24 de noviembre de 2014

LA SONRISA DE MALENA



LA SONRISA DE
MALENA





“Por un momento, aluciné  y  las ví del brazo dirigiéndose a aquella pequeña escuela que cambiaría sus vidas y las nuestras: Rosa  con un lápiz y un cuaderno; Malena con el maletín de  su portátil y una gruesa carpeta.”

A
 mediados de los noventa  salió de nuestro centro la última promoción del Tercer Ciclo, la enseñanza presencial para la obtención del título de   Graduado Escolar con el que culminaba la extinta Enseñanza General Básica ( EGB).
A lo largo de poco menos de una  década,  habíamos desarrollado este Plan  con una  metodología o - con una dosis mayor de modestia -   con unas estrategias metodológicas  propias, basándonos  en la  investigación participativa  y colectiva. Como ya conté en el anterior Cardito de Puchero – en el capítulo de “Versos Pupítricos” – nos costaba una barbaridad convencer a quien venía por un título de la necesidad de participar, asistir, dialogar e investigar el medio pero  al final los resultados eran – o al menos así nos lo parecían  -   buenos. También resultó  trabajoso, en ocasiones, convencer al profesorado que se incorporaba de nuevas  sobre la inmersión en esta práctica de enseñanza democrática. Cuadro de texto  5
Sin embargo, y ese fue quizás  el mejor fruto, muchas de aquellas personas que pasaron  por las aulas del Tercer Ciclo  se enamoraron tan profundamente  del proceso transformador de la Educación de Adultos que permanecieron a nuestro lado incorporándose, por ejemplo, a la Asociación de Alumnos  o participando en cuanto proyecto sociocultural se generaba  con posterioridad en las cercanías del Centro de Adultos. Otras personas, tras pasar por nuestros grupos,  se incorporaron al tejido asociativo de nuestra ciudad y hoy, cuando  los vemos participar de manera activa  en los procesos sociales que hoy la sacuden y la vitalizan recordamos con cierto orgullo de responsabilidad que fue en nuestro Centro,  respondiendo a las preguntas que les lanzábamos  desde nuestra insolencia pedagógica,  donde urdieron sus primeros mimbres militantes.

Se estaba implantando  la LOGSE y había que desarrollarla  en todas las modalidades educativas. En la Educación de Personas Adultas en Andalucía que apenas había consolidado el modelo que se disponía en la Ley de Educación de Adultos  del año 1991 y en sus  posteriores decretos de desarrollo,   empezábamos a debatir cómo se haría esta primera modernización y desde  la Administración Educativa eternamente socialista  se afirmaba con excesivo optimismo  que tras una decena de años de “Programa de Alfabetización”, el nivel de analfabetismo  en Andalucía  era prácticamente  residual. El problema fundamental de la Educación de Adultos, según la misma versión,  era la permanencia del mismo perfil de alumnado en las mismas aulas y por tanto el estancamiento del proyecto educativo.
Al finiquitarse la EGB desapareció también con  ella la titulación de Graduado Escolar. La titulación  mínima, homologable en toda la recién inaugurada UE, sería la de Graduado en Enseñanza Secundaria y el debate se centraba sobre en qué centros  se impartirían  las nuevas titulaciones y, al hilo, qué profesorado se encargaría de ese proceso de titulación que en la práctica  significaba el otorgamiento de la ciudadanía académica europea.

¡Estábamos tan mal acostumbrados! Hasta entonces, nos habíamos creído protagonistas de la Educación de Perdonas Adultas.  Creo que recibimos la primera bofetada en nuestro orgullo de pioneros pedagógicos cuando a pesar de los debates y de la opinión mayoritaria  de nuestra combativa  comunidad educativa, de un millar de protestas dinámicas y continuas,  la entonces CEJA  (Consejería de Educación de la Junta de Andalucía) con la alianza nefanda de los sindicatos mayoritarios impuso un modelo que mutilaba el futuro de nuestro modelo educativo.  Yo, “para más  inri” -  que  es como rotulamos por aquí los pesares cuando la reiteración de agravios nos desborda - me acababa de reincorporar a mi Centro tras  terminar una  liberación sindical de  seis años en el más importante de estos cómplices  sindicales necesarios, en  CCOO, desde dónde había defendido con uñas y dientes una opción radicalmente diferente. Cuadro de texto  6.1 y 6.2


En resumen, la enseñanza secundaria de personas adultas pasaba a ser patrimonio de los IES, donde ya empezaba a sobrar personal una vez pasado el boom de natalidad, mientras que los CEAs nos limitaríamos a preparar las convocatorias residuales del extinto Graduado Escolar, y continuaríamos con la Formación Instrumental Básica  a la vez que empezábamos a dar talleres de Idiomas  y, por fin, de Informática.

