24 de noviembre de 2014

Luis y Pepe



C
ompartían algo más que unas sillas contiguas  en la clase de Informática. Octogenarios ambos, Luis no habría desperdiciado la ocasión para apuntillar que Pepe era un poco más octogenario que él,   ni Pepe le habría dejado de responder que sí,  pero que con su melena a lo Alberti tenía más aspecto de poeta que el más joven. Les unía su forma de ver la vida, una marcada trayectoria política  y sindical en la izquierda e incluso una temprana orfandad que sorprendía a cuantos  los iban conociendo a la vez. Pero lo que más nos interesa es que hasta el camino que habían recorrido para llegar hasta la clase era sino común al menos muy parecido.

Luis era albañil. Alguien querrá corregir la frase anterior y dirá que sería más acertado decir, dada la edad del personaje, que “había sido” albañil. Pero no. Luis “era” albañil. Aunque sus ocupaciones habían sido muchas y variadas – monaguillo, estraperlista de 2ª, recadero...-  fue en la albañilería donde desarrolló toda su fuerza creativa y desde donde generó plusvalía a tutiplén  para los bolsillos de no pocos patrones. A pesar de haber superado los tres cuartos de siglo, aún veía el mundo con mirada de obrero, con ojos de albañil, de constructor: no sólo veía el exterior de las  casas  o los monumentos sino que intentaba  identificar los modos de construcción, los materiales, la estructura, los padecimientos de la gente que participó en su edificación y el modo de vida de las personas que lo disfrutaron o los poseían en la actualidad. Por eso seguía siendo albañil.
Su infancia miserable, perseguido por el hambre atroz que fue modelando su figura corta, menuda y fibrosa y ese andar de tajo en tajo rodeado de mil gentes para desembocar en una de las pocas fábricas que había en El Puerto, la de Vidrieras Palma, sumado al amor por la lectura que heredó de su madre, generaron en Luis una angustia interior que terminaría madurando en una inquebrantable conciencia de clase.  Ella  le llevó  a organizarse clandestinamente con los suyos y le hizo conocer un hambre nueva de otro tipo de literatura, de otro tipo de cultura, de otra vida más justa para las personas.

Tantísimo leyó en su vida que, remedando a Cervantes y su quijote, parece que se le secó el seso y dio con la locura de escribir. Las palabras y las obras leídas fueron tantas y tan buenas que rebosaron de su menudo cuerpo y primero salieron por la boca haciéndole un excelente narrador de historias. Cuando ya no bastaba la voz, las palabras empezaron a caer sobre libretas y papeles sueltos.

Desde que se jubiló ya garabateaba hojas con su personal caligrafía pero por más que sus allegados insistían, no había manera de que dejara que nadie leyera sus esbozos que, de vez en cuando, iban a parar a la papelera.
Cuando la última de sus hijas abandonó el hogar familiar dejó abandonada una pequeña máquina de escribir portátil. Con dos dedos, Luis empezó a escribir las notas que colgaba junto a los buzones de la comunidad de la escalera de la que era, oficial u oficioso, eterno presidente.

Tímidamente  y con los dos mismos dedos burócratas, Luis empezó a escribir sus memorias y a guardarlas  en una pequeña carpeta azul a la que sólo podíamos asomarnos cuando no estaba en casa.


Cuando empezó a tolerar las lecturas de su obra  y los afortunados lectores le preguntaban por el proceso mecánico de la creación, Luis lanzaba un apasionado monólogo, una defensa a ultranza que pretendía hacer cátedra, sin sospechar que el destino le guardaba un capotazo de dos pares.

-         Yo escribo a mano – decía con su rotundidad característica- corrijo a mano, reelaboro a mano y cuando todo está a mi gusto lo paso a máquina. Nunca podría escribir directamente a máquina ni a ordenador como dicen algunos que hacen; eso no puede ser ni bueno ni creativo ni....


¡Ay, Luis! ¡Quién te vio y quién te verá!

