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24 de noviembre de 2014
El papelito de Carmen
fuerza de citarlo,
algunas personas van a creer que
he escrito esta segunda parte de “Cardito de Puchero” para hacer publicidad de la primera. Seguro
que quien haya leído esas primeras
historias advertirá rápidamente que
existen algunos paralelismos entre las dos entregas.
¡Natural! No sé si se habrán dado
cuenta de que el autor es el mismo aunque haya venido a escribirlo casi diez años más tarde
aunque la acción de los relatos en esta parte postrera se inicie donde acababa la otra.
Si el eje central del primer libro era
la alfabetización que se dio en llamar instrumental o más tarde funcional y que
abarcó la actividad de los centros entre 1983 y la mitad de la década de los
noventa, éste “Cardit@ de Pucher@” pretende hacer reflexión y crónica de una
segunda alfabetización, la virtual o digital,
por la que están pasando aun tantas personas como desfilaron por la primera
y que no es, en absoluto, menos
importante a la hora de seguir fomentando la personalidad autónoma,
crítica y solidaria de las andaluzas y los andaluces.
Este segundo asalto comenzó allá por el
año 95 ó 96 y aún perdura.
Dados esos paralelismos que ya
habrán ido notando, alguien me preguntará: ¿Encontraremos en esta segunda
entrega a la tenaz Mercedes y el combate de la
subjetiva “A” versus la académica “O” que tanto nos hizo sonreír, reír y
emocionarnos?
Si las tres características que
destaqué de Mercedes eran por un lado su gran humanidad, por otro sus ganas de aprender y en tercer lugar el
deterioro físico grave de las capacidades que permitirían ese aprendizaje -la
memoria inmediata y la capacidad de abstracción- tendré que contestar que en
los grupos de Informática que vinieron tras ella han habido Mercedes por decenas.
Cuando superamos la prehistoria
digital, cuando la Informática pasó de
ser un taller para alumnos a ser un plan
con matrícula y horarios propios,
durante algunos cursos, una parte de la matrícula estaba formada por
personas mayores con niveles académicos
superiores que necesitaban entrar en ese mundo tan nuevo. La mayoría pretendía llegar a usar el correo
y la mensajería simplemente. Que su nivel de formación académica no
garantizaba, en absoluto, el progreso en la adquisición de las destrezas fue
uno de nuestros primeros aprendizajes.
También
había otro grupo de personas que con la destreza lectoescritora justa,
rechazaban matricularse en planes más académicos, más instrumentales cuyas
materias de lengua o cálculo daban por asimiladas, pero que pasaban el curso completo sin ser capaces de
recordar la secuencia que les llevaba a apagar o encender el ordenador; si el azar
o mi voluntad de probar, las cambiaba de aparato no eran capaces siquiera de descruzar los
brazos por iniciativa propia. Asistían a
las sesiones teóricas como ausentes pues hacía tiempo que se habían perdido en
el nuevo vocabulario y de no ser por la compañía solidaria de una hija, un marido o una amiga habrían abandonado al principio
las clases.
Las sesiones eran un continuo preguntar ¿Qué tengo que hacer?, ¿Dónde tengo que
darle?, ¿Qué le pasa a mi ordenador que no está igual que los demás? Sus
comentarios oscilaban entre la desvalorización personal “¡Qué torpe soy! ¡Soy la más inútil de la clase!” o la
desestimación colectiva, “¡Qué paciencia
tiene este profesor con las viejas!” dando por supuesto que sólo las más
jóvenes podría aprender aquel galimatías de “archivos,
solguares y jaguares”.
Pero si difícil era para este tipo de
personas, más colosal aún era el esfuerzo de las personas que llegaban con
serias dificultades lectoescritoras.
Me refiero a personas que aun
silabeaban a leer los menús de herramientas y que tenían graves dificultades para la lectura comprensiva de
frases simples como:
¿Desea guardar este
archivo?
Pulse aceptar o rechazar
De este tipo de personas era Carmen.
Pequeñita, escueta, miope, carilarga, seca, rígida de cuerpo y algo retenida de
lengua. A Carmen se le podían atribuir
los valores y algunos déficits de mi
añorada Mercedes, aunque aún no tuviera, como ella, mermadas aún ciertas capacidades básicas. Sin embargo,
superar el valladar de la soledad de Carmen fue tarea más ardua que vencer las
quejas de Mercedes. A diferencia de
ella, Carmen algo leía y escribía cuando llegó a las clases de informática pero
con poca fluidez y si además a eso le sumábamos su escasa potencia visual, el problema
se agravaba.
Una vez hace mucho tiempo, leí un
artículo sobre una mujer francesa que
contaba su experiencia como analfabeta
en París. Ella decía que conocía
las palabras claves por su aspecto, por su rostro: palabras largas altas,
cortas que subían y bajaban y que viéndoles el rostro sabían identificar las estaciones
del Metro, los nombres de algunas calles etc... Durante el tiempo en que
trabajé con Carmen tuve muy presente sus palabras. Cuadro de texto 8.1 y 8.2
Carmen también tenía una especial
habilidad e intuición para seguir las secuencias sin tener que leer las
palabras porque la mayoría de las veces necesitaba silabearlas y perdía el
tiempo.
Como Chloé
Villou, la obrera
francesa de la que hablo, o como todas las personas, que no dominan la
lectura, Carmen tenía una facilidad pasmosa para el lenguaje icónico y cuando
los veía bien seguía mucho mejor los símbolos que las palabras o las
órdenes. Memorizaba su situación, su
aspecto, sus alrededores, etc.
Se colocaba en los últimos pupitres
durante las clases teóricas y sus apuntes eran casi jeroglíficos aunque, si os
digo la verdad raramente pude verlos pues se las apañaba para tener siempre
cerrada la libreta cuando me acercaba a su pupitre o a su puesto de ordenador.
Muy raramente me preguntaba algo a mí o
a sus compañeras. Mis explicaciones solían empezar por “buscar
donde dice “tal” o “cual” o “eso está en los apuntes de ayer” y Carmen que no utilizaba ese sistema ni siquiera abría la
libreta.
Se perdía con frecuencia y, cuando le
pasaba esto, lo cerraba todo y volvía a empezar desde el principio sin pedir
ayuda. Por lo general, siempre se
encontraba en un punto diferente al del resto del grupo.
Cuando me incorporé a su grupo, Carmen repetía el primer nivel y
esperaba con ansiedad las clases finales.
Pasaba con cierta impaciencia por todos los bloques a la espera de que
empezáramos a trabajar con el correo electrónico y con el Messenger.
-¿Cuándo
vamos a hacer lo del correo?- me
preguntaba cada vez que acabábamos un bloque
-Al
final, Carmen, al final.
-Yo
ya tengo correo, me lo hice el curso pasado pero no sé cómo....
Se aburría soberanamente durante las
clases que dedicábamos al procesador de textos.
Apenas escribía su nombre con una ortografía inexistente y una
sintaxis jeroglífica.
Había aprendido a guardar archivos pero
su sistema intuitivo y no lector, le jugaba malas pasadas y terminaba
archivando textos en el escritorio y en cualquier parte del ordenador que
tuviera la misma apariencia que su carpeta personal.
-¿Cuándo
vamos a hacer lo del mesengué?
Me volvía a preguntar al acabar la
clase y en algunas ocasiones agitaba en la mano un papelito doblado en cuatro
partes.
Las personas que tienen dificultad para
leer y escribir, como Chloé Villou, como Carmen, desarrollan muchas herramientas para
vivir y para ocultar su carencia. A mí
me costó bastante averiguar que Carmen leía con mucha dificultad y escribía aun
peor. Suelo hacer ese diagnóstico en los
primeros días leyendo textos de motivación pero mi incorporación tardía –
estuve de baja por enfermedad - me hizo desconocer ese importante dato y
Carmen disimulaba bastante bien.
La prueba de fuego vino precisamente
cuando empezamos a crear y usar los correos.
En el ejercicio, cada persona debía
rellenar su propio cuestionario de solicitud aunque en la mayoría de los campos
sólo se trataba de elegir entre una
serie de opciones de un
desplegable. Era un proceso un poco complicado, farragoso que,
afortunadamente sólo había que hacer en una sesión.
Cuando alguna persona más capaz termina
siempre la coloco al lado de otra menos hábil para que la ayude a terminar pero
con Carmen no hubo manera. Se resistía a cualquier apoyo que no fuera el mío
quizás para no revelar sus lagunas. Por
ello, tras una serie de intentos medidos por fracasos, decidí conservar su cuenta antigua, la del
curso anterior, rescatando el nombre de usuario y la contraseña de una críptica
hoja de apuntes antiguos.
Pero para poder usar el correo y el
Messenger era también necesario elaborar
una agenda de contactos con los compañeros y otras direcciones.
Carmen, más concentrada y participativa
en estas clases, se esforzaba muchísimo pero la escritura de cualquier
dirección de correo electrónica por muy sencilla que fuera siempre tenía
demasiadas letras, puntos, arrobas, guiones, sílabas absurdas y bastaba el
mínimo error para que el servidor cruel le devolviera el mensaje que tan
trabajosamente había elaborado. De nuevo tropezábamos con la O y la A. O eso me
parecía a mí.
-¿Porqué
no funciona esto, Juan? – me decía en
una petición de socorro que se repetía hasta el infinito.
-Repásalo, Carmen – le volvía a recomendar yo tras leer en el monitor y confirmar una vez
más los errores en la escritura.
…era la palabra “Hotmail”. A pesar de mis mil advertencias, Carmen parecía incapaz de escribir estas
siete letras correctamente y por orden. Escribía “Otmail”, “Ormail, “Jormail”, “Hormait”, “Hotmain”, “Hotmil”, “Hotmali”
y mil diversas versiones más. Hicimos de
todo. Lo copió cien veces en la libreta, lo dibujamos con letras enormes en un cartel y lo pegamos en la pared. Pero…
- …es
que yo le digo la A…
…Carmen se olvidaba del cartel y seguía: “Olmait”, “Homali”, “hormal”, y cuando
por fin lo conseguíamos y la palabra “hotmail” aparecía con todas y cada una de
sus letras, Carmen escribía “con” en vez de “com” o descolocaba los
puntos o...
Pero muy de vez en cuando todo salía bien y
celebrábamos cada correo que llegaba a su objetivo como si de una fiesta
se tratara. Entonces, se le iluminaba la
cara y lo comunicaba con cierta retranca a toda la clase que, a pesar del
tonillo desafiante, aplaudía enfurecida
el tanto conseguido por esta ariete de gafas de culo de botella y gesto crónico
de enfado.
Fue entonces cuando conocí el secreto
de su papelito arrugado y doblado ¿Lo habéis imaginado? Seguro. Si habéis dado
alguna clase en uno de estos maravillosos grupos lo habréis intuido. Era la dirección mail de su hija. En ese papelito veía ella la posibilidad de
sorprender a su familia lejana, de
recibir y mandar fotos de sus nietos que residían en Argentina hacía dos años.
Me lo contó. En la última visita, hacía
ya - ¡ay! - más de dos años, su hija
le había dejado configurado el correo y el Messenger y le había dado una
explicación tan somera que se había evaporado en cuanto el avión despegó hacia
el Oeste. Ella no sabía usarlo y miraba la bandeja de entrada con coraje y
melancolía. Quería sorprenderlos a
todos.
Quedaban pocos días y pensé que Carmen
debía salir de allí con sus objetivos cumplidos, porque además no podía –
quizás tampoco hubiera servido de nada - hacer un tercer año con nosotros.
Quizás por eso la puse a manejar el Messenger antes que al resto de la clase.
El objetivo era que pudiera ponerlo en marcha
en su casa y darse ese atracón de autoestima. Pero- ¡ay! y ¡reay! - la página de entrada de la mensajería
rechazaba una y otra vez los “osmail.con”,
honmailcom”, “hormait.con”, etc… de Carmen sin tener con ella la mínima
solidaridad virtual.
Mientras las compañeras aprendían a
realizar conversaciones múltiples, a recibir y enviar archivos, Carmen insistía contra la puerta de entrada
con sus aldabonazos de voluntad y recibía a cambio intolerantes sanciones por faltas de
ortografía. Podría hacerlo yo o cualquier otra compañera en su lugar pero yo me
temía que si la sustituíamos en esa pesadilla
mecanográfica, en cuanto acabaran las clases, se evaporaría de nuevo el
contacto.
Faltaban pocas sesiones cuando, por fin, con
mi ayuda, la de las compañeras y hasta la del arcángel que lleva lo del
correo electrónico – San Gabriel Live Messenger - lo consiguió: vio,
por fin, el icono de estado de su hija
y se le iluminó la cara. Pero
eran las 11 de la mañana aquí y apenas amanecía
en Buenos Aires y el icono estaba gris porque su hija debía estar
aún en el mejor de los sueños.
No pudo hablar con ella, no estaba
disponible. Durante el resto de las
pocas clases que nos quedaban, mientras
fingía hacer otras tareas vigilaba el
color de la imagen esperando que un
ataque de insomnio filial la hiciera
accesible para darle la sorpresa.
No lo consiguió en clase pero me la imaginaba después una vez acabado el
trimestre y el curso haciendo guardia
desvelada a la espera de que el icono gris desconectado se tornara verde para
poder sorprender a su familia. Porque según Carmen, tenía que ser así, por
sorpresa, sin avisar, sin conveniar citas por teléfono porque de otra manera la
sorpresa no sería tan maravillosa.
Recuerdo que pensé que aguantar todo un
trimestre de explicaciones ininteligibles, de rutas imposibles y de maestro
fisgón, era demasiada faena, un trabajo
enorme el que se había echado
encima sólo para provocar una sorpresa,
una sonrisa familiar. Pero mi memoria volvió quince años atrás y recordé la cara de Mercedes cuando agotados
por el baile de las vocales recibía mi felicitación por “lo bien que has
copiado esta línea”, o la transfiguración del rostro de
Milagros, mi vecina, al leer y
después escribir por primera vez el
nombre de sus hija Noelia y Lourdes y el amor con el que miró la hoja que se
llevó a casa como si transportara un tesoro o, por fin, cómo brillaron sus ojos, al día siguiente, al contarnos la escena de cuando lo mostró a la hora de
la cena; o el afán con el que Paca buscaba también insomne las letras que iba aprendiendo cada día en su biblia gigante comprada a plazos y cómo
señalaba con el dedo a su familia las palabras que “los santos le revelaban”
para provocar el asombro y, de
paso, la conversión de su prole; o, andando el tiempo, las cartas de amor de Inés – a su marido, no
penséis mal - o los poemas
reivindicativos de Manolo o …
Gran motor es el amor, pregona la lírica. Hoy que parece que sólo el dinero mueve el
mundo, hoy que con tantísima frecuencia vestimos de verde nuestros cuerpos y
nuestros centros para protestar contra quienes quieren hacer mercaderías de
nuestros sueños y nuestras aulas, propongo que la historia del papelito de
Carmen suba un tanto al marcador del
eterno encuentro entre la usura y la poesía, entre el mercado y la escuela.
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