Hasta ese momento los ordenadores “buenos” – y es un decir muy exagerado -  del Centro estaban en la secretaría y tenían uso administrativo con programas de uso complicado que sólo entendía gente entrenada. En realidad, eran tan antiguos como las voluminosas enciclopedias que todavía  poblaban los estantes de las aulas. 

Cierto es que también  había algún aparato más – aún  más antediluviano -  en la sala de profesores de la Casa de Cultura, nuestro local de acogida urgente tras el abandono precipitado de nuestro Centro de la Calle Gatona,  pero su uso era muy reducido ya que  el analfabetismo virtual era tan mayoritario entre el profesorado como entre el alumnado. La gente  que “entendía de ordenadores” eran islas diminutas en un mar de ignorancia  e ideas preconcebidas. 

Entre el profesorado menudeaban  los motivos para no modernizarse. Podíamos tropezar con  la excusa salarial:  “No me pagan por eso”;   la evasiva didáctica: “Donde esté un papel y lápiz”; el ludismo reivindicativo: “Los ordenadores terminarán por desplazarnos de las clases”,  o la  más humilde  disculpa posibilista : “Soy demasiado mayor  para aprender esas cosas”, etc.

Los primeros experimentos colectivos de introducción de la informática en las clases, los hicimos  con grupos de Neolectoras aprovechando un aula de informática cercana que la Federación de Asociaciones de Padres (aún no se habían colado las madres en las siglas aunque como ahora copaban el trabajo diario) había montado en la misma Casa de la Cultura donde nos alojábamos.  Ángel, Tere y yo fuimos los primeros en subir al aula en horas convenidas con nuestros grupos completos. Recuerdo que había que llevarlas casi a rastras pues no entendían que pintaban ellas - “... porque yo a lo que vengo  aquí es a leer y a escribir” como decía Merceditas de mi vida, en Cardito de Puchero  -  en un aula de informática. De este período al que denomino en mi memoria  la prehistoria digital del Centro, recuerdo que…



El aula que nos  prestaban disponía de quince puestos de ordenador, organizados en cinco filas horizontales de cinco aparatos cada una. Mi grupo, en cambio,  oscilaba entre quince y veinte mujeres. Al menos esas eran las que figuraban en la lista. Normalmente el esfuerzo  de subir una planta y la escasa motivación por la formación digital de una parte de ellas, lograba que la asistencia que por lo general  era sólida se debilitara de manera anómala cuando  la sesión informática era anunciada el día anterior. Cuando las pillaba por sorpresa y decidía dedicar  a ese fin la segunda hora  de la sesión, las deserciones se producían  en el corto trayecto entre un aula y otra, por la escalera o  desde los baños. Digamos que casi se me esfumaban a través de las paredes.  En los años a que nos referimos – segunda mitad de los noventa -  no se había generalizado aún  el uso de los móviles  y nadie se podía acoger a la excusa del mensaje de última hora o la pitada expiatoria, como ocurre ahora muy de vez en cuando alguien quiere “fumarse” una actividad  o una parte de la sesión.

A mí se me ocurrían  varias formas de minorar la espantada: la más segura  era colocarse  cual mastín docente   al final de la fila migratoria y pastorear  el camino cuidando sobre todo los accesos a la escalera y a los  servicios. Yo insistía, rogaba, suplicaba  para que  dejaran los chaquetones o los bolsos en el aula original.  De esa forma  se aseguraba el  viaje  para  arriba y su regreso.

Aun así, la mayoría de las veces solía dejarme  convencer por las excusas de algunas con el objetivo de reducir hasta quedarme  con un grupo selecto, interesado en cuanto a su calidad y operativo en cuanto a su cantidad.

-                  Juan, que yo  no me acordaba de que hoy era jueves y tengo que acompañar a mi hija al tocólogo  que lo tiene a las doce y media en el ambulatorio de ahí de ….
-                  Pero  si hoy es lunes… - me atrevía a replicar yo como si fuera la primera vez que la oía argumentar ausencias por  las revisiones de esa   hija eternamente embarazada.
-                  Eso, el lunes , lo que yo le dije a ella… -  y con una retahíla ya ininteligible pues iba dirigida a la vez a su hija, a sus compañeras y a mí , cogía el bolso, descolgaba el  abrigo y se iba rápida, con una agilidad inusual, sin volver la cara siquiera.

O

-                  Juanito, hijo,  que me tengo que ir , que me encargó mi vecina que le comprara en la Plaza  - así llamamos en mi pueblo al Mercado de Abastos situado, hay que aclarar,  a una respetable  distancia de nuestro centro - medio kilo de boquerones medianos  pa’ ponerlos en vinagre que a ella le salen mu’ ricos porque le echa …
-                  ¿Y vas a ir ahora hasta la plaza si ya son  más de las  doce?  – repliqué yo cortando a la brava la receta.
-                  No…  pero yo se lo compro en una pescadería que hay cerca de mi casa,   que lo que pasa es  que cierra a la una …
-                  Pero si además hoy es lunes y  no hay pescado ni en la plaza ni …
-                  Eso es lo que le ha dicho yo a ella… - y se iba con la misma prisa, el mismo abrigo en bandolera y la  voz con  la misma ristra de jeringonzas perdiéndose en el  eco  en  la escalera.