Cuando entre su prole – una prole es una familia tan grande que en ella  se pierde la separación lineal entre las generaciones, y los sobrinos se confunden con los hijos y los nietos son más pequeños a veces que los bisnietos; donde siempre hay alguien que llega  y los que se van, a veces,  siguen – cuando entre su prole corrió la noticia de la vena escritora del abuelo y patriarca, con la misma rapidez y clandestinidad que se había usado para otras causas,  se montó la trama que introduciría la informática en la casa y en la vida paterna.

-         ¡Que yo no quiero ningún ordenador! – repetía Luís cuando le llegaban noticias del complot que se fraguaba – Yo me defiendo y tengo para mi avío con el bolígrafo y la máquina de escribir, no complicarme la vida. ¡Dejarme de líos que yo ya...!

Pero el avance de la tecnología no se detiene por la fuerza de la palabra y además la producción manuscrita de Luis empezaba a superar su propia capacidad mecanográfica  o la de las ayudantes que se le ofrecían en ocasiones puntuales llevadas por la solidaridad y...  por la curiosidad.

Una noche de 5 de Enero, lo inevitable se hizo realidad y el primer ordenador – de segunda mano pero con una apariencia inmejorable – aterrizó en la misma mesa donde descansaban la carpeta, los bolígrafos y una temerosa máquina de escribir que veía próxima su jubilación.

-         Y ahora... ¿qué hago yo con esto? – gruñó Luis saliendo de su cubil un poco angustiado en cuanto se fueron  sus generosos reyes magos.

Al día siguiente, en el guirigay anual de la entrega de regalos del día de Reyes, entre montañas de papeles de multicolores,  gritos nerviosos del parvulario y  bocados al roscón, Luis recibió una lluvia de ofertas para enseñarle los rudimentos de la informática.

-         ¡Es muy fácil, no te preocupes! – le repetían con una frecuencia que para Luis era como mínimo protocolaria – Yo te enseño si quieres.

Luis se temió lo peor.

Nunca se había considerado torpe a la hora de aprender lo que fuese. A base de observar mucho y preguntar algo, a fuerza de trabajar y pegarse a la gente que sabía y sobre todo, a base de experimentar y errar   si era necesario, había llegado a ser maestro albañil y a desarrollar destrezas en el mantenimiento de su fábrica que por lo delicado de la tarea o de los materiales hacían valiosa e imprescindible su colaboración. Adquirió habilidades básicas de lampistería, carpintería, electricidad que luego le fueron muy útiles en los mil chapuces con los que complementaba en parco salario fabril.

Sin embargo, con tanto maestro diferente se hacía un lío porque le llovían términos e instrucciones diferentes y un vocabulario que no manejaba en absoluto, palabras que tenían otro significado distinto al que él conocía en ese mundo de los ordenadores. Luis sospechó que no iba a ser tan fácil como le habían prometido y cuando nadie lo miraba, suspiraba viendo arrinconada su portátil pequeñita y tan cómoda. ¿Qué podía saber él de hardware, de software, Windows, sistemas operativos o pen drivers?

De descargas sabía mucho: eran infinidad los camiones de arena u otros materiales que había descargado a fuerza de brazos, hombros y espaldas pero cuando el ordenador preguntaba: ¿Desea Guardar este archivo? Y apuntaba secamente “SI”, “NO” o “CANCELAR”, Luis no veía los sacos por ninguna parte y no sabía dónde tenía que pinchar pues según sus ocasionales maestros una veces había que decir que sí y otra que no.
Cuando le hablaban de virus,  Luis recordaba su peligrosa relación años atrás con el bacilo de Koch o la cantidad de vacunas que marcaban los brazos y las piernas de sus hijos – polio, viruela, tétanos, rubéola... – y la suerte que había tenido con la salud de toda su progenie pero no le era posible imaginar a un virus que atacaba a los electrodomésticos y se reía cuando imaginaba cómo vacunar a una lavadora.

