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El debate sobre esta cuestión -  tontas o listas, inteligentes o torpes, etc.-  ocupa muchos  de los ratos de diálogos grupales en las clases,  las tutorías individuales,  los seminarios formativos para el profesorado e incluso, de  las ocasionales charlas con los curiosos que quieren saber sobre lo nuestro, la Educación de Personas Adultas.
  
Dentro de las clases, la mayoría de las mujeres piensa que, efectivamente, ese avance lento que decimos nosotros, ese estancamiento como lo calificaría un observador menos entusiasta y entrenado, ese retroceso puro  y duro que describen ellas ,es simplemente un problema de torpeza de mentalidad cerrada y cerril, de incapacidad para memorizar tanta tabla de multiplicar, tantísima filigrana  algorítmica, tanta  arbitraria regla ortográfica o tanto extraño nombre geográfico.
  
El bajo autoconcepto y  la autoestima vitalmente deteriorada son los responsables de que cada una de ellas se considere, por lo general, como la más torpe,  incapaz, lenta y  bruta de todo el grupo. Es  la suya una autoimagen antigua adquirida quizás en la infancia y cultivada a lo largo de medio siglo de repeticiones diarias que terminan por interiorizar la propia inutilidad,  haciendo nacer en su interior un  personal credo  donde cohabitan  de manera injusta  la minusvaloración de las tareas que han realizado cotidianamente y    la sobrevaloración de aquellas funciones que han quedado fuera de su ámbito. 
  
En ese contexto se produce, afirmo,  una incapacidad para ver los propios logros y los límites personales son siempre mejor  percibidos que los avances creadores. Devolver  objetividad a esa propia e  ingrata mirada al interior de cada persona y recalibrar la retina de cada mujer para hacerla capaz de apreciar sus propios méritos es una de la tareas que nos corresponden como educadores de adultos
  
Si damos por cierto que “No hay peor sordo que el que no quiere oír” aceptaremos también  como  auténtica la afirmación de que no hay persona  con menos posibilidades de aprender que aquella que no   cree  en su capacidad  de hacerlo. Esta negativa creencia es muy difícil de vencer y está fuertemente cimentada en años de desprecio de las propias habilidades.
  
Antes de seguir para adelante tendría que esforzarme por  definir que considero como inteligencia pues de otra manera daría palos de ciego al intentar aprehender cuanto hay de esa capacidad en  mis alumnas.
  
Durante muchos años se consideró como inteligencia el nivel de  destreza con la que una persona era capaz de responder a un test de medición del Cociente Intelectual.  Desde esta perspectiva, Perogrullo dixit,  la definición de persona inteligente sería “aquella capaz de dar un  número adecuado de respuestas acertadas a un test de Inteligencia”. El resultado se medía en unas escalas que iban desde el 0 al 200 entendiéndose que los resultados por debajo de 90  eran  atribuibles  a personas escasamente desarrolladas intelectualmente y que las que se acercaban al doscientos eran poco menos que genios.
  
Pero esta teoría  era y es  a mi juicio gravemente defectuosa y a los hechos me remito a continuación.
  
Hace apenas un curso  un colega, maestro aspirante a doctor en Pedagogía,  nos pidió colaboración para desarrollar una tesis con la que finalizaría sus estudios universitarios. Esta se llamaba “Problemas del aprendizaje de la lectoescritura en los neolectores adultos”. El objeto de estudio era sumamente atractivo para nosotros y tras pedirle opinión a  nuestras alumnas dimos luz verde para que aplicara a nuestros grupos cuantos tests  y  escalas de medición juzgara oportunos.
  
El proceso de aplicación de dichas pruebas fue cuando menos divertido y revelador en cuanto a la hipótesis formulada al principio respecto a la inteligencia y  respecto a los instrumentos para medirla.
  
José María, así  llamaré al experimentador, procuraba cumplir cuantos protocolos aconsejaba el método científico para dar credibilidad al resultado De esta manera procuraba ser extenso y flexible en las explicaciones, en las instrucciones necesarias para llevar a buen fin cada ejercicio, dedicando a ello cuanto tiempo   – y   solía ser mucho -  necesitara el grupo pero, de la misma manera era muy  rígido en cuanto a los períodos  y condiciones de aplicación.
  