O

-                  Juan , yo me voy a ir -  y hay que observar que  ya Milagros no me pedía permiso, no: me comunicaba una decisión de hecho -  porque tengo que plancharle la camisa blanca a mi marido que entra esta tarde en el bar que tiene el turno hasta la noche y …
-                  Pero si el bar donde trabaja tu marido descansa los lunes  – y esta vez la atrevida que replicaba era Chari, la delegada – que lo sé porque  que yo he pasado al venir  y estaba…
-                  ¿A que sí? Po eso es lo que le he dicho yo… - yotra que se iba  imitando en  balbuceos, urgencias  y porte  de equipaje a las anteriores

O, en fin, las más descaradas, como la de Pepa, octogenaria y bromista donde las hubiera.

-                  Juan y  si te digo que me ha venido la regla y que me encuentro mal y que me quiero  ir a mi casa, ¿qué?
-                  Si, Pepita, hija, vete para tu casa pero por el camino a ver si encuentras a un periodista que te haga una foto y un reportaje  - le autorizaba yo entre risas - porque lo tuyo no es una excusa, es un milagro.
-                  Pues yo,  – decía Charo,  su compañera de bloque, de edad y vida se levantaba solidariamente -   yo  la acompaño no le vaya a esta niña a dar una fatiga por el camino.

Y así, entre excusas de verdad, mentiras pequeñas y bromas,  casi siempre terminaba quedando con un grupo como he dicho antes operativo en cuanto a su tamaño e  interesado  en la tarea o, al menos, no enemigo beligerante de la informática.

En alguna ocasión tuve que sentar a dos personas en el mismo ordenador y en otras ocasiones me fue imposible sentar a cinco mujeres de su “talla humana” en una  fila de cinco  puestos previstos. Las dimensiones de los puestos buscando sin duda rentabilizar el espacio había sido calculado para un perfil físico muy diferente al de  algunas de mis alumnas   y la quinta silla terminaba vacía en un rincón o exilada en el pasillo.  Yo debía estar atento salpicar las tallas  para  hacer posible los cinco puestos por fila pero  cuando – vigilando las deserciones -  era el último en llegar al aula, mis alumnas ya se habían colocado siguiendo criterios de afinidad y una vez sentadas, la estrechez de los pasillos entre filas  convertía  en imposible la tarea de ordenar de manera más “eficaz” su disposición.   Sería  más fácil tirar el tabique y sacarlas por el lado de la pared de madera.

Una vez sentadas, llegaba la primera pregunta, que en realidad sería la misma que, disfrazada de mil formas,  se repetiría a lo largo de toda la sesión:

-                  Y ahora… ¿qué hacemos, Juan? – preguntaban varias   a la vez escudriñando  el aula con el movimiento nervioso de los cuellos de las gallinas o como quien entra a la sala de espera de un dentista
-                  Por lo pronto, por lo pronto… ¡quitamos  los bolsos de encima de los teclados!

Allí estaban. No preguntéis cómo pero de la misma  manera que todas llevaban el abrigo puesto, todos los bolsos estaban allí, sobre los teclados, y todas los tenían agarrados de alguna manera. Con las dos manos, colgados del brazo, cruzados sobre el pecho. Daba igual lo que yo les hubiera dicho, mis ruegos, mis recomendaciones, mis amenazas…  Podría hundirse el mundo, barrer la costa de Cádiz el más imprevisto  maremoto acompañado del más fulminante tsunami que cuando los helicópteros de la televisión o de la Cruz Roja buscaran supervivientes en los tejados, encontrarían a mis alumnas en la azotea del centro agitando  el bolso para llamar la atención. Si una deflagración apocalíptica o  el más brutal cataclismo  segaran de repente  la vida de la Humanidad toda, en la sala del juicio final  mis alumnas serían fácilmente reconocibles porque ellas habrían cogido el bolso antes de entrar a la audiencia  postrera.

-                   Y… ¿dónde los ponemos, Juanito? -   volvieron a quejarse mientras volvían a mover nerviosamente  el cuello explorando escondrijos cercanos. En las mesas de trabajo no había sitio y los respaldos de las silla estaban casi pegados a la fila posterior - ¿Dónde los ponemos?
-                  En el suelo mismo, ¿no?
-                  ¿En el suelo voy a poner yo el bolso? – lanzó Dolores torciendo el morro – En el suelo no,  ‘uanito,  no… que “Bolso en el suelo….
-                  …. se escapa el dinero” – remató el resto de la clase como si de un coro de tragedia griega se tratara, como si llevaran años ensayando a la espera del debut en  aquel momento.