Aún así, navegando mal que bien en aquel proceloso mar de tecnología, Luis se quedó maravillado al intuir las posibilidades del procesador de texto, la limpieza de los textos, la facilidad con la que se borraba y sustituían las expresiones y la imagen brillante de los escritos acabados, la infinita mejora en la  presentación del trabajo apenas con un par  de instrucciones.

Motivado por aquella maravillosa utilidad y cansado de tener que llamar con urgencia a sus hijas cada vez que al equipo se  le desconfiguraba algo y parecía que sus textos o sus carpetas se iban a perder en el éter de los archivos borrados, Luis, que ya asistía una vez a la semana a un taller de creación literaria, amplió la matricula y coincidió con su amigo Pepe también en la clase de primer nivel de informática.


A Pepe le asesinaron los fascistas el padre siendo él un niño pequeño. Si para Luis fue determinante perder a su padre de forma natural, para Pepe el fusilamiento del suyo “por rojo” le persiguió toda su existencia.

Cuando llegó al Centro de Adultos, Pepe- que había sido sindicalista, concejal, conserje… -  ya había escrito su libro de memorias “Lo contado por un niño de la guerra” que cuenta  mejor que yo lo que fue su vida. Lo más llamativo de su libro es sin duda que a pesar del horror en el que sumergieron su infancia, Pepe no renuncia a contarlo con el mismo espíritu irónico y burlesco con el que me habló cuando apareció por el Centro y me contó que quería aprender a manejar el ordenador para no depender de sus hijos.

Para Pepe, manejar él mismo el ordenador, escribir sus historias a su ritmo, era pelear por no perder otra parcela de autonomía personal en una etapa de su vida en que empezaban a fallarle las piernas y él, testarudo, se desplazaba apoyándose en las muletas. Se incorporó también al taller literario y formó sociedad con Luis al que ya conocía pero con el que, hasta entonces,  su relación personal no había sido  demasiado intensa.

No mentirá demasiado quien afirme que sumando sus edades obteníamos casi la mitad del capital de años de la clase toda y quizás por eso obtenían trato de favor de todos: los mejores puestos de ordenador, los apuntes con la letra más grande, los pupitres más cercanos a la pizarra, etc. A veces el bloque ideológico que formaban el descaro de Pepe y la rotundidad de  Luis, que se apoyaban como uña y carne, llegó a molestar a alguna persona del grupo, menos próxima al sesgo izquierdista de su discurso, pero aquellos fuegos eran sofocados  por mis  llamamientos a la templanza para un lado y para el otro.

Mientras estuvimos andando con el procesador de texto o las más iniciales tareas operativas como encender y apagar el ordenador o crear archivos escritos, nuestros literatos se sintieron en su salsa y hasta se permitían el lujo de  de dar consejos a las compañeras más cercanas. Hasta se ejercitaban con brillantez cuando se les pedía que a manera de ejemplo elaboraran un texto de ficción o contando su vida. La mayoría del grupo no sabía qué escribir y hasta pedían algún “papel para copiar” pero Pepe y Luis - que a la sazón también asistían al taller de creación literaria, no sé si lo he contado -  se alargaban en la redacción  y en ocasiones insistían en leer en voz alta su recién parida obra.

Pero a medida que avanzábamos en el tiempo y los contenidos, a medida que las destrezas que se pedían eran más complicadas el camino de Luis y Pepe se hacía más duro. En la clase teórica se perdían y empezaban a charlar entre ellos porque no  oían bien o no veían la proyección; cuando llegaban a la clase práctica se hacían un lío al aplicar varias herramientas simultáneas.

Pero, sin que el profesor interviniera, pronto se vieron envueltos por el manto protector de Rosita y Fe, las más jóvenes  y aventajadas de la clase,  que se situaron a derecha e izquierda de aquel dúo.

He visto el nacimiento de  ese comportamiento  solidario  en casi todos los grupos, no importa cuál sea el plan ni los perfiles del alumnado,  si se da la necesidad y, sobre todo,  si  se fomenta el espíritu de aprendizaje colectivo en mayor medida que  los esfuerzos únicamente individuales.

