24 de noviembre de 2014

“Ana María 1 - Ratón 0”





A
l igual que en la otra alfabetización, la de la lectura y la escritura de toda la vida,   los primeros pasos en el aprendizaje de las habilidades virtuales, los primeros días, son de capital importancia para lo que vendrá después.
Hay  personas que declaran entre sonrisas llegar “totalmente a cero”,  que juran y perjuran que sólo han tocado el ordenador para quitarle el polvo.  Ni siquiera se han atrevido   a  apagarlo pues  en demasiadas ocasiones han recibido gritos, amenazas de sus hijos o compañeros “entendidos” sobre los grandes daños que sufre el ordenador si una persona no “docta” se decide a apagarlo cuando empieza a echar humo o el titular  se ha ido todo el fin de semana y lo ha dejado encendido.
Estas personas llegan asustadas al centro,  con un temor reverencial hacia los aparatos electrónicos y una valoración muy negativa de sus propias posibilidades.  Si alguna vez han intentado hacer algo con el ordenador habrá sido bajo la tutela de instructores desentrenados y nerviosos que ignoran que los mimos, las bromas  y el comportamiento amable y asertivo de la persona que intenta enseñar  son tan o más necesarios que la didáctica o la memoria para casi todos aprendizajes. En esto, aquella primera alfabetización de aes y oes, de ceros y dedos, de palitos y palotes, no se diferenciaba nada de esta.

-       Dale aquí, aquí, aquí y aquí – les indican impacientes  mientras el puntero se mueve veloz por la pantalla y las ventanas se abren y cierran en una cascada tan frenética como incomprensible. Cuadro  de texto 1

Por eso los primeros días, las primeras sesiones, son un continuo cruce de miradas inquietas que expresan angustias, miedos y  esperanzas. Hay personas que expresan todo eso hablando sin parar con sus inquietos compañeros, interrumpiendo el monólogo del profesor o apuntillando las explicaciones a solas  pero en voz alta para quien quiera recoger. Hay quien, por el contrario,  calla y toma nota hasta de los apuntes de inglés o de matemáticas que quedaron en la pizarra como rastro del trabajo de algún otro grupo, quizás el que habitó el aula el día anterior.
Son sesiones para que el grupo hable francamente  de sus miedos y sus esperanzas,  los ponga sobre el pupitre para que con esta terapia de palabras se pongan en la misma bolsa común los temores y los deseos.
Yo suelo poner a los grupos en “U”  en esas sesiones para que la gente que participa asocie las voces y las caras con las dudas y los anhelos. En el centro de la “U” coloco un ordenador completo y otro con las tripas fuera y tras las presentaciones de rigor -con sonrisas, risas y sin prisas-,   tras la  exposición de lo que sabemos y lo que queremos saber,  nos ponemos de pie y  jugamos a tocar el ordenador a sacar y ponerle piezas,  a destriparlo y a montarlo para que perdamos el temor profano a lo supuestamente intocable y  sagrado.
A veces,  ante la visión de hierros y cables, de plásticos, botones y conectores, damos el primer paso para acercarnos a este mundo de la informática sabiendo que somos nosotros los que mandamos sobre el bicho y no al contrario.
Y hablar, hablar, hablar mucho esos primeros días,  aguantando miradas de riña de la gente que ya tiene ciertas destrezas con el  teclado y  desea pasar de tanta disertación: qué es la Informática, cómo nació, en qué consiste, cómo se llaman y para qué sirven las partes del ordenador, etc;  comentar con la gente que se inicia sus sensaciones,  combatir el desaliento, desdramatizar, reírse de uno mismo, etc.
Ana María vino con la coletilla de “yo no sé nada de nada” y una ración de nervios a flor de piel que no la dejaba callar.  Abría los ojos de par en par  durante las explicaciones y participaba como la que más.
Después de media hora de explicaciones  -más o menos-  pasábamos al aula de ordenadores pues  por pura precariedad mobiliaria usábamos aulas diferentes para la teoría y la práctica.
Es curioso: las personas que vienen solas parecen tener  una especial intuición para agruparse según el nivel de destrezas que creen poseer. Se observan durante los ratos  de teoría, se miden y, con unas dosis paranormales de intuición, terminan simpatizando solidarias y sentándose junto a  aquellas que presienten iguales a ellas en destreza… o en torpeza.  Esta distribución homogénea que se crea es buena en ocasiones y en otras no tanto.  Cuando han transcurrido dos o tres sesiones y   sin que yo intervenga,  ya se han asignado los ordenadores;  estos ejercen una especie de magnetismo que los lleva a sentarse cada día en el mismo equipo como si de una regla monacal se tratara.
A veces tengo que romper esta inercia para favorecer la ayuda solidaria entre compañeras y estos cambios aunque aceptados, no son siempre bienvenidos.  En la mayoría de los casos, terminan volviendo subrepticios  a la distribución inicial.
Una vez entendida la rutina de encendido y apagado del ordenador -entendido nunca significa que lo recordemos de un día para otro- entramos en el programa “Mueve el Ratón”. Nunca agradeceré lo suficiente a la FAEA haber desarrollado este material. 