Y lo que pudiera parecer una divertida y frágil superstición se convirtió,  también de repente,   en una  losa de pedernal que volvía infranqueable el acceso al comienzo de la sesión.  Alguna quiso convencerme  de que le dejara  poner el bolso en equilibrio sobre el monitor, sobre sus rejillas de ventilación pero  las más se obstinaban en  mantenerlo junto al chaquetón que ya se había quitado y tenía sobre la falda.  Era imposible. Dados los volúmenes del regazo, el abrigo y el bolso, las asas de este último  quedaban casi  a la altura de la nariz de mis discípulas  y caían sobre el teclado, impidiendo la escritura y  el  movimiento del ratón.

Al final negociamos una solución intermedia.  Las prendas nos  las dejaríamos  puestas o sobre las rodillas porque allí hacía  un frío  de los de  congelar pescado pero los bolsos irían  conmigo todos a un sitio donde  ellas podrían verlos y tenerlos bajo control: la  reducida mesa del profesor.  Poco a poco, - “¡El mío ponlo arriba que a lo mejor me tengo que ir antes de que acabe la clase!” “¡Dale la vuelta al mío que se no cierra bien y a ver si se cae todo…!”  - terminé rodeando mi equipo con  una montaña de bolsos que me recordó – sería la proximidad de las fechas -  el portal de Belén  con un salvapantallas móvil  de Windows 95 a modo de Sagrada Familia, un teclado negro a modo de musgo  y un ratón de bola haciendo las veces de buey. Durante el tiempo que duró la sesión ninguna perdió de vista su ubicación. Yo creo que miraban más al “ropero” que a mí.

Ya sentadas y “desembolsadas”, volvimos a intentarlo.

-                  Y ahora… ¿qué hacemos, Juan? – se oyó de nuevo la voz colectiva, esta vez acrónica,  como si fuera una  jaculatoria grupal
-                  Como veréis un equipo informático tiene varias partes  - y  poniendo las manos sobre uno de los equipos de la fila delantera para no tener que desenterrar el mío creando  alarmas innecesarias, continué -  Vamos a encender el ordenador pulsando…
-                  Uy, no, que a mí me da miedo. ¿Y si le doy donde no es y le hago algo?- advirtió Loli lanzando la mitad de la frase hacia mí y el resto hacia su compañera.
-                  ¿Entonces para qué has subido? - replicó Manoli desde la fila de atrás.
-                  Yo qué sé, a  lo mejor se encendían solos al vernos a entrar.  Enciéndelo tú, anda,  Juan.
-                  ¿Todos?- dije yo, intentando poner un poco de sorna en la voz.
-                  El mío, por lo menos, que soy la más torpe de todas – volvió a contestar la interpelada  sin captar ni un poquito  la ironía.
-                  Qué dices,  si la más torpe soy yo que no sé  ni dónde está el equipo  ese que dice Juan – ahora era Carmen la que se inscribía en  el torneo de desméritos que acababa de inaugurar su compañera
-                  Hija, no sea  más bruta, el equipo informático, es  que el ordenador  es como si fuera  un equipo de fútbol; quiere decir Juan, que tiene… muchos jugadores… ¿no, Juan, no es eso? – volvió a la carga Manoli que era de las muy, muy interesadas.
-                  Eso es, no preocuparos que esto es muy sencillo y …
-                  Claro, sencillo para ti que ya lo sabes pero... – contraatacó Loli sin apenas descruzar los brazos.
-                  … vamos a localizar el botón más gordo que es como el interruptor del  ordenador y veréis que se enciende un piloto  que …
-                  Yo creo que el mío ya estaba encendido porque la bombilla  esa del piloto ya estaba verde – me informó Paquita
-                  No diga eso que tú ya le has tocado en el botón antes de que … - el interés de Manoli la estaba volviendo un poco insoportable para sus compañeras
-                   ¿Tú le has pulsado en el botón?- quise averiguar yo.
-                  No,  Juan, yo…
-                  No le hagas caso, Juan, que esta antes de sentarse ya había dado en todos los botones que vio. – y ahora la del chivatazo fue Clara que estaba a su lado.
-                  Habrá sido sin querer.
-                  Sin querer…queriendo.  Que tú… “eres como la gente de Jerez… - recitó Manoli recuperando el protagonismo y dejando una invitación en el aire .
-                  ….. que si no toca no ve” -  cantó el coro recuperando  la sincronía de minutos antes.
-                  Bueno, vamos a pulsar el interruptor
-                  ¿Lo qué?
-                  Vamos a darle al botón gordo, por favor.
-                  ¿Qué hago yo,  le doy otra vez? Yo no toco en ningún lao más pa que no digan.
-                  No,  no le des.
-                  Juan,  no nos líes ¿le damos o no le damos?
-                  Todas, menos Milagros, pulsamos en el botón de encendido.
-                  Y yo ¿por qué no le puedo dar al botón gordo ese, Juan? -  se interrogaba sinceramente otra Milagros, la del fondo.
-                  Tú sí, Milagros Galán; tú no, Mila López – intenté aclarar yo señalando con el dedo ora una, ora la otra.
-                  Juan, de verdad, que en el mío no se enciende ahora  nada.
-                  Claro, Chari, chichi,  cómo se va a encender si le has dado en el botón del mío y me lo has apagado.
-                  Enciende el tuyo otra vez, Juana  y señálale a Charo cuál es su torre a ver si va a apagar también el de la compañera del otro lado.
-                  Juan, que el mío no tiene interruptor de esos grandes.
-                  Míralo  aquí, toto triste, esto es- acudió en su auxilio  su vecina de mesa.
-                  Ahhh,  yo que sé,   como ha dicho un interruptor yo estaba buscando uno como el de la pared o como…
-                  Venga, por favor, vamos a concentrarnos y a callarnos un poquito…
-                  ¡Que “pacencia”, Juan, que “pacencia” tienes con estas viejas! ¡Anda vamos  a dejarnos de botones y vámonos a tomar café! Juan, Juan… ¿dónde está Juan?


