24 de noviembre de 2014

Luis y Pepe



C
ompartían algo más que unas sillas contiguas  en la clase de Informática. Octogenarios ambos, Luis no habría desperdiciado la ocasión para apuntillar que Pepe era un poco más octogenario que él,   ni Pepe le habría dejado de responder que sí,  pero que con su melena a lo Alberti tenía más aspecto de poeta que el más joven. Les unía su forma de ver la vida, una marcada trayectoria política  y sindical en la izquierda e incluso una temprana orfandad que sorprendía a cuantos  los iban conociendo a la vez. Pero lo que más nos interesa es que hasta el camino que habían recorrido para llegar hasta la clase era sino común al menos muy parecido.

Luis era albañil. Alguien querrá corregir la frase anterior y dirá que sería más acertado decir, dada la edad del personaje, que “había sido” albañil. Pero no. Luis “era” albañil. Aunque sus ocupaciones habían sido muchas y variadas – monaguillo, estraperlista de 2ª, recadero...-  fue en la albañilería donde desarrolló toda su fuerza creativa y desde donde generó plusvalía a tutiplén  para los bolsillos de no pocos patrones. A pesar de haber superado los tres cuartos de siglo, aún veía el mundo con mirada de obrero, con ojos de albañil, de constructor: no sólo veía el exterior de las  casas  o los monumentos sino que intentaba  identificar los modos de construcción, los materiales, la estructura, los padecimientos de la gente que participó en su edificación y el modo de vida de las personas que lo disfrutaron o los poseían en la actualidad. Por eso seguía siendo albañil.
Su infancia miserable, perseguido por el hambre atroz que fue modelando su figura corta, menuda y fibrosa y ese andar de tajo en tajo rodeado de mil gentes para desembocar en una de las pocas fábricas que había en El Puerto, la de Vidrieras Palma, sumado al amor por la lectura que heredó de su madre, generaron en Luis una angustia interior que terminaría madurando en una inquebrantable conciencia de clase.  Ella  le llevó  a organizarse clandestinamente con los suyos y le hizo conocer un hambre nueva de otro tipo de literatura, de otro tipo de cultura, de otra vida más justa para las personas.

Tantísimo leyó en su vida que, remedando a Cervantes y su quijote, parece que se le secó el seso y dio con la locura de escribir. Las palabras y las obras leídas fueron tantas y tan buenas que rebosaron de su menudo cuerpo y primero salieron por la boca haciéndole un excelente narrador de historias. Cuando ya no bastaba la voz, las palabras empezaron a caer sobre libretas y papeles sueltos.

Desde que se jubiló ya garabateaba hojas con su personal caligrafía pero por más que sus allegados insistían, no había manera de que dejara que nadie leyera sus esbozos que, de vez en cuando, iban a parar a la papelera.
Cuando la última de sus hijas abandonó el hogar familiar dejó abandonada una pequeña máquina de escribir portátil. Con dos dedos, Luis empezó a escribir las notas que colgaba junto a los buzones de la comunidad de la escalera de la que era, oficial u oficioso, eterno presidente.

Tímidamente  y con los dos mismos dedos burócratas, Luis empezó a escribir sus memorias y a guardarlas  en una pequeña carpeta azul a la que sólo podíamos asomarnos cuando no estaba en casa.


Cuando empezó a tolerar las lecturas de su obra  y los afortunados lectores le preguntaban por el proceso mecánico de la creación, Luis lanzaba un apasionado monólogo, una defensa a ultranza que pretendía hacer cátedra, sin sospechar que el destino le guardaba un capotazo de dos pares.

-         Yo escribo a mano – decía con su rotundidad característica- corrijo a mano, reelaboro a mano y cuando todo está a mi gusto lo paso a máquina. Nunca podría escribir directamente a máquina ni a ordenador como dicen algunos que hacen; eso no puede ser ni bueno ni creativo ni....


¡Ay, Luis! ¡Quién te vio y quién te verá!

Cuando entre su prole – una prole es una familia tan grande que en ella  se pierde la separación lineal entre las generaciones, y los sobrinos se confunden con los hijos y los nietos son más pequeños a veces que los bisnietos; donde siempre hay alguien que llega  y los que se van, a veces,  siguen – cuando entre su prole corrió la noticia de la vena escritora del abuelo y patriarca, con la misma rapidez y clandestinidad que se había usado para otras causas,  se montó la trama que introduciría la informática en la casa y en la vida paterna.

-         ¡Que yo no quiero ningún ordenador! – repetía Luís cuando le llegaban noticias del complot que se fraguaba – Yo me defiendo y tengo para mi avío con el bolígrafo y la máquina de escribir, no complicarme la vida. ¡Dejarme de líos que yo ya...!

Pero el avance de la tecnología no se detiene por la fuerza de la palabra y además la producción manuscrita de Luis empezaba a superar su propia capacidad mecanográfica  o la de las ayudantes que se le ofrecían en ocasiones puntuales llevadas por la solidaridad y...  por la curiosidad.

Una noche de 5 de Enero, lo inevitable se hizo realidad y el primer ordenador – de segunda mano pero con una apariencia inmejorable – aterrizó en la misma mesa donde descansaban la carpeta, los bolígrafos y una temerosa máquina de escribir que veía próxima su jubilación.

-         Y ahora... ¿qué hago yo con esto? – gruñó Luis saliendo de su cubil un poco angustiado en cuanto se fueron  sus generosos reyes magos.

Al día siguiente, en el guirigay anual de la entrega de regalos del día de Reyes, entre montañas de papeles de multicolores,  gritos nerviosos del parvulario y  bocados al roscón, Luis recibió una lluvia de ofertas para enseñarle los rudimentos de la informática.

-         ¡Es muy fácil, no te preocupes! – le repetían con una frecuencia que para Luis era como mínimo protocolaria – Yo te enseño si quieres.

Luis se temió lo peor.

Nunca se había considerado torpe a la hora de aprender lo que fuese. A base de observar mucho y preguntar algo, a fuerza de trabajar y pegarse a la gente que sabía y sobre todo, a base de experimentar y errar   si era necesario, había llegado a ser maestro albañil y a desarrollar destrezas en el mantenimiento de su fábrica que por lo delicado de la tarea o de los materiales hacían valiosa e imprescindible su colaboración. Adquirió habilidades básicas de lampistería, carpintería, electricidad que luego le fueron muy útiles en los mil chapuces con los que complementaba en parco salario fabril.

Sin embargo, con tanto maestro diferente se hacía un lío porque le llovían términos e instrucciones diferentes y un vocabulario que no manejaba en absoluto, palabras que tenían otro significado distinto al que él conocía en ese mundo de los ordenadores. Luis sospechó que no iba a ser tan fácil como le habían prometido y cuando nadie lo miraba, suspiraba viendo arrinconada su portátil pequeñita y tan cómoda. ¿Qué podía saber él de hardware, de software, Windows, sistemas operativos o pen drivers?