El miedo de Ana Mª y sus compañeras se evapora cuando empezamos – tras  la introducción y la explicación del contenido- a colorear figuras a base de hacer clic y arrastrar.
Pinchar, arrastrar y colorear un grupo de globos cautivos,  un tren saleroso o un muñeco de nieve.
-¡Qué divertido! -se oye rápidamente.
El pulso tembloroso, ese gran enemigo al que hay que domesticar, aparece por primera vez con forma de pincelada o de trazo largo, tan largo que se sale del vagón o del ojo del muñeco entre risas.
Ana María se esfuerza pero el ratón no pinta donde ella desea, donde ella elige y, de repente,  huye a una esquina y se esconde;  cuando ella  mira de nuevo la pantalla el ratón  ya no está en el sitio donde lo dejó pero ella  lo encuentra y cuando, otra vez,  quiere conducirlo maniatado al otro ojo del muñeco, el roedor electrónico le regala un intempestivo trazo negro que emborrona su obra de arte.
Hay un momento – sospecho-  en el que Ana Mª desea tener como mínimo cuatro ojos, dos para el ratón insumiso  y  dos para la pantalla pues cuando vigila la posición del cursor en la imagen  se le escapa la colocación de los dedos y viceversa.
Le reprendo comprensivo:

-¡Ana no mires para el ratón! Fija la vista en el monitor,  sigue el cursor

Y Ana -jura y perjura- procura hacerme caso y lleva adelante la tarea como se lo indico pero... son demasiadas las instrucciones  simultáneas que debe aplicar mientras hace esfuerzos para recordar. Hay palabras aquí, en esta clase - recuerda -   que no significan lo mismo que en la vida real: “pinchar” no es clavar una aguja, “monitor” no es el  chico macizorro que te enseña natación, “arriba” no significa que haya que levantar la vista...

Y atenta a todo eso,  se da cuenta que de nuevo ha perdido de vista el ratón –“¡Uy, no,  el cursor!”- y que debe encontrarlo sin mirar ni un poquito a la mano porque yo estoy cerca y le volvería a reñir severo. Quizás por eso,   cuando quiere darse cuenta,  se ha salido de la mesa y se le ha caído el ratón al vacío. Ana suspira, coloca el ratón de nuevo en la mesa y vuelve a empezar.

Me resulta curiosa, esclarecedora, la diversidad de modos con la que mis alumnas novatas agarran el ratón: hay quien coloca los dedos pulgar e índice a los costados del aparato y lo impulsa con pequeños golpecitos laterales, retirando los dedos cuando hay que hacer clic,  para, al final, cruzar los brazos cuando fracasan o triunfan; otros se limitan a darle pequeños toques en el rabo o el hocico del ratón con un miedo terrible como si de verdad fuera a morderles y contagiarles la peste “bytonica” .