Yo no me había desmayado, ni estaba llorando escondido que bien podría ser: me había desplazado en una nube con motor de suspiros hasta el final de clase, buscando una perspectiva global de los monitores desde la espalda del grupo. Desde allí   pude comprobar  tres cosas: la primera es que había todavía tres o cuatro alumnas con el bolso sobre las piernas; la segunda era que  a una gran parte les resultaba divertido apretarse una a otra en todos los botones de  la Unidad Central y en tercer y principal lugar, que  la gran mayoría de  los monitores estaban apagados  con lo cual era imposible saber su estado.

-                  Antes de seguir vamos a encender los monitores
-                  ¿Yo? – añadió la Milagros precipitada – yo no toco en ningún lado que luego me dicen …
-                  ¿El monitor… lo qué es, Juan?
-                  La televisión chica esta, hija. La tele mía  de mi casa es más grande de treinta y tres “purgadas”,  que me la pusieron mis niños por los Reyes que la compraron…
-                  ¿Cuánto te costó? La mía…

Cuando por fin tuvimos  encendidos los monitores y  podíamos ver bailar  los logotipos de Windows 95 rebotando contra las esquinas de la pantalla,  alguien cuyo salvapantallas llevaba además  la fecha y la hora  gritó tirando de la alarma del vagón imaginario que ocupábamos y deteniendo su atropellada  marcha:

-                  ¿Esta hora que pone aquí es la hora que es?
-                  Uy,  es verdad, si son ya  casi las una -  contestaron varias levantándose  y provocando con sus comentarios un nuevo campeonato  de prisas y  urgencias.

Era algo así como  las trece menos  veintisiete pero…

-                  Esperad un momento que vamos a apagarlos.
-                  Sí, hombre, con lo que tardamos en cualquier tontería – dijo Loli que llevaba un mosqueo del siete desde la primera parte de la clase.
-                  Déjalos encendidos  y en la próxima clase nos enseñas a apagarlos porque hoy no nos da tiempo.

Y me pareció una buena propuesta, al menos en lo de  que no intentaran apagarlo,  porque seguro que alguna  tiraba del cable o le echaba el fular por encima para salir corriendo.



Aquello que hacíamos parecía tener  más de experimento chiflado que de propuesta seria para complementar los aprendizajes colectivos  con medios digitales. Entre otras cosas nos faltaba la experiencia docente,  la configuración apropiada de los equipos, el mobiliario adecuado, la secuenciación de los objetivos y contenidos, la temporalización, las sesiones y la continuidad  necesarias,  la motivación correcta… Lo único que teníamos era la voluntad precursora.

Cuando ya conseguimos avanzar un poco, necesitábamos la mitad de la sesión para poner en marcha los equipos y la otra mitad para comprobar que estuviesen correctamente apagados.  En los minutos escasos que iban de una a la otra mitad sólo nos quedaba tiempo  para intentar escribir con una infinidad de errores mecanográficos, ortográficos y sintácticos su nombre y apellidos. El corrector ortográfico del procesador de textos las  premiaba adornando las cuatro palabras conseguidas  – diez palabras para las más aventajadas que conseguían sumar las de su dirección  postal -  con una infinidad de  guirnaldas rojas,  verdes y azules. Para cuando, por turno riguroso,  volvíamos a tener acceso al aula- tres o cuatro semanas después -  la mayoría ya había olvidado hasta la planta en la que estaba “lo de informática”.