Por ejemplo, si el test de Weschler   debía de ser aplicado en grupos de cuatro  personas y con cinco minutos de  tiempo máximo, él   aplicaba el modelo a rajatabla pues de otra manera, afirmaba, los resultados  no serían objetivos ni homologables. El aspecto afectivo emotivo quedaba aparcado para que los esquemas del método científico pudieran  obrar su aséptico resultado. Durante el tiempo de aplicación  de la prueba no se podrían dar pistas  ni ayudas .Ignoraba, nuestro casi doctor  que en  estas ayudas  nuestras alumnas buscan  normalmente más  solidaridad afectiva que información cognoscitiva. Sin ese báculo emotivo, sin la sonrisa cómplice del maestro los resultados eran desastrosos.
  
Veamos lo que ocurrió durante la aplicación de la prueba de “homófonos”. Según nos explicaba José María, se trataba de unir una serie de palabras  ortográficamente incorrectas pero que  sonaban fonéticamente igual que las correctas con el dibujo representativo del concepto correspondiente.  Por ejemplo se trataba de unir  KHANDADO con el dibujo de la cerradura metálica  o KAMEYHO con la caricatura estilista del mismo animal.
  
El impreso de la prueba mostraba diez  dibujos  de diferentes suerte en cuanto los grados de realismo y, a   su alrededor, esparcidas por los márgenes del papel,  unas 15 palabras entre   homófonas  y otras sin ninguna ligazón con  los anteriores gráficos. Las participantes dispondrían de tres minutos, tres, para la tarea.
  
La explicación de la prueba, con ejemplos prácticos en la pizarra duró algo así como una hora, teniendo oculto, como mandaban los cánones, el test auténtico. Nuestro investigador dibujaba en la pizarra con poca pericia, todo hay que decirlo, animales esquemáticos y escribía alrededor varias palabras entre ellas alguna homófona.  Luego jugaba con mis alumnas a encontrar el resultado correcto. Por un momento, entre risas y comentarios jocosos, desde el  discreto aparte en el que me había sumido para que la dirección del experimento fuera correcta, pensé que  daría algún resultado positivo.
  
Cuando sonó la hora de la verdad empezaron los auténticos problemas. José María,  preocupado por garantizar la limpieza del proceso, pidió a mis alumnas que se  colocaran en mesas separadas, una detrás de otra y les pidió que sólo dejaran encima el lápiz y una goma de borrar. El ambiente tan cálido y divertido  que había existido hasta ese momento, se esfumó  ante aquellas inesperadas  instrucciones; la presión y  los nervios, antagonistas de la complicidad cotidiana, se adueñaron de las participantes
  
- Pero  – dijo Pilar,  abanderada de la kábila   contra cualquier tipo de pruebas, tocando a rebato  a sus aliadas -   ¿es qué vamos a hacer un examen?
  
- ¿Podemos sacar las tablas de multiplicar? – rogó Ana, reconociendo su eterno y público  déficit, al escuchar  entre lejanas campanas, la palabra “examen”.
  
- ¿En hoja de rayas o de cuadros?  – terció Regla con   la eterna  y diaria cuestión con la que saludaba cada propuesta ,  refiriéndose a la costumbre adquirida muchos cursos atrás  de realizar en hoja rayada los ejercicios de lectoescritura y  sobre papel cuadriculado los trabajos de cálculo. Daba igual que ya conociera de antemano la respuesta. Ella, sonriendo inasequible al desaliento, prefería preguntar un millón de veces antes de tener que borrar en una ocasión.  Su pregunta, antesala de cualquier dictado o cuenta de dividir que realizáramos  era otro de los ritos con los que hay que  cumplir para iniciar un nuevo día de aprendizaje. 
  
- ¿Qué hay que hacer?- se sobresaltó Lola, la mayor en edad de la clase, despertando de una de las  innumerables cabezadas con las que había festejado la larga disertación de José María  sobre la importancia de la prueba que iban a realizar respecto al resultado final de la investigación. No es que sus  palabras  hubieran resultado especialmente indigestibles; Lola,  y lo digo por experiencia,  era capaz de dormirse, y se dormía, en medio de un dictado sobre los musulmanes, en un coloquio sobre la menopausia  e incluso en el tiempo que yo tardaba en llevarme una de  dieciocho y sumarla en la siguiente hilera de la cuenta. 
  
