para reñir: ¡Pilar, no te copies, que te he dicho “cienes y cienes” de veces que debes hacer las cuentas tú sólita!; para motivar y afirmar: “Muy bien, así, adelante mis pitagorinas ” o para dar un pasito más en la exploración del edificio de las matemáticas introduciendo en la tarea nuevas dificultades, así, como de rondón, sin que la perjudicadas adviertan la progresiva complicación de la operación que tanto temen.

Y se continuará hablando, más tarde, en el dictado matizando, contestando, provocando situaciones cómicas en las que, obligado mil veces a repetir, a dar marcha atrás, a explicar, a vocalizar silbando con las eses, a torcer el gesto intentando hacer gráfica la solitaria “c”, “p” o “b” que aparece burlona al final de lagunas sílabas, a equivocarse y a rectificar, ni el propio “dictador” sabe ya siquiera situarse en el escrito.

Y se habla , como no, al salir, al acabar la clase, opinando, resumiendo , evaluando, criticando, proyectando y posponiendo porque el diálogo, la charla , organizada ,espontánea, directa, en cascada , son la sintonía de nuestro aprendizaje mientras que el silencio y la afonía son las peores de sus cuitas.

Por ello, a pesar de reconocer que hay tareas intelectuales que sólo se pueden abordar en un clima de concentración individual, siempre preferiré el ruido de un aula viva y participativa al silencio de una clase ausente y sumisa.

Como decía al principio del relato, la mayoría, quizás la totalidad, de nuestros aprendizajes se producen a través de la interacción y el diálogo y en esa línea recordaré siempre algunas de las situaciones de las que aprendí lo que sostengo, por lo que tuvieron de divertidas, trágicas o tiernas.

La sexualidad en la escuela fue para mí un tabú en la infancia y en la adolescencia. Pasaron ya los tiempos en los que en el colegio de la Salle, el hermano Gonzalo, nos citó en pequeños grupos para explicarnos con más voluntad que acierto lo “de donde viene los niños”. Textualmente, tras un largo rato de disertación que honradamente pretendía ser clara pero que resultaba indescifrable, en la que nuestra supina ignorancia no nos permitía siquiera articular preguntas, yo lo resumí todo el saber aprendido en que “... el órgano cenital de la mujer se dilata para dar salida a la criatura”. Yo, y me imagino que los demás también, salí de la clase sin tener idea de que era ó donde estaba el “cenital” de marras y por tanto de cómo se producía la incorporación de los nuevos congéneres al humano valle de lagrimas .Al menos, sonreí y supe que si algun día me atrevía a reconocer lo que sabía.- nada- y lo que ignoraba – todo - había cerca de nosotros alguien dispuesto a intentar explicarlo. ¡Vaya desde aquí mi reconocimiento más sincero para el esfuerzo de aquel “hermano” que tenía las orejas tan grandes como el corazón!

En nuestra escuela de adultos, el sexo siempre fue menos tabú que en aquel colegio de curas de negro hábito y bragueta inmensa. Incluso cuando el maestro era el único macho en un grupo de alumnas experimentadas, la mayoría con media docena de churumbeles en este mundo, el tema era tratado con naturalidad. Desde el principio le prestamos gran atención entre otras cosas por que nos venía de muerte para introducir la familia silábica de la X en la palabra SEXO. La otra alternativa, la palabra generadora TAXI se prestaba menos al juego significativo, vivencial y dialogal precisado por el método Freire de lectoescritura popular. Desde el principio también nuestras alumnas nos respondieron con el mismo nivel de franqueza.

Dada la edad de nuestras clientas el centro de interés solía estar siempre más cercano a los trastornos y cuidados que conlleva la menopausia que a los métodos de planificación familiar. Así pues de ello hablamos más de una vez en la clase.

Pero que el tema no fuera tabú para la mayoría no significaba necesariamente que todas participara por igual, como ocurrió aquella vez.

Partiendo de un texto en el que se describían la mayoría de los trastornos relacionados con la menopausia, el retiro como lo llaman ellas, hablábamos y hablábamos. Todas las mujeres del grupo pasaron a contar espontáneamente su experiencia acompañada por un coro de asentimientos y discordancias. Que si los sofocos, los vapores que suben y bajan, la perdida de apetito sexual, los mareos, la depresión etc... Algunos síntomas eran generales pero en otros casos eran tan particulares (“¡Pues a mí, con el retiro me ha entrado ganas de comer marisco! “) que casi resultaban atribuibles a otras causas menos somáticas.

El diálogo avanzaba suavemente espontáneo y profundamente rico y todas participaban en mayor o menor medida. Todos menos, Rosario. Ella era de las más jóvenes del grupo, apenas había cumplido 47 y en su piel pálida y pecosa contrastaba sobre manera el rojo que empezaban a cobrar sus mejillas. De natural sonriente y participativo, durante el desarrollo del coloquio parecía que se iba encerrando en si misma y todo indicaba que una serie de convulsiones emocionales, de terremotos afectivos, la estaba sacudiendo, a medida que sus compañeras desgranaban sus experiencias.