De descargas sabía mucho: eran infinidad los camiones de arena u otros materiales que había descargado a fuerza de brazos, hombros y espaldas pero cuando el ordenador preguntaba: ¿Desea Guardar este archivo? Y apuntaba secamente “SI”, “NO” o “CANCELAR”, Luis no veía los sacos por ninguna parte y no sabía dónde tenía que pinchar pues según sus ocasionales maestros una veces había que decir que sí y otra que no.
Cuando le hablaban de virus,  Luis recordaba su peligrosa relación años atrás con el bacilo de Koch o la cantidad de vacunas que marcaban los brazos y las piernas de sus hijos – polio, viruela, tétanos, rubéola... – y la suerte que había tenido con la salud de toda su progenie pero no le era posible imaginar a un virus que atacaba a los electrodomésticos y se reía cuando imaginaba cómo vacunar a una lavadora.

Aún así, navegando mal que bien en aquel proceloso mar de tecnología, Luis se quedó maravillado al intuir las posibilidades del procesador de texto, la limpieza de los textos, la facilidad con la que se borraba y sustituían las expresiones y la imagen brillante de los escritos acabados, la infinita mejora en la  presentación del trabajo apenas con un par  de instrucciones.

Motivado por aquella maravillosa utilidad y cansado de tener que llamar con urgencia a sus hijas cada vez que al equipo se  le desconfiguraba algo y parecía que sus textos o sus carpetas se iban a perder en el éter de los archivos borrados, Luis, que ya asistía una vez a la semana a un taller de creación literaria, amplió la matricula y coincidió con su amigo Pepe también en la clase de primer nivel de informática.


A Pepe le asesinaron los fascistas el padre siendo él un niño pequeño. Si para Luis fue determinante perder a su padre de forma natural, para Pepe el fusilamiento del suyo “por rojo” le persiguió toda su existencia.

Cuando llegó al Centro de Adultos, Pepe- que había sido sindicalista, concejal, conserje… -  ya había escrito su libro de memorias “Lo contado por un niño de la guerra” que cuenta  mejor que yo lo que fue su vida. Lo más llamativo de su libro es sin duda que a pesar del horror en el que sumergieron su infancia, Pepe no renuncia a contarlo con el mismo espíritu irónico y burlesco con el que me habló cuando apareció por el Centro y me contó que quería aprender a manejar el ordenador para no depender de sus hijos.

Para Pepe, manejar él mismo el ordenador, escribir sus historias a su ritmo, era pelear por no perder otra parcela de autonomía personal en una etapa de su vida en que empezaban a fallarle las piernas y él, testarudo, se desplazaba apoyándose en las muletas. Se incorporó también al taller literario y formó sociedad con Luis al que ya conocía pero con el que, hasta entonces,  su relación personal no había sido  demasiado intensa.

No mentirá demasiado quien afirme que sumando sus edades obteníamos casi la mitad del capital de años de la clase toda y quizás por eso obtenían trato de favor de todos: los mejores puestos de ordenador, los apuntes con la letra más grande, los pupitres más cercanos a la pizarra, etc. A veces el bloque ideológico que formaban el descaro de Pepe y la rotundidad de  Luis, que se apoyaban como uña y carne, llegó a molestar a alguna persona del grupo, menos próxima al sesgo izquierdista de su discurso, pero aquellos fuegos eran sofocados  por mis  llamamientos a la templanza para un lado y para el otro.

Mientras estuvimos andando con el procesador de texto o las más iniciales tareas operativas como encender y apagar el ordenador o crear archivos escritos, nuestros literatos se sintieron en su salsa y hasta se permitían el lujo de  de dar consejos a las compañeras más cercanas. Hasta se ejercitaban con brillantez cuando se les pedía que a manera de ejemplo elaboraran un texto de ficción o contando su vida. La mayoría del grupo no sabía qué escribir y hasta pedían algún “papel para copiar” pero Pepe y Luis - que a la sazón también asistían al taller de creación literaria, no sé si lo he contado -  se alargaban en la redacción  y en ocasiones insistían en leer en voz alta su recién parida obra.

Pero a medida que avanzábamos en el tiempo y los contenidos, a medida que las destrezas que se pedían eran más complicadas el camino de Luis y Pepe se hacía más duro. En la clase teórica se perdían y empezaban a charlar entre ellos porque no  oían bien o no veían la proyección; cuando llegaban a la clase práctica se hacían un lío al aplicar varias herramientas simultáneas.

Pero, sin que el profesor interviniera, pronto se vieron envueltos por el manto protector de Rosita y Fe, las más jóvenes  y aventajadas de la clase,  que se situaron a derecha e izquierda de aquel dúo.

He visto el nacimiento de  ese comportamiento  solidario  en casi todos los grupos, no importa cuál sea el plan ni los perfiles del alumnado,  si se da la necesidad y, sobre todo,  si  se fomenta el espíritu de aprendizaje colectivo en mayor medida que  los esfuerzos únicamente individuales.

En este camino que ahora se llama Educación Permanente -  antes se llamaba Educación de Personas Adultas, o simplemente Educación de Adultos -  siempre se entendió como el más necesario de los objetivos el imbuir a nuestro alumnado de ese modelo de trabajo de investigación participativa, de esa filosofía cooperativa.

Quizás por eso, para buena parte del colectivo profesional con más años de experiencia, resultan tan frustrantes y tan difíciles de aceptar, los empeños recientes de las administraciones educativas  en derruir el modelo colectivo, global, grupal de aprendizaje, y apoyándose en la necesaria modernización de las estructuras educativas,  sustituirlo por otro edificio pedagógico basado  fundamentalmente en el trabajo individual y  las plataformas  virtuales donde el itinerario personal se impone sobre el esfuerzo colectivo, donde la transformación del entorno deja de ser objetivo y se bendice la competitividad individual ante un mercado de trabajo cada vez más insolidario.


Así pues, Fe y Rosita se hicieron cargo, de motu propio, de repetir y digerir  las secuencias, de masticar las habilidades para la collera más veterana,  de traducir los apuntes jeroglíficos en rutas más concretas con tanta dedicación que a veces hasta se prestaban a sustituir los dedos de los interesados si el profesor no lo advertía, para de esa manera hacer más rápido el proceso. En esos momentos debía yo,  el docente,  reprender a las “tutelantes”  para aplicar la teoría pedagógica que asegura que "no hay aprendizaje sin experiencia personal”. Pero, matizo,  en la mayor parte de los casos era mejor inhibirse porque  la solidaridad crea vínculos afectivos que van más allá  de la informática, de las paredes del aula  y que servirán para toda la  vida.

Y así fue. Hubo un momento en que se evidenció que el aprendizaje informático de  Luis y Pepe estaba rozando su límite y que por más ayuda, explícita o subrepticia, que recibieran no llegarían a utilizar de motu propio lo de las configuraciones personalizadas, ni el correo electrónico y que ni siquiera encontraban divertido eso del Messenger porque le implicaba un nivel de atención que hacía mucho tiempo habían decidido dedicar a   cuestiones más prioritarias en sus vidas.
Sin embargo, les resultaba fructífero y motivador el encuentro con el grupo, que siempre tenía tiempo para escuchar sucedidos que se perdían en el tiempo antes de que hubieran nacido sus compañeras,  historias para las que el grupo siempre tenía como mínimo una sonrisa. También para las más jóvenes, aquel contacto con la generación ya casi extinta que representaban Pepe y  Luis, el contagio de sus valores y su memoria representaba un  tesoro inesperado. Para ellas, Pepe y Luis, eran un obstinado piquete informativo que les incitaba a tomar partido, a participar en las movilizaciones clásicas como las manifestaciones o las huelgas generales, a votar “con conciencia”  o a participar en las recién iniciadas movilizaciones contra los desahucios.