Sin embargo aunque los aprendizajes instrumentales no se materializaran, aunque las destrezas no se fijaran,  era de observar y valorar como crecía  la autoestima de algunas  de las personas que participaban de grado o a la fuerza  en “el experimento digital”:“Nunca me había imaginado yo – exclamaba una de las que más retranca destilaba  una y otra vez   para  negarse a subir -  que yo me vería usando un ordenador  “. Esa nueva imagen de sí misma  aporreando literalmente un  teclado le proporcionaba una descarga de autosatisfacción, de placidez,  que quizás ya experimentaban en menor medida con las repeticiones del cálculo y la lectoescritura.

Los maestros y las maestras  que nos implicamos,  nos vimos otra  vez  como quince años atrás intentando enseñar algo nuevo, aquello todo que  el mundo llamaba genéricamente  “LA INFORMATICA” y que ni siquiera dominábamos en la cantidad que juzgábamos necesaria como para empezar a enseñarla. También aprendimos pues  que debíamos “ponernos las pilas” en esa  nueva tarea de autoformación.

Aunque los ordenadores se extendían a los hogares cada vez  con más frecuencia, en la mayoría de los casos eran aún parcela de los niños jugadores y  los jóvenes chateadores. Aún  no se habían extendido la redes sociales lo suficiente como para que empezaran a menudear en nuestra secretaria las demandas de cursos de informática.

Cuando nos mudamos al nuevo centro hicimos muchos planes  y aportaciones a los planos primigenios que nos enviaron desde la Concejalía de Educación pero alguna de ellas – el indispensable ascensor, la instalación de proyectores y  la conexión a internet en todas las aulas… -  se evaporaron  en el mismo solárium  donde se disponían  los recursos económicos municipales.

Pero en el nuevo local teníamos una sala de profesores tan grande y tan linda que no pudimos soportarla y en cuanto pudimos construimos  una barricada de armarios que nos permitió partirla en dos  para crear el espacio de nuestra primera aula de informática. He insistido en poner una foto en la portada  de aquel aula primigenia para quienes quieran recordarla.

Pidiendo, rescatando, reparando, comprando, etc,  ya habíamos conseguido hacernos con ocho aparatos tan diferentes entre sí que más parecían un zoo digital, una exposición  virtual  de materiales de desecho que una clase para su uso. Como si se tratara de una leprosería de ordenadores, de un sanatorio de  equipos tuberculosos   allí fueron a parar los ordenadores desahuciados por el ayuntamiento, los que se desechaban en los flamantes centros  TIC  e incluso alguna donación personal.  Cada llegada era saludada por una parte cada vez menos minoritaria  del claustro con emoción contenida por lo que tenía de premonición. En la otra parte del claustro,  aun anidaba la risa cínica  y el comentario sarcástico cuando no la mirada hacia otro lado. El miedo al futuro torcía el cuello y el gesto  a la hora de la bienvenida.

Sus sistemas operativos, su capacidad y velocidad, eran tan heterogéneas que hacían muy difícil  cualquier intento de sistematización pedagógica. Ni quiera tenían todos las características técnicas  que permitieran conexión a la red  de manera efectiva y con una velocidad soportable para la enseñanza.

Una nueva casualidad nos permitiría avanzar un pasito más en nuestra infraestructura informática.  Por una rara carambola administrativa  se nos  ofreció a los centros de adultos de la provincia  la posibilidad de impartir cursos de Formación Ocupacional, doscientas horas de Informática básica para personas en paro.  En la dotación del curso se incluía una interesante cantidad económica  para el Centro que nos permitiría  invertir en más medios digitales. 


De nuevo nos tiramos a la piscina. Teníamos que montar como mínimo una docena de  puestos de ordenador  y comprometernos a impartir un currículo sencillo pero totalmente nuevo para nosotros  a la vez que aceptábamos la inspección del SAE.

Hubo que renovar y completar  “la flota digital”. Entre nuestros ocho  viejos  aparatos había alguno que ya no resistiría esa nueva misión y de los que hubo que despedirse apresuradamente.  Movimos cielo y tierra  con el mismo espíritu con el que antaño pintábamos paredes o tirábamos tabiques pero aparecieron los doce  equipos, ya lo creo.
Cierto que entre  esta docena inicial, no había trío  de equipos que tuviera la misma carcasa o el mismo tamaño, ni que se encendiera o apagara del mismo modo, pero cuando tuvimos aparejados doce equipos, doce monitores, doce teclados  y doce ratones nos sentimos tan orgullosos como lo estuvimos de Cantarería 23, de  Gatona 7  o del Centro que recién  estrenábamos.