Corto la clase y explico la posición correcta sosteniendo un ratón al aire:

-        “...la mano entera sobre el ratón, los dedos pulgar y anular rodeándolo, el dedo índice sobre el botón izquierdo y el dedo corazón sobre el derecho.  Se mueve moviendo el brazo entero desde el codo, ni con los dedos ni con la muñeca.  Los dedos cada uno sobre su botón y la mano no se retira de ahí hasta que acaba la clase.”

Seguro que con mis demandas  habré provocado más de una luxación en el intento de colocar cada dedo en su sitio.  Pero lo que no logro de ninguna manera es que no miren al ratón  dos segundos antes de hacer clic, para asegurar que tienen la mano correctamente colocada.

-¡Juan,  este ratón no me hace caso! -oigo en las cercanías del puesto de Ana.

Me acerco al puesto y veo a la que me lanza la pregunta rígida, hasta envarada,  con la vista fija en la pantalla y la mano correctamente  colocada sobre el ratón... ¡que está colocado al revés!  Y claro,  no es que haga cosas raras, es que parece que se ha vuelto loco. Le pongo el ratón en la posición correcta y no digo nada.  Me río para mi interior y lo apunto por si algún día escribo algo sobre esto.
Me paso un rato corrigiendo posiciones de la mano y, en muchos casos, debo tomar la mano de mis alumnas y poner la mía encima de la suya para que corrijan.  Siento su vergüenza -recuerdo que hacíamos lo mismo hace 25 años cuando encontrábamos a las personas que no sabía  coger un lápiz y debíamos facilitarles la postura- pero ese contacto físico rompe en muchos casos una barrera de aislamiento y provoca un torrente de palabras.
Ana Mª sigue su proceso.  Aquello parece un numerito de esos rodeos americanos con un vaquero  estrafalario intentando dominar a un caballo loco que lo tira a la arena y lo patea continuamente.
Pero entre risas, trazos, mosqueos, bloqueos y colores, avanzamos.  Cuando apenas quedan veinte minutos para acabar la clase les propongo que vayan al último ejercicio  y traten de aplicar lo aprendido: como fieras virtuales clican, arrastran, pinchan, seleccionan, etc... en el austero mapa autonómico  en blanco que les propone el programa .

-La persona que mejor coloree el mapa,  y vosotras seréis el jurado también,  recibirá un maravilloso premio: un viaje con todos los gastos pagados… alrededor de la Plaza Peral.

Risas y trabajo. Poner los cinco sentidos en no salirse de los límites de Andalucía o en colorear de verde la provincia de Cádiz.  Maldecir al programa por no tener herramientas de corrección y obligarlas a volver al principio si quieren eliminar algún defecto. Ana Mª pide casi a gritos una mesa más grande pues no para de empujar el teclado de la compañera, invadiendo el poco espacio que tienen para hacer correr el ratón. Cuadro de texto  4
Terminará el tiempo y la veré acabar transfigurada.
-¿Ya se ha acabado la clase? ¿Ya han pasado dos horas?
No se lo cree.  Se siente a medias eufórica y a medias defraudada por no haber sido capaz de meter en cintura al roedor.   Pero ya no le tiene miedo.
Andará el tiempo y le tomará la medida justa.  Meses después, cuando le toque hacer la crónica para colgarla en el blog, presumirá ufana.

Habrá sido su primera batalla y la habrá ganado.  Le quedarán mil más: contra la letra demasiado pequeña, contra las palabras y las órdenes -frases en inglés- , contra las direcciones mail y las contraseñas, etc. Perderá algunas, ganará otras, pero esta escaramuza quedará en su memoria y en la mía como la primera que conquistó.
Más revelador que todo lo que pudo escribir fue el titular que le puso a su crónica y que yo he usado para dar título a este capítulo.

“Ana María 1 -  Ratón  0”


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