La bola de preguntas, juicios y comentarios de todo signo fue creciendo, amenazando con devorar el experimento, ante el gesto atónito de José María que no sabía  como hacer amainar aquel diluvio de preguntas nerviosas.
  
Acudí en su ayuda, cual casco azul de la pedagogía  para salvaguardar los intereses del proceso investigador  y  usando la ancestral técnica docente  de elevar mi voz un par de tonos sobre el descontrolado guirigay  colectivo a la vez que golpeaba con la palma de la mano la pizarra,  aseveré:
  
- No, no se trata de ningún examen. Simplemente vamos a realizar la prueba que él os ha explicado hace apenas cinco minutos.  Necesita que la hagáis según sus normas para poder compararlas con las que ha realizado a otras alumnas. Debe estar seguro de que todo el mundo la hace a la vez y que  nadie  copia de  nadie
  
- Pues,  yo  - añadió  Pilar, abandonando sus iniciales posiciones insumisas,  mientras se recolocaba a una distancia cómoda de su compañera, midiendo su agudeza visual hasta el pupitre cercano –  nunca me copio, porque copiarse no sirve de nada....
  
- ¡Mejor que nos ponga un cero a cada una y así acabamos antes!-  sentenció Ana, experta en la evaluación negativa de los avances personales, entre risas nerviosas.
  
- ¿Qué hay que hacer? – continuaba preguntando Lola , totalmente  desorientada al haber pasado en brazos de Morfeo todo el período previo  de instrucciones , mirando hacia todo el mundo en busca de una ayuda   que nadie estaba , a  ciencia cierta, en condiciones de prestarle.
  
El ruido de las mesas y las sillas en el  acto de recolocación, apagó por  un momento la cacofonía de quejas y lamentos  que ponía la sintonía a nuestro laboratorio escolar y la clase recuperó por unos momentos la normalidad que José María añoraba.
  
Recuperado el control, el infortunado aprendiz de pedagogo volvió a resumir el contenido, los objetivos y los pasos a dar durante el proceso.  Todas las miradas le seguían mientras  gesticulaba sobre el esquema que había dibujado sobre el encerado para acompañar sus palabras. Pudo acabar sin que nadie abriera la boca  y tomando un bloque de impresos que tenía en la esquina derecha de la que, en otros momentos, fue mi mesa, empezó a repartirlas entre las atentas participantes.
  
- Este papel que estoy colocando boca abajo en vuestras mesas,  es la hoja   donde vais a hacer el ejercicio  – atacó de nuevo el aprendiz de científico - . No le deis la vuelta hasta que yo os lo diga porque a partir de ese momento tendréis  para realizarlo  sólo tres minutos incluyendo el tiempo de poner el nombre.
  
- ¿Tres minutos? ....–  sonó un aullido a coro- ... ¿sólo tres minutos?
  
-  Veremos, je, je,  si me da tiempo a poner aunque sea  nada más que el nombre  - intervino Macarena que tenía a gala ser la más lenta en cualquier operación. Otras presumían de ser buenas en el dictado, de saberse las tablas o el abecedario y ella, sin ningún empacho,  se tenía por la más cachazuda del grupo, no por que ella quisiera que bien que se esforzaba por apresurarse, sino por que  la lotería genética  le otorgó ese bien, el detenimiento, que en otros aspectos de su vida le había sido muy beneficioso pero en su trayectoria escolar le tenía todas las sesiones  en un continuo “correcorre”.
  
- ¡Un cero, lo que yo digo, un cero para todas! –terció Ana “animando”  a la clase con ese “espíritu positivo” que siempre le acompañaba al abordar tareas nuevas.
  
- ¿Qué hay que hacer? -  insistió Lola subiendo el tono de voz, por tercera vez, volviendo de una nueva visita a los “Campos  Oníricos”, una breve siesta  que le  dio tiempo  a  descabezar en los anteriores momentos de  calma.
  
Tras una mirada suplicante de mi colega invitado, me coloqué cerca de Lola procurando evitar que se durmiera de nuevo y haciendo  de ocasional intérprete de sus instrucciones. No era muy científico pero era  del todo indispensable.
  
- ¿Estáis preparadas?  –  preguntó José María, mientras yo observaba que el desánimo, un gusano que se alimentaba  de las siestas de Lola y  de la ira de Pilar entre otros detritus,  había empezado a hacer mella, agujeros , fallas infinitas  en él.
  