Resultaba particularmente entrañable  a Pepe, renegando de la escasa voluntad del ayuntamiento en solucionar el problema de ascensor,  colgado del brazo de Rosita para bajar  la empinada escalera, mientras Fe le llevaba las muletas y  el bolso escolar. La cabalgata llegaba diariamente hasta el cuarto de baño  para que  Pepe pudiera aliviar necesidades físicas urgentes. En la puerta, Luis sustituía a Margari mientras Pepe se deshacía en parabienes.

-         De nada, Pepe – contestaban ellas que, a veces, hasta  esperaban en la puerta la salida de los caballeros para despedirse hasta la próxima sesión
-         Ahora me toca a mí – tomaba el relevo Luis abriéndole la puerta y agarrándolo del brazo – Yo te meto aquí, te ayudo, te acompaño, pero te la sacudes tú solito.

Tiempo adelante, Pepe ha cambiado sus muletas por una silla de ruedas y ya no sube a la planta superior; Luis ha faltado alguna temporada por algún problema de salud;  Fe ha cambiado el Centro por la piscina pero Rosita sigue acompañando las aventuras de Luis y Pepe cuando vienen al taller literario, pero ese devenir merece  ya otra historia.





Amor y Serotonina










Desde que empezamos en esto de la Educación Permanente, puedo listar y recordar  un sinfín de parejas,  de novios o de hecho, de  matrimonios,  que acudían amorosos a las clases de cualquier plan o nivel.  Con diferencia,  era en el nivel de alfabetización donde menudeaban más estas colleras aplicadas. Durante muchos cursos, la asistencia del conyugue de algunas alumnas  fue casi nuestra única fuente de alumnado masculino.  El paso de tiempo y el cambio en las conciencias fue trayendo a nuestro centro a otros hombres,  más motivados ellos  por el aprendizaje solidario y transformador  que por la cultura  de reñidero que se cultiva en  los bares,  hecha de fútbol, machismo, pasiva indignación y  toros. 

Entre aquellas parejas primitivas recuerdo a Rosa y El Pistolo, ambas suficientemente descritas en relatos anteriores;  Carmen y José – eterna iletrada,  generosa de sonrisas, ella; sordo profundo, rey de las sumas y las restas, él – Juan y Milagros,  Pepe y Milagros…
También en los niveles más altos – Pregraduado,  Graduado Escolar… - aterrizaba de vez en cuando alguna parejita joven y con frecuencia asistíamos a  sus primeros embarazos con el alborozo de recibir los primeros hijos  de nuestro Centro. En muchas ocasiones sospeché  que la elaboración de los trabajos que se encomendaban en la clase había pasado a ser, cómo no, parte de los deberes  que la parte femenina de la pareja, como norma general,  debía asumir   por los dos.
Y con frecuencia veíamos formarse allí mismo ante nuestras narices pedagógicas, unas solidarias parejas que, en una primera época se cruzaban fogosas miradas y risas a destiempo y que,  más tarde,  cuajaban como nuestros primeros enlaces: Domingo y Mercedes, Paco y Mercedes, etc…

También, cuando la Informática dejó de ser un “taller”  para incorporarse al listado de planes “serios” del Centro, cuando superamos lo que he llamado en una historia posterior “la  prehistoria digital del centro”, aparecieron  las primeras parejas deseosas  de alfabetizarse  juntos en la tecnología moderna. Casi siempre había una que arrastraba al otro deseosa de brindarle una oportunidad  de hacer algo nuevo juntos o de ofrecerle  un reto con el que aliviar soledades, paliar depresiones o, cuando menos, retrasar  senilidades. A veces,  uno de ellos sufría una discapacidad más o menos grave – visual, auditiva, motora…- y la presencia del otro o de la otra le suponía un báculo imprescindible. 

Y también, en la mayoría de los casos, la principal motivación  solía estar en la búsqueda de canales más continuos y más económicos de contactos  con la parte de la familia  a la que la primera crisis, la de los años 80, había alejado del hogar y repartido por el mundo. Las llamadas telefónicas nunca eran suficientes  en número ni en calor  y las cartas manuscritas – aún existían, qué tiempos aquellos -  sólo llegaban en Navidad.

Así, pupitre con pupitre, ratón contra ratón,  persiguiendo ese puente de comunicación,  pasaron por las aulas Paco y Milagros, Isabel y Alfonso, Pilar y Luis, Juana y Antonio, Rosa y Manuel,  etc…

Beli y JJ respondían a este perfil en casi todo y  tuve la suerte de que me tocaran justamente a mí, en mis grupos, durante dos cursos consecutivos. Su ejemplo se me ha quedado muy grabado.  El azar los colocó entre un grupo de mujeres mucho más jóvenes y bullangueras que, por conocerme de otros momentos académicos o por ser vecinos de barrio o militantes de la misma generación,  me trataban con una confianza y un desenfado que a la pareja  veterana  le producía cierta confusión. 
Los recuerdo en tercera o cuarta fila haciendo inútiles esfuerzos por percibir lo que se proyectaba delante. Eran los primeros cursos en los que el proyector empezaba a sustituir a la pizarra y la tiza  era desterrada de las explicaciones  sustituida por la pantalla y el puntero laser. 
Para  quienes aspiramos a  dinamizar procesos educativos,  el  lenguaje corporal, su expresión y lectura, es tan importante como el verbal o el escrito.  A veces, durante una explicación en la pizarra o en la pantalla, alguien alterna las miradas nerviosas al reloj de pulsera y a la pantalla. Sólo un conocimiento  más profundo de la persona y del contexto nos podrá dar su interpretación correcta  pero estos gestos  pueden significar : “ Hay que ver para que servirá esto,  con la de cosas que tengo que hacer en casa , aquí estoy yo…” , o quizás  “ Esto ya lo sé, porque me lo explica otra vez, con la de cosas que tengo que hacer en casa”  o “Por Dios que cada día estoy más torpe,  que no me entero de ná,  con la de cosas que tengo que hacer en casa”.

Beli me miraba a mi mucho más que a la pantalla y JJ fruncía los ojos y observaba  de reojo el cuaderno vacío  de apuntes de su mujer esperando  que ella anotara  alguna cosa poder copiar algo en algún momento.  Quizás Beli buscaba comprensión  con esa mirada que no se apartaba de mis ojos por más que yo señalara la pizarra,  la pantalla o la ventana y se excusaba  por una torpeza  - infundada, por otra parte como ya veremos -  que le  servía de bandera y de escudo. Esperaba, por otra parte la intervención de JJ, unas palabras que hicieran inteligible el galimatías que yo le estaba formando con mis palabras. Pero JJ,  aunque  no veía un pimiento,  no tenía aún  la confianza suficiente como para pedirme que repitiera más despacio o que aumentara el tamaño de la letra en la pantalla. 