De repente alguien reparó en su agitación y comentó:

- Rosario, estás colorada, ¿te ocurre algo?

Miramos todo hacia ella y pudimos comprobar que empezaba a llorar, al principio silenciosamente y, más tarde, apenas descubierta, a chorros, a corazón abierto. El silencio se hizo en la clase y todos nos mirábamos extrañados, preguntándonos que había provocado aquel torrente de emoción en nuestra, de normal, alegre compañera. Nadie insistió y, cinco minutos después, Rosario empezó a hablar, lenta pero atropelladamente:

- Yo...... a mi,.......hace más de tres meses que no veo la regla... y.... yo...... creía que estaba de nuevo embarazada..... a mi edad...... mi hija mayor tiene ya dos niñas ......... mi José en el paro......y si, claro, los vapores...... pero yo creí....como he tenido unos embarazos tan malos...... no sabía como decírselo a mi marido... y no sabía con quien hablar.

Rosario se estaba asomando a la menopausia, quería y no quería que fuera, ese “ya nunca más” y lo había interpretado, en la confusión, como un inesperado embarazo y ahora descubría la posible verdad en aquel coloquio. Nunca supe si sus lágrimas reflejaban angustia ante la incertidumbre, alegría ente la seguridad o simplemente tristeza ante el reconocimiento de esa soledad tan espesa que le rodeaba y que le había impedido interpretar algo tan cercano como el presente de su propia vida, de su propio cuerpo.

Rosario podría haber leído mil veces el texto generador e incluso escuchar un millón de charlas mías o de profesionales de la materia, sin asociar ni por un momento, su contenido con ella misma. Sólo lo hizo al calor de aquella conversación espontánea, descubriéndonos un nuevo milagro terapéutico de diálogo.

En otro tipo de charlas más regladas con el primer equipo de planificación familiar municipal descubrimos estrategias anticonceptivas de lo más curiosas e ineficaces. Una mujer nos contó que ella sólo tomaba la píldora después de hacer el amor con su pareja. Le parecía un exceso para la economía y la salud estar todos los días del mes tomando una medicación que solo era útil durante cuatro jornadas justo lo que tardaba el marido, de profesión marinero, en volver a embarcarse para otras tres semanas de faenar. Aun estaba más desinformada aquella otra mujer que creía, así nos lo contó, que cuando le hablaban de la píldora la gente se refería a la aspirina. y por tanto recurría a las blancas cápsulas de ácido acetilsalicílico, dosificadas de manera similar a la del anterior caso, para prevenir nuevas preñeces. Ni que decir tiene que ellas, sus maridos y sus numerosas proles estaban muy desengañados de la efectividad de los métodos de contracepción.

Hablando, charlando también, a falta de mayores destrezas lectoescritoras, procurábamos transmitir las nociones más generales de la Historia local y para ello hacíamos muchas visitas al Castillo, al Museo municipal, a las principales iglesias, etc.

Paca, una de las mujeres que perteneció al selecto círculo de las siete primeras, aquel primigenio grupo de alumnas que no tuvo más remedio que soportar nuestros primeros pasos cuando éramos auténticos ignorantes del método alfabetizador, era un personaje muy peculiar.

Paca era, es, bajita, muy bajita. Vivía sola y en su soledad era una persona alegre aunque progresivamente, a lo largo de los años que estuvo con nosotros fue adentrándose en el misticismo, perdiendo esa alegría vital y manifestándose particularmente reservada. Aunque participaba en todas las actividades sentía particular afición por la lectura. Se había comprado una Biblia gigante y su ilusión era poder leer directamente en ella. En la intimidad nos hablaba de los mensajes que le dejaban los santos y que a ella le urgía descifrar. Durante mucho tiempo nos preguntamos, muertos de curiosidad, en qué consistirían serían aquellos mensajes e incluso llegamos a sospechar que Paca fuera una de esa “iluminadas” que reciben visiones sagradas de 4 a 6 en su salón-comedor. Más adelante descubrimos que todo era más normal de lo que nos hacía parecer nuestra mente excitada. Aquellas cartas que Paca recibía de los santos no eran sino estampas que recogía de cuanta iglesia visitaba o que le regalaba la gente que conocía su afición y devoción. Los textos que acompañaban a los retratos sagrados, las oraciones y jaculatorias, eran, efectivamente, aquellos mensajes que Pepa tenía tanto interés en compartir como si fuera un legado personal de Santa Rita o San Antonio a su humilde persona.

Pero Paca en este proceso, además de hacerse amiga de la Historia sagrada, se aficionó también a la crónica profana y era una de las que más participaba y disfrutaba cuando alguien venía a darnos una charla sobre el patrimonio local o cuando lo visitábamos in situ.

Un día de aquellos, visitábamos la iglesia mayor prioral y, antes de entrar, Mercedes, nuestra instructora histórica favorita, nos explicaba distintos detalles de la fachada y de la disposición de las naves. Paca y alguna compañera se mantenían apartadas del grupo observando con detalle una lápida de mármol colocada a la derecha de la portada en la que se establece la antigüedad de la iglesia. Cuando Mercedes acabó de interpretar el significado de las figuras del frontal, reparó en la atención con que Pepa analizaba la losa de mármol y acercándose a ella le comentó:

- El texto de las lápidas… lo que pone en ella, no lo vas poder leer.

- ¿Por qué?- contestó Paca con una sonrisa picarona.

- Porque está en latín, una lengua muy antigua – explicó Mercedes a la que habíamos aleccionado previamente para que no entrara en honduras detallistas.

- Ni aunque estuviera en español , no ves que yo todavía no sé leer ...– añadió Paca que en aquellos días andaba aún peleando con la preescritura de la vocales- .. en lo que yo me estaba fijando era .....¡en el tiempo que hace que no limpian la lápida!

Pueden imaginarse el cachondeo general que se montó con una Paca imperturbable y la pobre Mercedes con los colores subidos mirándose la una a la otra sin saber si reírse o no.

Pero a Mercedes la admiraban mucho todas las alumnas de aquel inicial período. En otra charla, nuestra amiga explicaba al grupo que Cristóbal Colón pasó un tiempo largo por el Puerto y Sanlúcar de Barrameda , gestionando los detalles de su viaje y que algunos historiadores apócrifos aventuraban que además de la fama, D. Cristóbal pudo dejar aquí descendencia no reconocida por los anales de la historia. Nuestra Paca, originaria de Sanlúcar no tardó en reaccionar y dijo:

- Señorita, pues a mí en Sanlúcar me conocían, como a toda mi familia, por “ la colona” , ¿cree usted que seremos descendientes de ese hombre tan ilustre?

No crea nadie que Paca buscaba poner en evidencia, ridiculizar a Mercedes. Por el contrario ella era la capitana de su club de admiradoras reverentes, sobre todo por la sabiduría acumulada por nuestra amiga. Muestra de ello es que una vez que vino a darnos una charla sobre Alfonso X y la carta puebla que otorgó dicho monarca a nuestra ciudad, al salir de la clase oí como una amiga comentaba con Paca:

- ¡Hay que ver esa chica con lo joven que es y lo poquita cosa que parece, la de cosas que sabe!- decía la compañera.

- ¿Verdad que sí? - contestó Pepa muy segura de si misma y de lo que afirmaba- , pues seguro que no nos ha contado ni la mitad.

Diálogo, diálogo, diálogo.

Diálogo tierno inundando la escuela de confesiones íntimas, tiñendo el aire académico de complicidad, de sueños y anhelos, de fiestas de triunfos y abrazos curafracasos.

Diálogo rápido ,chispeante, ágil ,festonado de doble sentido, de palabras con dobladillo que dicen mucho más de lo que el estrecho diccionario les atribuye, que hacen estallar carcajadas o levantar olas de ira que se estrellas y se disipan contra la escollera del encerado.

Diálogo denso, lleno de palabras gordas que se descubren por primera vez, nombres, adjetivos y verbos que el maestro se empeña en que las pupilas fotografíen y las neuronas recuerden, pero que se esfuman de la memoria antes de que se apague el eco de su rumor en la clase donde se escucharon.

Diálogo bruto, vociferante, de caracteres que chocan, personalidades que se enfrentan marcando el territorio de la amistad y de los roles adquiridos, agitando la frágil línea entre la convivencia y la agresión.

Diálogo cuchicheante, cómplice, culpable, “por bajinis”, solidario, “...son cuarenta y cinco , borra ese siete y pon un cinco, cuidado que se da la vuelta Juan, ...” que hace inseparables a las compañeras , que falsifica la evaluación pero hace eternos los lazos de la amistad.

Diálogo ingenuo, despistado, que nos hace recordar la liviandad de las propias palabras que parecen elegir ellas mismas donde morar y donde rebotar para colocar fuera de juego a la más pintada.

Diálogo musical, cantado, dramático y cómico que busca deliberadamente la risa y la emoción en los momentos de ocio o en los lapsus más sorprendentes.

El diálogo imprescindible, inagotable, insustituible, insoportable, terrible, amable, imposible, memorable, sensible, saludable, apacible, intolerable, es la sintonía que hace horizontal la película de nuestro aprendizaje diario, y la banda sonora de este fragante Cardito de Puchero.