- Preparadas... ¿para qué? – contestaron  al unísono varias por decir algo,  haciendo subir y mucho el termómetro de la desesperación del experimentador.
  
- Pues...... – empezó a decir con la frente perlada por el sudor que produce la exposición prolongada a la  incomprensión  más pertinaz.
  
- Si,  - intervine yo, para, a continuación, mirando  de reojo a las bromistas, añadir-  están preparadas.
  
- Entonces, dad la vuelta al papel, escribid el nombre y empezad: Tenéis tres minutos a partir de.... ¡ahora!- exclamó a la vez que accionaba dramáticamente el pulsador del cronómetro.
  
Yo ya me  lo esperaba. Tras un minuto de silencio y  dudas,  después de mirar a diestra y siniestra, Macarena preguntó:
  
- El nombre, ¿lo pongo arriba o abajo?
  
- Arriba, arriba - instruyó José María provocando involuntariamente que muchas dejaran de buscar las soluciones  para dedicarse a borrar el trabajo ya realizado, la colocación del nombre y los apellidos en el margen superior.
  
- ¡Vaya – intervino Regla, como pidiendo el libro de reclamaciones  – pues ya lo había puesto yo abajo, como arriba no hay sitio!
  
- ¡Déjalo abajo entonces! – concedió el interpelado. 
  
- ¿Abajo? ¿No ha dicho usted, hace un momento,  que lo pongamos arriba? – se quejó de nuevo, Macarena   iniciando el decimoctavo  borrado.
  
- Está bien, está bien   - se rindió José María  -   que cada una lo ponga donde quiera pero que lo escriba ya....por favor.
  
- Si, pero.... ¿yo qué hago?   – dijo  la tortuguita Macarena -. Tengo borrada la fecha, ¿borro también el nombre?
  
-Ah, pero... ¿la fecha también había que ponerla?  – se sorprendió Pilar- ¿Arriba o abajo?
  
- ¿Qué hay que hacer con el nombre? – preguntó Lola que llevaba tres minutos mirando ensimismada los dibujos sin hacer nada.
  
Los primeros  diez  minutos se fueron entre sudores fríos de José María  procurando deshacer el entuerto de los nombres y las fechas y el que siguió con los apellidos (“¿uno o dos?”) Haciendo de tripas corazón, decidió conceder otros tres minutos para la prueba en sí.
  
- ¡Uff,  vaya unos dibujos más raros!, – empezó  a radiar Pilar, en voz alta-  no se sabe ni lo que son. Este de arriba... ¿es un caballo?
  
- ¿Dónde hay un caballo? Yo no veo ningún caballo. Veo un camello, una cosa que parece una fregona, un candado pero caballo, no veo ninguno. ¿Dónde está el caballo que dice Pilar, Juan? – se apresuró  a contestar Remedios.
  
- Aquí, chiquilla, aquí  arriba  -  se levantó la cuestionada para señalar a la otra el “establo” del equino.
  
Las demás se contagiaron rápidamente y, en pocos segundos, todas andaban a la caza del caballo, señalándose unas a otras el lugar donde creían verlo. José María tenía la mirada  opaca, como perdida en galaxias de aplicaciones  científicas inmaculadas.
  
- Venga, vamos – volví de nuevo a la carga directiva  ante la  momentánea ausencia mental del auténtico coordinador – vamos a dejar los caballos y a seguir con el ejercicio que queda poco tiempo.
  
- ¿Dónde hay que poner los nombres de las cosas del papel, arriba o abajo?- intervino, de repente, Macarena curándose en salud.
  
- No hay que escribir ningún nombre en ninguna parte,  - gimió, más que otra cosa  José María volviendo del limbo en que se había sumergido para descansar-   sólo tenéis que unir el dibujo con la palabra que suene como su nombre.
  
- ¿Y si no sé lo que  es? –  insistió Pilar que parecía continuar atrapada entre las patas del caballo de marras.
  
- ¡Pues te pasas a  otro y nos dejas trabajar a las demás!- concluyó Manoli a la que, por cierto, nadie había consultado dando a su reconvención cierto aire  de bronca. Ya estaba harta de oír hablar de  caballos, camellos y cerraduras que  ella no conseguía encontrar en  ninguna parte
  
- Pero  aquí pone VURRO  con la V baja  y yo sé que se escribe con la B alta. por que en el libro que leímos ayer   - intervino Chari, la delegada, y sin que nadie le dijera nada sacó de su cartera el libro de lectura colectiva  , busco la página  correspondiente  y se la enseñó a José María -   viene con la B alta .  ¿Lo veis? ¿Que hago, la tacho?
  