En este camino que ahora se llama Educación Permanente -  antes se llamaba Educación de Personas Adultas, o simplemente Educación de Adultos -  siempre se entendió como el más necesario de los objetivos el imbuir a nuestro alumnado de ese modelo de trabajo de investigación participativa, de esa filosofía cooperativa.

Quizás por eso, para buena parte del colectivo profesional con más años de experiencia, resultan tan frustrantes y tan difíciles de aceptar, los empeños recientes de las administraciones educativas  en derruir el modelo colectivo, global, grupal de aprendizaje, y apoyándose en la necesaria modernización de las estructuras educativas,  sustituirlo por otro edificio pedagógico basado  fundamentalmente en el trabajo individual y  las plataformas  virtuales donde el itinerario personal se impone sobre el esfuerzo colectivo, donde la transformación del entorno deja de ser objetivo y se bendice la competitividad individual ante un mercado de trabajo cada vez más insolidario.


Así pues, Fe y Rosita se hicieron cargo, de motu propio, de repetir y digerir  las secuencias, de masticar las habilidades para la collera más veterana,  de traducir los apuntes jeroglíficos en rutas más concretas con tanta dedicación que a veces hasta se prestaban a sustituir los dedos de los interesados si el profesor no lo advertía, para de esa manera hacer más rápido el proceso. En esos momentos debía yo,  el docente,  reprender a las “tutelantes”  para aplicar la teoría pedagógica que asegura que "no hay aprendizaje sin experiencia personal”. Pero, matizo,  en la mayor parte de los casos era mejor inhibirse porque  la solidaridad crea vínculos afectivos que van más allá  de la informática, de las paredes del aula  y que servirán para toda la  vida.

Y así fue. Hubo un momento en que se evidenció que el aprendizaje informático de  Luis y Pepe estaba rozando su límite y que por más ayuda, explícita o subrepticia, que recibieran no llegarían a utilizar de motu propio lo de las configuraciones personalizadas, ni el correo electrónico y que ni siquiera encontraban divertido eso del Messenger porque le implicaba un nivel de atención que hacía mucho tiempo habían decidido dedicar a   cuestiones más prioritarias en sus vidas.
Sin embargo, les resultaba fructífero y motivador el encuentro con el grupo, que siempre tenía tiempo para escuchar sucedidos que se perdían en el tiempo antes de que hubieran nacido sus compañeras,  historias para las que el grupo siempre tenía como mínimo una sonrisa. También para las más jóvenes, aquel contacto con la generación ya casi extinta que representaban Pepe y  Luis, el contagio de sus valores y su memoria representaba un  tesoro inesperado. Para ellas, Pepe y Luis, eran un obstinado piquete informativo que les incitaba a tomar partido, a participar en las movilizaciones clásicas como las manifestaciones o las huelgas generales, a votar “con conciencia”  o a participar en las recién iniciadas movilizaciones contra los desahucios.

Resultaba particularmente entrañable  a Pepe, renegando de la escasa voluntad del ayuntamiento en solucionar el problema de ascensor,  colgado del brazo de Rosita para bajar  la empinada escalera, mientras Fe le llevaba las muletas y  el bolso escolar. La cabalgata llegaba diariamente hasta el cuarto de baño  para que  Pepe pudiera aliviar necesidades físicas urgentes. En la puerta, Luis sustituía a Margari mientras Pepe se deshacía en parabienes.

-         De nada, Pepe – contestaban ellas que, a veces, hasta  esperaban en la puerta la salida de los caballeros para despedirse hasta la próxima sesión
-         Ahora me toca a mí – tomaba el relevo Luis abriéndole la puerta y agarrándolo del brazo – Yo te meto aquí, te ayudo, te acompaño, pero te la sacudes tú solito.

Tiempo adelante, Pepe ha cambiado sus muletas por una silla de ruedas y ya no sube a la planta superior; Luis ha faltado alguna temporada por algún problema de salud;  Fe ha cambiado el Centro por la piscina pero Rosita sigue acompañando las aventuras de Luis y Pepe cuando vienen al taller literario, pero ese devenir merece  ya otra historia.





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