Pero la principal novedad  en este plan para nosotros no era el temario– que también lo era – sino el perfil del alumnado que iba a asistir a las clases. Hasta ese momento habíamos trabajado la informática con mujeres mayores de 65 años y lo que el SAE nos enviaba ahora era un personal mucho más joven, nadie por encima de los cincuenta años y la mayoría entre los veinticinco  y los treinta y cinco años.


En este pequeño grupo llegó Malena al Centro: pequeña, delgadita,  apenas treinta años y siempre sentada sola al final de la clase,  con el rostro un poco blanco y la  expresión siempre a medias entre  el susto y la ilusión.

Yo debía impartir  las primeras cien  horas, un trimestre apenas y Pepe se haría cargo de otras tantas en la segunda parte del curso. En la práctica,  era frecuente vernos a los dos,  con ilusión de novatos,  dar la clase al alimón.

Cuando un grupo no me conoce, sus integrantes  suelen pasar un par de sesiones un poco apretados, tensos porque adopto una actitud muy “profesional” para explicar lo que ofrezco  y lo que espero en las sesiones venideras. Siempre hay quien se preocupa en exceso en  esta parte y pasa un mal rato inicial. Sin embargo, a medida que pasan los días,  empiezo a aflojar y a hacer partícipe a la clase de un clima de bromas y confianza
Quizás la asusté pero Malena fue de las más reservadas en esta parte primera. Llegaba puntual y faltaba contadas veces justificándose en su familia, sus hijos, su trabajo. Se sentaba en las filas de retaguardia pero no se perdía detalle tomando apuntes como loca aunque sin atreverse casi nunca a preguntar. Durante la parte práctica se sentaba con Toñi, la más parlanchina del grupo,  que la mareaba  - a ella y a mí - con su verborrea continua.
Juntas formaban un equipo estupendo que avanzaba con firmeza y yo no dudaba de usarlas como ayudantes en ocasiones. ¿Cómo? Cuando yo tenía que explicar una operación más o menos compleja, una ruta excesivamente larga o con demasiadas variables, me sentaba entre ellas y se lo explicaba un par de veces. Una vez que habían captado el proceso las enviaba a difundir “la buena nueva” y así, el número de explicaciones se me dividía por tres. Nunca se quejaron. Durante aquel trimestre  de cuatro clases semanales de dos horas, aprendí muchísimo de Informática porque debía estudiar mucho en casa, sistematizar lo que ya sabía, aprender lo nuevo y buscar la forma de enseñarlo.
Tras las clases volvía a mi taller doméstico a repasar  los éxitos y los fracasos, a consultar con Pepe, a enmendar los errores didácticos y vuelta a empezar. Me enfrentaba nervioso a casa sesión, pues  cada una era un  nuevo reto. Fueron muchas las ocasiones en las que tuve que decir “Eso no lo sé, me lo llevo para casa y mañana os diré, si puedo”. A veces eran ellas mismas las que resolvían el problema o me indicaban la  ruta alternativa más fácil, más corta.

Al finalizar una de las clases, una de las alumnas del grupo,  quizás con la vista y la cabeza demasiado cansadas de tanto archivo huidizo, no vio el escalón de salida del Centro y se cayó aparatosa y  bruscamente  en la puerta.  Se dislocó un  brazo y su cara quedó hecha un poema. Salimos pitando para Urgencias. 

En la sala de espera coincidí  con Malena que había tenido que dejar la clase un poco antes al recibir un mensaje urgente.  Su madre se encontraba mal y también habían tenido que llevarla al Hospital.  Esta coincidencia  – casualidades, causalidades…-  en   las urgencias médicas me permitió  descubrir con sorpresa y alegría que Malena era sobrina de Rosa, la Pistola   y que  conocía la historia del Centro de Adultos  porque su madre formaba parte de la cohorte familiar con la que Rosa  se asomaba al Centro.  Si habéis leído la primera parte de Cardito de Puchero, recordaréis  la importancia que tuvieron Rosa y su familia en la creación del Centro de Adultos y en mi vida personal. Quizás fuera Malena una de las niñas con las que jugué mientras sus madres hacían los dictados o  las cuentas de rigor.  No creo que llegara a dormir en mis brazos como otras de sus primas  pero si no la acuné fue por poquitos años. Desde entonces se estableció entre Malena  y yo una especial corriente de afecto y la vi cambiar en clase, hacerse más preguntona y sobre todo, más sonriente.
Mientras,  el grupo navegaba y había dejado atrás  el sistema operativo, el procesador de texto y empezaba conmigo a gestionar el correo electrónico.  Incluso hicimos una lista de  correos entre todos los integrantes  y prometimos seguir en contacto una vez acabado el curso.