- Que no,  que no, lo vuelvo a repetir, – su voz, al principio autoritaria y firme, era ya un sollozo de cansancio – hay que unir los dibujos y las palabras, no hay que  tachar ni  escribir nada en el papel.
  
- ¿Qué no hay que escribir nada? – se enfureció Macarena , apuntando con el lápiz airado hacia  nuestro torturado huésped - ¿ No dijo usted que escribiéramos el nombre , los apellidos y la fecha debajo?
  
- “De-ba-jo”, no, - intervino Pilar enseñándole su prueba y aprovechando para dar una visual a la de la compañera -  “el muchacho” , quiero decir, José Mi...., dijo “a-rri-ba”, lo que pasa es que tu no te enteras. Pero como  aquí parece que puede preguntar todo el mundo menos yo.
  
Mientras la clase se enfrascaba en un nuevo rifirafe  sobre  quién preguntaba mas ó menos  y se perdía  en un abismo de dimes y diretes que la hacían más parecida a la sala de espera de un ambulatorio que al frío laboratorio pedagógico que José María  había deseado crear, Lola, cansada de reclamar instrucciones ,ponía manos a la obra y  escribía con su mejor letra el nombre debajo de cada dibujo e incluso había  empezado a colorear alguno de ellos antes de que yo  pudiera  advertirla.
  
Veinte  minutos después, cuando  se acordó y volvió a consultar el cronómetro para dar por terminada la prueba, el paisaje era desolador.
  
José María había gastado casi todo el tiempo   en intentar solventar la duda  de Chari sobre si el dibujo que supuestamente representaba al KHAMEYO tenía efectivamente  una o dos jorobas  y si esto era  además correcto zoológicamente hablando.
  
Macarena, en su isla,  andaba todavía borrando  su segundo apellido para rectificar y  colocarlo arriba tal y como había escuchado en las últimas instrucciones.
  
Pilar se paseaba  impunemente por la clase comparando su prueba con las de sus compañeras con el pretexto de ver si habían dibujado las rayas de la misma manera que ella. 
  
Ana se  reía continuamente   a la  vez que murmuraba  para si misma mirando hacia el papel: “¡ Que cero, madre mía , que cero!”
  
Regla y Remedios, totalmente desentendidas del test,  hablaban animadamente de las gafas de la primera.,  “....que me sirven para la pizarra pero no  para el cuaderno, pero como me he dejado las del cerca en casa  pues tengo que...”.
  
La cara de José María, al recoger las pruebas entre un aguacero de protestas (“¿Pero, ya han pasado los tres minutos? ¡Espera, espera un momento!”) era un  épico poema a la frustración. La realidad,  tan tozuda ella, había lanzado una tonelada de estiércol pragmático contra su limpia conciencia  del científico experimentador. Recogió sus bártulos y con un gesto de cansancio infinito, abandonó el aula mientras mis alumnas comentaban   divertidas entre si la prueba. Los nervios y el mal rollo abandonaron la clase junto a la abultada cartera y al  debilitado ánimo del visitante.
  
Le perdimos de vista una semana y cuando  volvió, afortunadamente, ya había recompuesto su ánimo investigador. La distancia, las reflexiones personales y una entrevista  con el director de su tesis le habían fortalecido el espíritu pero no habían conseguido modificar su estrategia. En la misma línea,  su jefe  de tesis le había propuesto ahora  pasar a mis alumnas un cuestionario de inteligencia puro y duro para descartar que los problemas que se pudieran detectar en la lectoescritura no se debieran simplemente a un coeficiente intelectual  excesivamente bajo, es decir a una  inteligencia  escasamente desarrollada ,tal como la describíamos al principio.
  
Quizás no era yo  la persona adecuada para cuestionar a un  casi licenciado en
Ciencias de la Educación, la definición de inteligencia ni los instrumentos que la  puedan medir pero tras analizar el tipo de pruebas que pretendía aplicar no pude evitar expresar mis reparos.
  
            Se trataba de una batería de ejercicios  basados en series cuyo criterio de ordenación era fundamentalmente alfabético. Había que predecir, que  acertar, cual era la letra que  continuaba la serie lógica. Pero, me cuestionaba yo,  ¿cómo se podía pretender medir cualquier capacidad de una serie de personas cuya característica es, precisamente que ignoran el abecedario y su orden, con una prueba basada precisamente en el uso de dicha escala? Sería,  a mi juicio,  como intentar medir la resistencia física de un oso a través de una carrera......en bicicleta o  medir la agilidad de un mono  haciéndole subir un árbol....virtual a través de un juego de ordenador. ¿Quién de nosotros ser capaz de completar cualquier serie lógica basada en el alfabeto cirílico o chino? José María   entendió mis objeciones pero no contaba con instrumentos más adecuados. En fin,  si el resultado de la primera prueba descrita  resultó un fracaso absoluto, esta segunda hubo de ser ignorada completamente por sus aplicadores.
  
Al final, la tesis resultó de gran interés en cuanto a los aspectos descriptivos  y a las hipótesis de solución formuladas pero un desastre en cuanto a los instrumentos de medida. Habían intentado aprehender algo tan delicado como el concepto de inteligencia  con un elemento tan burdo como un test;  se habían conjurado pescar la Luna con una red y tras  alborotar un poco  el fondo del charco, quedó, de nuevo la  plateada imagen sola en su superficie y en las manos de los conspiradores, una malla vacía y mojada.
  
A nivel personal y volviendo a la definición que nos ocupaba al  principio del capítulo, cuando yo intento definir lo que es la inteligencia me acerco mucho más al concepto de “inteligencia emocional” y entiendo como tal esa capacidad de interpretar y dar respuestas a los problemas cotidianos incluyendo en este lote habilidades como el autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad de automotivarse. Estas cualidades aprendidas  permiten  sacar el máximo rendimiento al potencial que le haya  a cada persona correspondido en el sorteo de los genes.
  
Desde estas posiciones, yo concluyo  que debe calificar de  inteligente a  la persona capaz de utilizar con éxito sus capacidades para afrontar los retos de la vida. El éxito vendría definido por la capacidad de acercarse al polo feliz y alejarse del extremo infeliz de la polaridad. En este sentido,  también serian actitudes inteligentes las que permiten aprender de los fracasos y aprehender instrumentos nuevos cuando estos se hacen necesarios. Mi particular visión de la inteligencia  está basada más en la experiencia docente que en la investigación científica. Por ello  me atrevo a afirmar que es difícil no tropezar a nuestro alrededor  con mujeres de  una tremenda inteligencia,  personas que  han enfrentado la vida con valor sacando de ella los mejores resultados posibles. Solo me atrevería  a calificarlas de “tontas” por  amilananarse ante la sencilla tarea de memorizar letras y números después de haber sido capaces de generar tanta felicidad a su alrededor.
  
Si con la misma facilidad con la que hoy se otorgan masters y diplomaturas en mil materias etéreas , se premiaran el arte de la administración doméstica, la ciencia  de la cocina económica , la psicosociología del perdón y del amor y  los profundos conocimientos sobre  reparación del alma humana,   las cocinas de nuestras milagros, cármenes, etc...  hace tiempo que estarían profusamente decoradas con los certificados de todo su maravilloso e interminable curriculum vital.
  
¿Qué título otorgaríamos, por ejemplo, al talento matemático de Angela? ¡Juzguen ustedes!
  
Angela regentó desde que se casó un puesto, una parada en el Mercado de Abastos del Puerto. Mientras su marido cambiaba con la tierra el sudor y  las horas por  los tomates y las lechugas, ella se encargaba de comerciar con las hortalizas  sin tener la más mínima noción de matemáticas escritas. Nunca, hasta que llegó al  Centro de Educación de Personas Adultas  hizo una cuenta en un papel y su conocimiento de las cifras  sólo llegaba hasta saber que un duro era más que una peseta y que quince pesetas eran más que dos duros.
  
Partiendo de ese cero casi absoluto en cálculo, Angela, cocinando  necesidad, perspicacia e intuición, llegó a diseñar para su práctica mercantil un sistema propio, eficaz y rápido, una calculadora infalible y artesanal. Alguna vez me lo explicó pero creo que nunca llegue a entenderlo del todo, cuadriculada mi mente por el sistema de contabilidad que había aprendido desde pequeño. En resumidas cuentas, Angela llevaba siempre un amplio mandil   de tendera de un blanco matutino  que la jornada iba tiñendo  con el arco iris de los productos de la tierra.  A ambos lados  del delantal  llevaba  un par de enormes bolsillos comunicados para, en los escasos momentos de ocio,  proteger las manos del frío que subía por la cercana escalera desde la planta baja donde  se conservaban las carnes y los pescados.
  
En el túnel textil ocupado por sus manos  alojó Angela su primitiva calculadora y ajustaba los pedidos a medida que sus clientas lo iban demandando. En la parte  izquierda del bolsillo llevaba diez garbanzos y  en la parte  derecha,  diez judías blancas. A medida que recitaba las cantidades, los garbanzos y las judías iban cambiando de bolsillo. Al final el resultado dependía de la cantidad y la posición en la que se encontraba   unos y otros. El total a pagar o a devolver  aparecía en su boca tan mágicamente como los dígitos aparecen en la pantalla de las modernas máquinas japonesas de bolsillo.
  
Claro que a  fuerza de utilizar ese mecanismo, la mayoría de la veces, las legumbres ya no se movían,  pasaron a hacerse virtuales y a moverse y alojarse sólo en  los surcos  de su cerebro, entre las neuronas de Angela y, aunque nunca renunció a llevar en su bolsillo las dos decenas de mágicas semillas, rara era la oportunidad en la que necesitaba acudir físicamente a ellas.
  
La necesidad hizo que Angela inventara, sin conocer la historia de la matemática china, un particular ábaco que perfeccionó, andando el tiempo,  hasta el punto de hacerlo convertidor de duros a pesetas y viceversa. Por eso, aunque Antonia no fuera capaz de memorizar la tabla del siete o de recordar   cuando hay que “poner cero al cociente y bajar la cifra siguiente” en mi universo particular de genios hace tiempo que le fue otorgada la licenciatura en ciencias exactas y un lugar preferente en la orla de la promoción imaginaria de “Matemáticos de la Vida Ordinaria”.
  
Y si me he referido a Angela como bandera de la "reinvención  cotidiana” de las Matemáticas, cuando analizo el   sencillo redescubrimiento de la escritura no puedo olvidar lo que me contaron, entre otras, Lucia y Micaela.
  
Micaela aprendió a leer con nosotros cuando ya contaba más de 50 años. Por razones que yo no recuerdo pasó mucho tiempo separada de su marido o del que todavía era  su novio. La mayor angustia para ella, en esa situación,  era recibir cartas de él  y tener que recurrir a una vecina o a una amiga para que se la leyera. En esos casos procuraba memorizar cada palabra para evitar molestar más de lo preciso y, en la intimidad, solía recordar cada  término,  cada frase de su amigo y saborearla apretando el papel callado.  Sin embargo era  mucho más trabajoso contestarle. Si encontrar a alguien que supiera leer era difícil, hallar a una persona  que supiera escribir y estuviera dispuesto a ello  era una tarea casi imposible. Además, y eso era lo principal,  siempre había deseos que  no se atrevía a expresar por miedo a la censura de la amanuense, sobre todo aquellos  anhelos que se referían a la “necesidad física” de la persona amada. Por eso, Micaela, con la complicidad tesonera del cariño,  desarrolló todo un código de dibujos esquemáticos en los que aprendió a expresar sus más íntimas apetencias. Tras terminar la parte letrada de la carta  antes de cerrarla  ya en la intimidad se dibujaba a si misma y a su novio. La posición que ocupaban, el estar más o menos cerca, de frente o de espaldas, la disposición de las líneas que representaban el cuerpo o sus partes más significativas, todo era un  sensual lenguaje icónico  a través del cual se expresaba el amor, mensajes de botella en  una clave secreta que solo compartían los amantes.
  
Los jeroglíficos de Micaela, menos conocidos y estudiados que los de aquellas colosales y milenarias pirámides de piedra, no fueron  por ello menos útiles y valiosos.
  
De Lucia diré que apenas sabía leer y en absoluto escribía cuando atravesó por primera vez los dinteles del aula. Silabeaba con dificultad cuando conseguía ver lo que estaba escrito a través de unas  gruesas  gafas de concha, de esas que llamamos “de culo de botella”. La miopía galopante que sufría la amenazaba constantemente con provocarle desprendimiento de retina y fue la causa, meses más tarde, de que los médicos le aconsejaran no seguir viniendo a clase. Antes de abandonarnos también me contó algo que me impresionó.
  
Su marido era fontanero y el teléfono de recoger avisos  lo tenían en la casa familiar. A la espera de la invención del contestador, ella debía permanecer casi todo el día en la casa a la espera de los avisos urgentes de los que debía tomar nota. ¡Una secretaria, no se lo pierdan, que no sabía escribir!
  
Lucía no tenía aspecto de ser  especialmente inteligente. Su pequeña estatura, sus enormes anteojos y una escasa capacidad de relación con las demás compañeras, le habían creado entre éstas,  una cierta fama de torpe y de acaparadora. En cuanto conseguía escribir una sola palabra con sus enormes letrazas venía corriendo a enseñármela interrumpiendo cualquier explicación que estuviera dando a otra compañera. Una vez que me había mostrado su cuaderno, no volvía a su sitio sino que me seguía a lo largo de la clase  en mis viajes  entre un pupitre y otro, provocando risas y comentarios crueles de las demás. Tenía enormes carencias afectivas, demasiadas existencias de soledad  en el almacén de sus recuerdos y se “enamoraba” con facilidad de quien le ofrecía un minuto de  atención, cariño y seguridad.
  
Quizás por eso, por esa relación tan especial que estableció conmigo, un día me descubrió su secreto, la estrategia con la que cubría su déficit de escritura y, a la vez, cumplía con su función en el negocio familiar.
  
En sus ratos  de guardia perenne ante el teléfono había desarrollado todo un código de señales que indicaban desde el nombre de los clientes, los domicilios y las averías más usuales. La clave , que al principio era significativa, es decir,  que unía los nombres con un dibujo  más o menos realista que los representaba , terminó por ser totalmente abstracta y arbitraria ,  sólo tenía significado para ella. Estaba compuesta por  más de 30 señales diferentes y, combinándolas  podía recrear mensajes  complejos.
  
Creo que su marido nunca apreció esta creación de Lucía. Para él,  su libreta sólo era una colección de garabatos ininteligibles. Ella, por su parte,  nunca le dio otro valor  a su código que el de ser una accidental muleta de una “pobre analfabeta”. Alguna vez pensé en hacer público el conjunto completo de signos pero, como dije antes, las presiones del oculista  llegaron antes  y pudieron más. Un día, Lucía desapareció del centro sin dar explicaciones y no volví a saber de ella.
  
Al igual que Angela, Lucia y Micaela, he conocido y doy gracias por ello a decenas de mujeres que según mi definición reventarían por las costuras cualquier tipología de inteligencias:
  
Paca, que fue de joven  emigrante perpetua, conocedora de cuatro idiomas  sin haber tenido oportunidad de aprender a leer y  a escribir   en ninguno de ellos.
  
Francisca,  con una ortografía superdeficiente y sin saber las tablas de multiplicar pero capaz de componer en una sola noche hasta  17  cuartetas, poemas de la madrugada insomne, destinados a felicitar con humor las pascuas a todas sus compañeras.
  
Remedios, incapaz de memorizar el abecedario pero totalmente eficaz  recordando mil letras de  chistes, rumbas  y  carnaval con las que llena su recuperado tiempo de ocio y nuestras  frecuentes meriendas de cumpleaños.
  
Cati,  alumna menuda hasta en la voz ,compañera incombustible, con nosotros desde el primer curso, siempre en el mismo nivel inicial, capaz de venir cada día con una sonrisa nueva , con  sus  60 años ya colmados dispuesta a  ilusionarse aprendiendo a bailar por sevillanas y a cantar como si fuera la niña que por su estatura parece.
  
Como decía una canción  del verano en una perla de sabiduría popular de ésas que repetimos sin pararnos a pensar: “Si tú no tienes felicidad, de sabio no tienes ná”.
  
Y , sépanlo y escríbanlo ,señores doctores ,  para que conste  en sus gruesos libros de teorías serias y científicas, esa capacidad para superar las limitaciones de la vida diaria , las propias y las impuestas, fluye por las venas de mis alumnas cada día , haciéndome profesar  a mí y a los que con ellas convivimos  con la mente abierta  , la creencia de que no hay mayor inteligencia que la que nos permite vivir con  ilusión y alegría.