Una vez intuido todo esto, para tranquilizar a Beli me bastó con acercarme   a ella, dar dos pasos en su dirección y hablarle directamente a los ojos, decir varias veces su nombre y sonreír.  Cuando, al tercer o cuarto día, me coloqué  junto  a su mesa  y  toqué su mano como si fuera el ratón de un  ordenador mágico,   con la levedad de quien se acerca  por vez primera  vez a acariciar a  un gatillo asustado y   cuando, como respuesta,  ella envolvió la mía con las suyas, el pacto de confianza estaba firmado y ya no noté más miedo en su mirada.  El problema de JJ,  que había estado al loro de “mis manitas” con su pareja,   fue más fácil de resolver. Bastó reservarles dos sitios delanteros y aumentar hasta el ciento cuarenta por ciento el zoom del proyector para que recuperara su confianza  y empezara a ejercer de traductor hacia Beli.

No presumo de conocer recetas para cada caso, ni mucho menos. Treinta años de docencia no me han aportado un repositorio de soluciones pero me han ayudado a desarrollar una intuición cuando menos muy valiosa y una casi insolente  voluntad de  experimentar recursos.  
No hay reglas de tres pedagógicas,  ni  ecuaciones de donde despejar las incógnitas conductuales, ni siquiera fórmulas  donde incorporar datos objetivos para obtener soluciones didácticas.  No se trata de conocer un inmenso listado donde se postule “Si la alumna hace cual,  el profesor debe hacer tal”.  Mi insolencia consiste en ir probando y evaluando de manera colectiva el nivel de éxito o fracaso. Lo único obligatorio es  reconocer la necesidad de observar, de ser observado  y observarse y fomentar  la voluntad de corregir, ser corregido y  corregirse. 

Mientras anduvimos trabajando sobre los ejercicios simples de los primeros programas de entrenamiento, sobre todo “Mueve el Ratón”,  la pareja iba defendiéndose mal que bien y seguía mal que bien,   con  la  respiración asmática del último del pelotón, el ritmo del grupo. Pero cuando pasamos  a las complicaciones del Sistema Operativo, las carpetas, los archivos, las ventanas, subir, bajar, guardar, cerrar, mover… o a las posibilidades del procesador de texto,  volvió la marejada a sus ánimos.  Para colmo, algunas faltas de asistencia salpicadas en las densas primeras semanas complicaron su excursión  a la Tierra  Media de los Bytes.

Y además, Beli tiene fibromialgia. Muy de vez en cuando,  la fatiga crónica y los dolores musculares le ganaban la partida a esa alegría que irradiaba y con la que nos contagiaba cada día.  En esos días era fácil intuir su estado mirándola al fondo de los ojos, controlando el rictus de su boca y buscando las señales que nos indicaban que  estaba allí, en clase, porque su voluntad podía  más que su enfermedad pero que,  en esas ocasiones, su concentración no llegaba para atender a la pizarra y a sus dolores al mismo tiempo.  Necesitaba ir con frecuencia al médico para sus revisiones y para actualizar los tratamientos paliativos del dolor y en esos días las faltas de asistencia eran  solidarias, comunes, pues JJ parecía  no despegarse ni un momento de ella y de su fibromialgia  y se deshacía de puro dulce, de puro cariñoso, de puro amante. Cuadro de texto  10

Pero para él,  en esos días de dolor, los iconos de la barra de herramientas del procesador  visibles en la pantalla del profesor  al aumentar la resolución hasta el infinito, desaparecían en la pantalla de su propio monitor sin que Beli, confusa y dolorida, pudiera ayudarle a rescatarlos señalando con el dedo.

La inestimable colaboración del grupo,  que los envolvía en una gigante corriente de afecto,  unida a su voluntad solidaria por relevos – ahora Beli, ahora JJ – les permitió  llegar hasta el final  en la gestión de la mensajería y del correo electrónico,  meta instrumental del primer nivel.

Cuando acabaron este primer nivel, yo estaba convencido de que  a diferencia de la mayoría del  resto del grupo, Beli y JJ iban a necesitar repetir el curso  en vez de promocionar con los demás al segundo nivel. 
  En  esta época los cursos de Informática eran trimestrales y  para dar respuesta a la gran demanda que tenían y aún tienen, habíamos reglamentado que cada persona  demandante podría hacer dos trimestres, uno cada curso escolar. La mayoría de las personas promocionaba al segundo nivel pero en algunos casos recomendábamos que se utilizara el segundo año para repetir el primer nivel y así afianzar las destrezas más básicas. De todos modos,  en todos los casos dejábamos abierta   la puerta del segundo nivel por  si durante  el periodo que iba de un curso al otro  la persona  “se ponía al día” con la práctica  personal.

Yo soy lo que se llama un maestro “jartible” de los que no deja en paz a sus alumn@s ni siquiera en vacaciones. Me creo que eso de que la educación permanente es para siempre como afirmaba Perogrullo.  Por eso me gusta  ofrecer recursos incluso para quienes ya no figuran en las listas oficiales, “retribuidas”, tareas   para que sigan practicando en casa cuando se interrumpen  o incluso cuando se acaban  las sesiones escolares.

Cuando aún no teníamos el blog,   les retaba a través del correo y los grupos de mensajería para que hicieran búsquedas por internet, para que inventaran o resolvieran enigmas o adivinanzas y de esta sibilina manera comprobaba quiénes hacían progresos y me seguían el juego.

Durante el periodo que pasó entre un curso y el siguiente – un  año en la práctica -  fui testigo de los esfuerzo de Beli y JJ. Siempre contestaban a mis correos o me saludaban por el Messenger. Así pude comprobar que se esforzaron en afirmar y dominar  todo lo que habíamos aprendido en clase. ¿Cómo lo hicieron?  Quiero pensar que en todo esto estuvo presente la voluntad de hierro de JJ, su tenacidad de obrero industrial,  intentando las cosas mil y una veces,  dando cabezazos contra la muralla de la informática hasta que se abría  la puerta de la solución. Y también seguro que sirvió la fortaleza de Beli para caer y levantarse, su capacidad para sentirse satisfecha cuando se avanza dos  pasos aunque hubiera  de  retroceder uno  para ganar impulso.
Con esas herramientas en la mano era normal que progresaran y que cuando llegó la hora de elegir a qué nivel adscribirse, me sorprendieran con ese cambio tan radical, que se hizo evidente en el trabajo diario: su participación en la clase haciendo preguntas, propuestas, etc... era mucho mayor que el curso anterior  y, de vez en cuando,  hasta se permitían  asesorar a aquellas mujeres más jóvenes que el  curso  anterior habían sido sus compañeras “aventajadas” para sorpresa de ellas y mía.

Cuando empezamos a trabajar en la construcción de los blogs personales, JJ ya se soltó el pelo destacando de manera notable  en el grupo. Su blog era el que más avanzaba y él festejaba su progreso en las entradas y comentarios. Además, no olvidaba poner  toda la ternura del mundo en guiar el trabajo de Beli.  En bastantes ocasiones, si algo se nos  quedaba atravesado  - una ruta, una secuencia, una manera de insertar, etc… - no era infrecuente que JJ comentara en la introducción de la clase siguiente, en ese rato de risas, comentarios, evaluaciones informales que hacíamos cada día mientras llegaban las rezagadas ( llevar los niños al cole, el tráfico….):

- Ya solucioné aquello de …

Y nos explicaba con orgullo legítimo, cuál era el fallo cometido y cuál el remedio o la ruta descubierta. Sus explicaciones me permitían extender el repaso  a toda la clase y poner en valor el necesario trabajo personal y autónomo.

Experimentar, errar, borrar, de nuevo experimentar, errar un poco menos, volver a  borrar, volver a experimentar, acertar, guardar y otra vez  experimentar…

Con el paso de las sesiones, los blogs de Beli y JJ crecían  con las nuevas aportaciones con que sus creadores los adornaban – textos, fotos, videos,...- y yo iba a verlos cada noche casi en secreto, sabiendo que su elaboración era solidaria y en comandita como todo en su vida. Sin embargo,  aquella intuición de la que hablaba un poco más arriba me decía que algo pasaba: la alegría  de los ojos de JJ  - la  misma que a esa altura del curso teñía  las palabras nerviosas  de muchas de sus compañeras alborozadas por la adquisición de unas destrezas nunca imaginadas - cada vez era más potente,  pero en Beli parecía crecer “el lado oscuro”,  una cierta ausencia en la mirada.

[Aquí debo incluir  un inciso reflexivo para amantes de la pedagogía parda. Que lo salten quienes quieran más literatura y menos didáctica. El relato prosigue más abajo en el párrafo que comienza: “…eso, ese pentecostés iniciático aplicado a la informática, era lo  que les estaba ocurriendo a JJ y a sus compañeras”.

En el aprendizaje de cualquier destreza que requiera  dosis equilibradas de conocimientos más o menos teóricos y habilidades prácticas– la lectura, la escritura, el cálculo,… -  hay una secuencia de fases similares.

Hay  en primer lugar una fase árida, terriblemente lenta que en la lectoescritura,  por ejemplo,  supone el reconocimiento de las grafías de las letras vocales, su caligrafía repetida y la memorización de su carga fonética. Es una fase  que sólo se puede aliviar con mucha  aproximación motivadora hacia  las personas que se someten al proceso y con el despliegue de un abanico de recursos variados  para realizar esta tarea primigenia, repetitiva, dura y  necesaria.

Más adelante  comienza una fase mucho más significativa con el uso de las palabras generadoras. Con su codificación y descodificación podemos, puede la persona y puede el grupo crear nuevas palabras y se produce la lectura emotiva, la que toca el alma: el nombre propio, el de los hijos e hijas, los lugares, los seres cercanos…

Y más tarde aún, con la mochila de lo aprendido a base de repeticiones y descubrimientos, surgen las frases, la plasmación  de las ideas personales por escrito por primera vez en la vida, la expresión del acuerdo y del desacuerdo, del amor y la propuesta,  la lectura del mundo: el periódico, las cartas, los carteles, etc…

Pero son necesarias  muchas más  jornadas, más práctica,  mucho más esfuerzo para que la destreza lectora o la capacidad escritora  nos permita captar o modelar  el humor, la tristeza o expresar la alegría  o el ansía.  Y es en ese momento mágico cuando aparece en los ojos el alborozo,  un  brillo especial en la mirada  porque se aprehende el mecanismo  intrínseco, como si hubiera desaparecido la piel del animal lectoescritor  y se pudieran  ver sus órganos. A partir  de ahí,  se sabe con el corazón que el acto de leer  y escribir es  algo más que recitar o unir vocales y consonantes. Sientes, en cierta medida,  que la palabra te pertenece. 

Y toda esta disgresión didáctica iba a que eso…]

…eso, ese pentecostés iniciático aplicado a la informática, era lo  que les estaba ocurriendo a JJ y a sus compañeras, que sentían dominadores de las destreza básicas y empezaban a balbucear el lenguaje del SO y de los programas que usaban.  Ya habían interiorizado que para realizar tareas con el ordenador no bastaba  con seguir una secuencia que se copiaba de la pizarra, que había que poner en práctica todo lo aprendido y sobre todo: Experimentar, errar, borrar, de nuevo experimentar, errar un poco menos, volver a  borrar, volver a experimentar, acertar, guardar y otra vez  experimentar…


Y entonces, se rompía el discurrir tranquilo de las clases iniciales, el ritmo homogéneo y se formaba un guirigay  colectivo donde cada persona parecía ir a su bola y todo eran llamadas de auxilio entre unas y otras: “¿Por qué me ha pasado esto?” “¿Me se ha borrado todo?” “¿Dónde está mi….?” “¡Juan, corre, ven, que mi ordenador se ha vuelto loco…!” y Juan corría desesperado apagando fuegos  en medio de esa atronadora ausencia de silencio  que me  recordaba de las clases de alfabetización  [….El diálogo imprescindible, inagotable, insustituible, insoportable, terrible, amable, imposible, memorable, sensible, saludable, apacible, intolerable,     es la sintonía , la banda sonora que hace horizontal la película de nuestro aprendizaje diario…]   allí,  en aquella pradera pedagógica estaba floreciendo de nuevo  el aprendizaje colectivo y participativo, la capacidad de las personas libres para elegir su propio itinerario formativo.


Pues bien, allí en medio de aquel nuevo asalto místico-digital colectivo que me llevaba al Parnaso de los Docentes observé de repente  que Beli lloraba silenciosamente.  Y su llanto me trajo de vuelta al reino mortal de la docencia. Había quitado las manos del teclado y ya ni siquiera miraba al monitor. Se había situado en escorzo contrario a la posición de JJ para que sus lágrimas no interrumpieran la tarea que lo tenía tan sonriente.


Habíamos estado colgando vídeos en los blogs, dando pasos desde la selección del vídeo,  el acceso al blog  y su barra de herramientas hasta el incrustado vía  código embed del elemento  seleccionado previamente  en un gadget de códigos HTML (¡Toma ya!) La tarea, así definida,  parecía sumamente compleja, nos sentíamos  casi cirujanos digitales. 

No sé en qué  momento se perdió Beli, en qué parte de la ruta se soltó de mi guía docente y  de la mano samaritana de JJ. Quizás hubo un instante  en que los dolores  pudieron más que las sonrisas y le hicieran olvidar cosas tan simples como su contraseña o tropezó con el escalón de la críptica  escritura de la arroba  y la ruta, vista desde la silla de Beli,  se volvió tan  larga como el Camino de Santiago.

Tampoco yo, bombero hiperactivo en aquella sesión,  demasiado ocupado a la sazón  en crisis informáticas simples, me pude percatar del llanto de Beli hasta que alguien me avisó con un movimiento de cabeza y un gesto preocupado:

- ¿Qué te ocurre Beli?
- Que no me entero de ná, Juan – dijo intentando abortar  una nueva  ráfaga de hipos y lágrimas.
- ¿De qué no te enteras, dónde te has perdido? – volví a preguntarle en la esperanza de que solo fuera otra crisis más de aprendizaje de las que ya se había resuelto mil en la última hora.
- De ná, Juan, de ná. Que no me entero de ná. Que yo no me aclaro con esto. Que veo a todo el mundo riéndose y en lo suyo y yo aquí, mas atascá  que el  bajante de una casa vieja.

 La metáfora me hubiera hecho reír en otro momento. Pero la intuición  me gritaba  que era el momento de parar la clase.

- Todo el mundo a los pupitres que os quiero explicar un par de cositas.

No sé si lo he dicho ya. El aula de informática que yo suelo usar tiene pupitres mirando hacia la pantalla que cuelga de la pared frontal que me permiten dar las explicaciones previas y luego los puesto de ordenador en una U contras las restantes paredes.

Mientras los demás se recolocaban, observé los lentos movimientos de Beli que se levantaba con esfuerzo y dolor. JJ se había percatado ya de la intensidad de la crisis y la envolvía de mimos, separándole la silla, tomándola del brazo, etc…

Miré el reloj. Apenas quedaban diez minutos para acabar. Lo suficiente para dar un nuevo empujón de motivación,  pensé.

- Lo que hacéis hoy no es simple. La mayoría de los jóvenes y los niños a los que admirabais al empezar las clases por “su conocimiento informático” no tiene ni idea de nada de lo que vosotros habéis aprendido y ya hacéis cuando…. 

Beli tenía los ojos bajos y JJ le acariciaba la mano. Seguí y seguí hablando hasta que llegó un momento en que supe que estaba diciendo pamplinas, que me sonaba hueco  hasta a mí mismo.  Paré bruscamente  aquel parloteo absurdo que no alcanzaba a quién realmente lo necesitaba, al corazón cansado de  Beli.

- Vamos a terminar por hoy  - dije reprimiendo un suspiro

Sé que no es profesional pero no podía hacer otra cosa. Cuando Beli se levantó  me acerqué  a ella, la abracé y le di dos besos. No recuerdo mis palabras ni las suyas pero sé que me regaló su más preciosa sonrisa.

Durante las siguientes sesiones no acudieron a clase. Lo comentábamos con preocupación mientras clavábamos las miradas en aquellos pupitres delanteros que ya les pertenecían y ahora estaban dolorosamente  vacíos.  Al tercer día decidimos llamar. ¡No queríamos imaginar el final del curso sin su presencia! 
Según la versión de JJ sólo habían sido casualidades: médicos, visitas y otros compromisos. Tampoco preguntamos demasiado sino que los besamos entusiasmados  cuando aparecieron  de nuevo semanas más tarde ya vestidos de verano, verano.

Beli y JJ terminaron con ilusión su segundo nivel y de ello dan fe sus dos blogs aún colgados en la red, y en los que dejaron sus consejos para vivir la vida con fibromialgia o sin ella, con la vista corta y las uñas largas. 
¿El secreto? Según Beli y JJ, amor y serotonina. 




La comunidad del @nillo




LA COMUNIDAD DEL
@NILLO


E
s raro que tras dos  trilogías de películas de gran  éxito comercial y un montón de secuelas, cómics, juguetes, etc..., alguien no conozca la obra de J.R. Tolkien, “El señor de los Anillos” pero por si acaso dejo aquí esta sinopsis para que quienes se acerque despistados a este capítulo entiendan el título con el que me decido bautizarlo.
La primera parte de la más conocida obra de Tolkien titulada “La comunidad del Anillo”,  trata de la formación de un grupo de seres de distintas especies -humanos, hobbits, elfos y enanos- que deciden colaborar para destruir un anillo mágico llevándolo hasta los fuegos imperecederos del Monte del Destino.  Resulta particularmente llamativo el encuentro de sus distintas culturas, historias, motivaciones, etc... Quien quiera saber más que lea la obra porque yo en realidad lo que quería contar era otra cosa.
Los grupos humanos, sean para el aprendizaje o para  otra cualquier tarea,   no son tales grupos por la simple coincidencia física de sus miembros en el tiempo y en el espacio. No. Las agrupaciones casuales  de personas no pasan a ser grupos    hasta que toman conciencia de que tienen metas comunes y que la consecución de sus objetivos personales - que son diferentes -  no será posible sin que, al menos,  se camine  tras los sueños  colectivos.  En la educación de personas  adultas  esa aseveración ha sido un axioma durante mucho tiempo.
A través del proceso de matriculación,  las personas expresan sus preferencias personales (qué quiero hacer, dónde puedo hacerlo, cuándo puedo hacerlo) o lo que sería lo mismo plan,  local y horario.  Si la oferta del centro lo  posibilita, cada  persona terminará formando parte de una comunidad  desconocida y azarosa sin otra coincidencia colectiva que una afinidad en las  demandas comunes sobre el  qué,  el dónde,  y el cuándo.
Cuando, a mediados de los 80,  empezábamos con  la alfabetización instrumental, al estar nuestros centros dispersos por los barrios y formar los grupos de aprendizaje con personas de un perfil   similar -mujeres mayores, del mismo barrio y  niveles socio económicos parecidos- era muy fácil que muchas de las integrantes resultaran personas conocidas lo que, en general,  facilitaba la integración grupal aunque,  en algunos casos,   los menos,  la aparición de viejas rencillas o historias  negras de familia o vecindad,  torpedeara el acercamiento.
De todos modos las personas que formaban la primera lista de alumnas no pasaban a ser un grupo hasta que la acción pedagógica no se ponía  en marcha hacia ese objetivo. El profesor o la profesora debía tener en cuenta que la cohesión grupal no era un efecto inmediato de la proximidad física en el  aula,  sino un objetivo que había que prever  en la planificación de las sesiones y desarrollar una serie de actividades que lo facilitaran: el diálogo respetuoso y organizado, las técnicas de conocimiento y cohesión grupal o, si todos los remedios pedagógicos fallaban,  la infalible merienda o desayuno colectivo.
En muchos casos había que provocar el “big bang” de la mentalidad colectiva,  transformar el propósito inicial de  las “Mercedes” primigenias- “porque yo a lo que vengo aquí es a leer y a escribir”- para evidenciarles que el aprendizaje individual e insolidario no sólo  no casaba con la oferta que le estábamos haciendo sino que además era didácticamente poco útil para ellas. 
Lo nuestro,  aquello que se reflejaba  en el diseño curricular  del año 85, era la  apuesta por la transformación de la colectividad desde el trabajo individual y colectivo.  Rechazábamos que el aprendizaje fuera un reparto de clases particulares a un grupo numeroso, donde cada persona  tocaba a diez o doce personales minutos diarios de lectura. El grupo es una caja de resonancia que multiplica los aprendizajes individuales porque fortalece la autoestima, comparte los éxitos y minimiza los fracasos.
Afortunadamente a poco que el profesor o la profesora pusieran de su parte, la lista de alumnos se convertiría en un grupo cohesionado cuyas fronteras de solidaridad traspasaban con rapidez y facilidad las paredes del centro y se extendían hasta el barrio y a otras parcelas de la vida de las alumnas: salían a caminar juntas y  se seguían viendo durante las vacaciones,  por ejemplo.
También es cierto que había una parte del profesorado que veía con malos ojos tanta solidaridad grupal y juzgaba este factor como elemento de freno en los aprendizajes: “Se copian y no avanzan” decían algunos, “Charlan demasiado”, apuntaban otros. En este ambiente horizontal y democrático que fomentaba nuestra visión educativa basada en la pedagogía popular, el rol  clásico del profesor o la profesora – la enseñanza bancaria, la clase orientada hacia la tarima magistral... -  se difuminaba hasta crear, entre otros,  problemas de autoestima profesional en algunos elementos de nuestro claustro.
Otro problema o  quizás el efecto más  ambiguo que provocaba esta cohesión grupal que tanto se daba en los grupos de barrio, era que el grupo pasaba a ser un objetivo en sí mismo y que para la mayoría de las alumnas de estos grupos  los objetivos de aprendizaje, crecimiento personal, colectivo , etc... se abandonaban con  excesiva frecuencia ante la perspectiva de tener que cambiar de grupo para seguir su itinerario formativo personal.  Era tan placentero estar en un grupo que fortalecía la autoestima, que te conocía y apreciaba por tus valores que muchas alumnas preferían eternizarse antes que abandonar la comodidad para  lanzarse a un nuevo nivel de formación.
Cuando la promoción era mayoritaria en el grupo apenas había problemas pero cuando se trataba de la salida de uno o dos elementos menudeaban los  abandonos por  frustración.
Esa inmovilidad también se contagiaba a la organización funcional del Centro que a menudo veía como los horarios en  determinados centros y determinados niveles terminaban por estar eternamente copados por el mismo alumnado y, en muchos casos,  por el mismo profesor. Parte del profesorado,  es cierto,  terminaba también afectado por esta esclerosis docente y  organizativa.  Generaba mucha comodidad tener durante varios cursos el mismo grupo, las mismas personas repitiendo más o menos el mismo tipo de actividad.
Para terminar de rizar el rizo, la posterior limitación de cursos de matrícula  en la  Formación  de Base y  la imposibilidad de seguir estudiando la secundaria en el mismo centro terminó por generar “tapones” en determinados niveles  pues pocas personas  aceptaban de buen grado trasladarse  a unos IES donde ni los horarios, ni la metodología ni los objetivos, coincidían con las demandas de este sector poblacional acostumbrado al confort de los grupos cohesionados de Formación Instrumental Básica.

Aunque esto haya sido -  y aún perviva  en cierta manera - uno de los problemas funcionales de  más calado de nuestros centros, sigo sin dudar en la convicción de que la Educación Permanente no puede ser solamente  la suma de los itinerarios individuales de nuestro alumnado.
 Si olvidamos la acción potente de los grupos y la necesidad de transformación ejercida por estos, estaremos convirtiendo los Centros de Educación Permanente – herederos del Programa premiado por la UNESCO por su contribución al desarrollo comunitario -  en archipiélagos  de pupitres aislados y convirtiendo a las personas que los ocupan en solitarios náufragos sociales.
La potencia del trabajo grupal y de la cohesión colectiva también se demostró antaño en planes que fueron limitados en los años de permanencia como los destinados a obtener titulación (Graduado o Certificado, el MAREP, los de Educación Vial, etc.)
En estos grupos también se practicó -y se practica- un tipo de enseñanza basada en la acción grupal.
Quizás mi crítica más severa a los cambios últimos que desde la administración se imponen para  los Centros de Educación Permanente sea que esa “titulitis” enfermiza para acercarnos a los niveles educativos europeos, ese exceso de plataformismo digital, ese intento de homogeneizar lo que había sido rico precisamente por heterogéneo, haya perdido de vista la tarea grupal , la necesidad de convertir las listas de alumnos y alumnas en grupos de personas solidarias y los itinerarios personales en rutas de crecimiento colectivo y apoyo mutuo.
Los planes estrella, los prioritarios, hoy por hoy, están diseñados para el trabajo personal y solitario obviando, en su mayor parte,  los mecanismos de solidaridad colectiva.  Por eso se convierten con frecuencia en un sálvese quien pueda: en lugar de formar personas competentes en la mayoría de las ocasiones  sólo generamos individuos competitivos.

Bueno pues volviendo de nuevo a la historia que nos ocupa en este capítulo, las listas de Informática agrupan a personas que han solicitado un similar qué, un parecido dónde y un semejante cuándo pero que no pertenecen al mismo barrio pues vienen de cualquier parte de la ciudad; no responden al mismo perfil pues los hay de todas las edades, niveles instrumentales y de formación etc... Los únicos criterios que seguimos una vez recogidas todas las solicitudes son los preceptos legales de selección y las necesidades alfabéticas de ordenación con lo que los alumnos y alumnas que están inicialmente en una lista son auténticos islotes de aluvión heterogéneo.  Cuando es posible se intenta colocar juntas a las personas que así lo quieren e indican – parejas, vecinas, amigas, etc...-  pero no siempre es posible hacer coincidir los deseos con las plazas y las matrículas.
Por eso la acción dinamizadora mía fue particularmente  necesaria al principio del trabajo con aquel grupo de Iniciación a la Informática  Nivel II en el que entre otras estaban por ejemplo Lola, Belén y  Javi que eran más o menos de mi generación; Gracia y María José, otras dos componentes,  eran las mayores del grupo, pero en la práctica, sólo coincidían en eso y en una cierta dosis de sangre alicantina en sus venas.
Gracia había sido maestra de primaria en activo hasta pocos cursos atrás, y aunque manejaba el procesador de texto con cierta soltura, ignoraba todo lo que la informática podía aportarle.  Las vueltas que da la vida: en ese grupo y alguno otro más  había maestras que habían impartido clases de EGB y Primaria en esas mismas aulas y que  cambiaban de lado en los pupitres para aprovechar su tiempo de ocio jubilar  adiestrándose en las nuevas tecnologías.
María José, al contrario de Gracia, presumía con sarcasmo  de tener currículo similar  al de  aquella reata de  burros que, allá por los años 60,  llevaba la arena desde la playa hasta donde fuera menester, mientras los niños con los que se encontraba les hacían el cortejo cantando con burlona  ignorancia: “¡La escuela Pinto, la escuela Pinto” en alusión a una pobre institución educativa local regentada por un profesor con dicho apellido, Don Juan Pinto Salas, allá por la calle Meleros. Sin embargo, gustaba de leer, ver documentales y cocinar y se le había metido entre ceja y ceja aprender a manejar aquél trasto que tenía en su casa pero al que apenas sabía algo más que sacarle polvo. María José era tozuda y al principio tenía, al menos para mí, un puntito ácido que me echaba para atrás porque cuestionaba para qué servía cada una de las cosas que íbamos aprendiendo y sobre todo le molestaba la repetición de las tareas.
 Venía y colocaba el casco de la moto en un rincón de la mesa y, de vez en cuando, saltaba una de sus puyas que nos hacía reír a carcajadas por muy seria que las dijera.
Cuando hizo el curso anterior, el de nivel inicial,  no aguantaba los ejercicios en los que había  textos que mecanografiar. Se sentaba en una de las mesas que hacían punta y siempre le faltaba espacio para mover aquél maldito ratón de sus tormentos.
 Le costaba muchísimo encontrar las letras en el teclado y le parecía una tontería copiar apuntes o inventar frases.  Su ortografía y su sintaxis eran horribles, pero, en las pocas veces que escribía, se asomaba un genuino sentido del humor. 
María José también estaba jubilada y se dedicaba a “trabajar mucho  en casa” cuidando a su familia.
Tras ellas frisando los cincuenta, Lola y Belén, también la noche y el día.
Lola,  fuerte, abigarrada, acostumbrada a trabajar con la granja y los animales por los que se notaba sentía pasión. Con los pies en la tierra, parecía vivir en su burbuja alrededor de su ordenador pero siempre estaba al punto de lo que hacían sus compañeras por derecha e izquierda, para corregirlas y guiarlas por las rutas que ella sí, captaba con facilidad.
Belén,  de carácter templado y tranquilo, sonriente, despidiendo paz, dejándose querer y cuidar  por sus amigas.
Y en el último rincón, el último pupitre, escondido como si le diera pudor estar allí, Javi como único participante masculino de la expedición aguantando las invectivas correspondientes.  Javi, además, el más joven del grupo, aunque hacía tiempo que dejó atrás  la cuarentena. Javi,  que en los primeros días parecía una esfinge barbuda de puro callado y al que tuve que integrar en el grupo exponiendo al colectivo nuestra amistad pasada y obligándolo a manifestarse. Javi,  que fue durante mucho tiempo casi empleado de COMES  y  por otro puñado de años, obrero de la reprografía y que ahora estaba ya retirado de los tajos por una inoportuna lesión. Javi, en definitiva, al que había tenido que cazar casi a lazo por la calle y comprometer una y  otra vez para que viniera al Centro.

La mayoría, excepto Gracia y Javi, creo recordar, había realizado el curso anterior el primer nivel y, por tanto,  ya tenían cuenta de correo propia y sabían abrir los programas más básicos y el Messenger y además con bastante profundidad porque el grupo asimilaba con rapidez.

Quizás por eso cuando empezamos el segundo nivel era el grupo más propicio para experimentar una idea a la que ya andaba dando vueltas desde hacía algún tiempo pero que aún no me había decidido aplicar: se trataba de hacer girar el segundo nivel alrededor de la creación de un blog personal de cada alumno.
Hacía muy poco,  quizás en el primer  turno de ese año, habíamos puesto en marcha el blog “La Ar-blog-leda Perdida” y había resultado una experiencia interesante que cada alumno hiciera una crónica de lo que se hacía en cada clase e incluso enviaran fotos y comentarios acerca de las entradas que elaboran los demás.
Saltar desde ahí hasta la creación de un blog propio significaba una pirueta enorme y había que saber venderlo bien.  La mayoría de las personas que había salteado ese segundo nivel ya conocía la dinámica y los contenidos de este segundo año y, además,  tenía la confianza necesaria para decir en voz alta:
-         Y esto... ¿para qué nos va a servir?

María José fue la primera en poner en duda la efectividad de mi propuesta: ella esperaba que volviéramos a repasar todo lo del año anterior –menos el Mueve el Ratón y el procesador de texto- y ansiaba poder acribillarme a preguntas sobre Internet y el correo.
Quedo más o menos conforme cuando le contesté que al hilo de la construcción del blog necesitaríamos hacer acopio de todo lo que aprendimos en el curso anterior pero no obstante cada vez que las enfollonaba en la creación de una nueva cuenta o similares, desde el rincón histórico de María  José llegaba su comentario:

-Juan, ¿de verdad que esto nos va a servir para algo?

Y yo tenía que acudir a sacarla del lío en el que se había metido, del mar de ventanas que había abierto, de la alfombra de pestañas con las que cubría su barra inferior.
Pero poco a poco fueron construyendo cada cual su propio blog, entusiasmándose con cada nuevo paso: crear entradas, subir fotos o vídeos
Cuando llegó la hora de ponerles títulos a los blogs la mayoría de la clase optó por no complicarse y bautizarlos como “”El blog de Menganita” o “ El blog de Fulanita”
A María José no le preocupa el nombre porque lo que de verdad  no entendía era en qué se iban a diferenciar el blog colectivo “La ar-blog- leda” del suyo personal.
­-Te voy a dar una respuesta clara –le dije yo- El de la Arboleda es colectivo, es mío, tuyo, nuestro pero el tuyo, María  José, será tuyo y nada más.
-¿Mío y nada más?
-Sí
-Pues entonces ya sé cómo se va  a llamar. 
Quince minutos después María José ya tenía en marcha un blog propio,  “El blog mío y nada más”.

Sin lugar a dudas dado el carácter irónico y satírico con el que María José mira la vida su blog ha sido el más divertido de los que he ayudado a crear. ¡¡Ojo a su ortografía!! Cuadro de texto  9


Lola tras algunas valoraciones buscó en su corazón y dedicó el blog a lo que es su pasión, los animales de su granja, su zoo particular.  Los fotografía y hace crónicas de sus ciclos vitales dándonos entrada en esa parte tan vital y tan suya.
Gracia, nuestra licenciada, también dudó pero terminó por hacer en un blog en el que cuelga historias curiosas que nos subyugan con menos frecuencia de lo que desearíamos.
Belén, no podía ser de otra forma, nombró a su blog “Fuente de Salud” y con una presentación muy equilibrada en lo estético y lo fácil de ver,  empezó a derrochar toda la sabiduría que había adquirido a lo largo de muchos años de interés por la alimentación sana y a darnos pautas para una vida más armoniosa.
Y Javi empezó a hacer un blog de denuncias –“El buzón de Quejas de Javi”-  pero pronto lo puso en positivo y se dedicó a plasmar historias de su invención que nos fascinaron desde la primera letra.
Y hubo más blogs en aquella edición del curso pero la mayoría no resistirán el paso del tiempo y flotan en la blogósfera tal como fueron botados.
Sin embargo,  estos cinco han seguido con más o menos periodicidad, actualizando y manteniendo los vínculos entre ellos.
Según me cuentan las blogueras,  el mérito fundamental es de Javi, que diariamente visita todos las blogs de la comunidad del @nillo y deja flores a sus compañeras en forma de comentarios positivos y motivadores.
Durante más de un año han mantenido, mantienen esa especial relación que traspasa el umbral  de la virtualidad y de la escuela y que se parece mucho al respaldo afectivo que se daban los primitivos grupos de Alfabetización.
Cada vez que uno de ellos hace una nueva entrada, poco a poco, van apareciendo los comentarios de los demás comuneros para resaltar o asentir o diferir de lo publicado.
Yo también aparezco de vez en cuando y saludo y parece que, últimamente, alguna persona de otros grupos hace esfuerzo por sumar su blog a esta comunidad de amigos.
María José ha conocido el FACEBOOK y  ha intentado traspasar su blog y para ello en una ocasión colgó un cartel en una de sus entradas que decía:
 “Se regala blog por no poderlo atender”
Pero no ha logrado otra cosa que un aluvión de carcajadas y de mensajes de ánimo. Como un Guadiana virtual, el cauce del ingenio de María José aflora de vez en cuando, pintando la red de colores alegres.
Hay objetivos que se logran sin haberlo previsto previamente, sin que al diseñar las tareas y las estrategias educativas hayamos si quiera intuido que se lograrían. Los llaman paraobjetivos, metaobjetivos… Da igual el nombre y la catalogación que hagan de ellos las gentes de la pedagogía. Existen, haylos, como los extraterrestres  y las meigas.
Parecen venir envueltos en papel de colores y con lacito de regalo, aparecen de sopetón y soplan  aire fresco en nuestras caras agotadas ayudándonos a enfrentar nuevas sendas más o menos empinadas;  quizás por ello sean los mejores presentes, los que nos permiten armar sonrisas mientras llueven recortes, los que nos invitan a seguir defendiendo y soñando escuelas de tod@s y para tod@s.