Así fue con algunas, Malena entre ellas. Durante mucho tiempo mantuvimos  contacto fluido vía mensajería. Ella me contaba  sus progresos informáticos y sus demás aspiraciones formativas a la vez que me daba noticias de su familia. Yo ponía un especial empeño en motivarla para que siguiera “su itinerario formativo”.  Malena nadaba en un mar de dificultades pues además de trabajar “en lo que sale” – me decía – tenía que cuidar de una enorme familia suya y allegada pero con frecuencia buscaba  un rato para practicar y charlar con su profe.
Con la misma voluntad de hierro con la que su tía Rosa quería atracarse de cultura, Malena tenía en un rinconcito de su corazón el deseo de seguir estudiando y cuando me lo revelaba se le iluminaban los ojos y como a su tía, su sonrisa, disfrazaba de luna – cuarto menguante -  su cara.
Su ortografía  y su sintaxis – la que me mostraba por el Messenger, la de los apuntes… - era muy mejorable y  eso le producía mucha vergüenza y temor a la hora de comunicarse por escrito. Además echaba de menos tener Tiempo – así, con mayúsculas -  para  poder practicar el ordenador, leer, escribir….

Era muy frecuente que al aparecer por el chat me comentara que aprovechaba  un momento que la hija se había levantado del ordenador o que mientras los demás cenaban ella usaba el equipo  o, que de pronto, se excusara porque  la llamaban para cualquier faena doméstica  y se ausentaba con la esperanza de   poder seguir más tarde la conversación, una oportunidad que generalmente no tenía.

Al curso siguiente, la vi aparecer por el Centro con su maleta y su sonrisa – cuarto creciente-  porque se había matriculado en Formación de Base, solita, sin conocer a nadie, como las valientes. Coincidiríamos poco porque su grupo tenía  el horario de tarde y yo – mis hijos acaban de aparecer en mi vida – me había pasado a las mañanas para estar con ellos el resto del día.

No obstante en las tardes en las que debía ir al centro para completar horario, buscaba alguna razón para entrar en su clase y verla allí, al fondo, afanada en sus nuevas investigaciones, sus redacciones y sus problemas de cálculo.  Entretenido por la primera línea de las alumnas más jaraneras me era difícil cruzar con ella más que un par de palabras.  Pero salía de su clase muy confortado por su sonrisa, ahora de  luna casi llena.

Malena terminó adaptándose a ese grupo pero tardó algún tiempo en  confesarme – en cuanto a locuacidad, ay,  no heredó nada del torrente oral de su tía Rosa -  que aunque había hecho amigas y le gustaba el ambiente divertido de la clase, sus objetivos académicos no coincidían  con el frente bullanguero del grupo y que pese a  reconocer que seguía teniendo  graves problemas para asimilar  materias cada vez más complejas, ella aspiraba a que la hicieran trabajar más porque quería “seguir adelante”, llegar a sacarse el Graduado en Secundaria. Y cada vez estaba más segura de ella y más satisfecha de lo aprendido en el curso de informática porque le permitía buscar recursos, hacer consultas y le había colocado  “en un escalón diferente a la mayoría de la clase”.
 Quizás por eso,  cuando acabaron los dos años de FB que la normativa legal le permitía  y mientras  una buena parte del grupo decidía acogerse al “tercer curso”  en el mismo nivel  entre la comodidad y el miedo, el grupo de las más valientes, Malena entre ellas, dio el salto a la Secundaria.

El curso siguiente no  me incorporé hasta  el tercer trimestre y la encontré en el primer nivel de la ESPA semipresencial. Estaba sentada mucho más adelante al lado de Julia, que un mes después aprobaría el examen  en la convocatoria libre dándonos a nosotros una gran alegría y a  sus compañeras un maravilloso ejemplo de esfuerzo y pundonor. Allí estaba Malena aprobando y suspendiendo ámbitos y trimestres, estudiando inglés y sociales con problemas parecidos a los que tenía cuando llegó a aquel primitivo  aula de informática pero con una  sonrisa -  ahora si  de luna llena, luna plena-  una sonrisa  radiante que a mí me devolvió el recuerdo maravilloso de su tía. Por un momento, aluciné  y  las vi del brazo dirigiéndose a aquella pequeña escuela que cambiaría sus vidas y las nuestras: Rosa  con un lápiz y un cuaderno; Malena con el maletín de  su portátil y una gruesa carpeta. En la misma ensoñación, por una ventana pude ver un grupo de  maestros y maestras – Ángel, Pepe, Tere y yo  entre ellos -   con treinta años más que los que teníamos cuando Rosa nos homenajeaba con sus papas aliñás, ocupados en desempaquetar una treintena  de ordenadores, nuevos, flamantes que por fin les enviaba la Junta de Andalucía en la primera década del siglo XXI  pero  que ni siquiera podrían enchufar a ninguna red porque el centro no tenía potencia eléctrica  suficiente.  Pero, como diría mi amigo Pepe, eso será mimbre para otro canasto. 



No hay comentarios: