24 de noviembre de 2014

LA PREHISTORIA DIGITAL





El aula que nos  prestaban disponía de quince puestos de ordenador, organizados en cinco filas horizontales de cinco aparatos cada una. Mi grupo, en cambio,  oscilaba entre quince y veinte mujeres. Al menos esas eran las que figuraban en la lista. Normalmente el esfuerzo  de subir una planta y la escasa motivación por la formación digital de una parte de ellas, lograba que la asistencia que por lo general  era sólida se debilitara de manera anómala cuando  la sesión informática era anunciada el día anterior. Cuando las pillaba por sorpresa y decidía dedicar  a ese fin la segunda hora  de la sesión, las deserciones se producían  en el corto trayecto entre un aula y otra, por la escalera o  desde los baños. Digamos que casi se me esfumaban a través de las paredes.  En los años a que nos referimos – segunda mitad de los noventa -  no se había generalizado aún  el uso de los móviles  y nadie se podía acoger a la excusa del mensaje de última hora o la pitada expiatoria, como ocurre ahora muy de vez en cuando alguien quiere “fumarse” una actividad  o una parte de la sesión.

A mí se me ocurrían  varias formas de minorar la espantada: la más segura  era colocarse  cual mastín docente   al final de la fila migratoria y pastorear  el camino cuidando sobre todo los accesos a la escalera y a los  servicios. Yo insistía, rogaba, suplicaba  para que  dejaran los chaquetones o los bolsos en el aula original.  De esa forma  se aseguraba el  viaje  para  arriba y su regreso.

Aun así, la mayoría de las veces solía dejarme  convencer por las excusas de algunas con el objetivo de reducir hasta quedarme  con un grupo selecto, interesado en cuanto a su calidad y operativo en cuanto a su cantidad.

-                  Juan, que yo  no me acordaba de que hoy era jueves y tengo que acompañar a mi hija al tocólogo  que lo tiene a las doce y media en el ambulatorio de ahí de ….
-                  Pero  si hoy es lunes… - me atrevía a replicar yo como si fuera la primera vez que la oía argumentar ausencias por  las revisiones de esa   hija eternamente embarazada.
-                  Eso, el lunes , lo que yo le dije a ella… -  y con una retahíla ya ininteligible pues iba dirigida a la vez a su hija, a sus compañeras y a mí , cogía el bolso, descolgaba el  abrigo y se iba rápida, con una agilidad inusual, sin volver la cara siquiera.

O

-                  Juanito, hijo,  que me tengo que ir , que me encargó mi vecina que le comprara en la Plaza  - así llamamos en mi pueblo al Mercado de Abastos situado, hay que aclarar,  a una respetable  distancia de nuestro centro - medio kilo de boquerones medianos  pa’ ponerlos en vinagre que a ella le salen mu’ ricos porque le echa …
-                  ¿Y vas a ir ahora hasta la plaza si ya son  más de las  doce?  – repliqué yo cortando a la brava la receta.
-                  No…  pero yo se lo compro en una pescadería que hay cerca de mi casa,   que lo que pasa es  que cierra a la una …
-                  Pero si además hoy es lunes y  no hay pescado ni en la plaza ni …
-                  Eso es lo que le ha dicho yo a ella… - y se iba con la misma prisa, el mismo abrigo en bandolera y la  voz con  la misma ristra de jeringonzas perdiéndose en el  eco  en  la escalera.

O

-                  Juan , yo me voy a ir -  y hay que observar que  ya Milagros no me pedía permiso, no: me comunicaba una decisión de hecho -  porque tengo que plancharle la camisa blanca a mi marido que entra esta tarde en el bar que tiene el turno hasta la noche y …
-                  Pero si el bar donde trabaja tu marido descansa los lunes  – y esta vez la atrevida que replicaba era Chari, la delegada – que lo sé porque  que yo he pasado al venir  y estaba…
-                  ¿A que sí? Po eso es lo que le he dicho yo… - yotra que se iba  imitando en  balbuceos, urgencias  y porte  de equipaje a las anteriores

O, en fin, las más descaradas, como la de Pepa, octogenaria y bromista donde las hubiera.

-                  Juan y  si te digo que me ha venido la regla y que me encuentro mal y que me quiero  ir a mi casa, ¿qué?
-                  Si, Pepita, hija, vete para tu casa pero por el camino a ver si encuentras a un periodista que te haga una foto y un reportaje  - le autorizaba yo entre risas - porque lo tuyo no es una excusa, es un milagro.
-                  Pues yo,  – decía Charo,  su compañera de bloque, de edad y vida se levantaba solidariamente -   yo  la acompaño no le vaya a esta niña a dar una fatiga por el camino.

Y así, entre excusas de verdad, mentiras pequeñas y bromas,  casi siempre terminaba quedando con un grupo como he dicho antes operativo en cuanto a su tamaño e  interesado  en la tarea o, al menos, no enemigo beligerante de la informática.

En alguna ocasión tuve que sentar a dos personas en el mismo ordenador y en otras ocasiones me fue imposible sentar a cinco mujeres de su “talla humana” en una  fila de cinco  puestos previstos. Las dimensiones de los puestos buscando sin duda rentabilizar el espacio había sido calculado para un perfil físico muy diferente al de  algunas de mis alumnas   y la quinta silla terminaba vacía en un rincón o exilada en el pasillo.  Yo debía estar atento salpicar las tallas  para  hacer posible los cinco puestos por fila pero  cuando – vigilando las deserciones -  era el último en llegar al aula, mis alumnas ya se habían colocado siguiendo criterios de afinidad y una vez sentadas, la estrechez de los pasillos entre filas  convertía  en imposible la tarea de ordenar de manera más “eficaz” su disposición.   Sería  más fácil tirar el tabique y sacarlas por el lado de la pared de madera.

Una vez sentadas, llegaba la primera pregunta, que en realidad sería la misma que, disfrazada de mil formas,  se repetiría a lo largo de toda la sesión:

-                  Y ahora… ¿qué hacemos, Juan? – preguntaban varias   a la vez escudriñando  el aula con el movimiento nervioso de los cuellos de las gallinas o como quien entra a la sala de espera de un dentista
-                  Por lo pronto, por lo pronto… ¡quitamos  los bolsos de encima de los teclados!

Allí estaban. No preguntéis cómo pero de la misma  manera que todas llevaban el abrigo puesto, todos los bolsos estaban allí, sobre los teclados, y todas los tenían agarrados de alguna manera. Con las dos manos, colgados del brazo, cruzados sobre el pecho. Daba igual lo que yo les hubiera dicho, mis ruegos, mis recomendaciones, mis amenazas…  Podría hundirse el mundo, barrer la costa de Cádiz el más imprevisto  maremoto acompañado del más fulminante tsunami que cuando los helicópteros de la televisión o de la Cruz Roja buscaran supervivientes en los tejados, encontrarían a mis alumnas en la azotea del centro agitando  el bolso para llamar la atención. Si una deflagración apocalíptica o  el más brutal cataclismo  segaran de repente  la vida de la Humanidad toda, en la sala del juicio final  mis alumnas serían fácilmente reconocibles porque ellas habrían cogido el bolso antes de entrar a la audiencia  postrera.

-                   Y… ¿dónde los ponemos, Juanito? -   volvieron a quejarse mientras volvían a mover nerviosamente  el cuello explorando escondrijos cercanos. En las mesas de trabajo no había sitio y los respaldos de las silla estaban casi pegados a la fila posterior - ¿Dónde los ponemos?
-                  En el suelo mismo, ¿no?
-                  ¿En el suelo voy a poner yo el bolso? – lanzó Dolores torciendo el morro – En el suelo no,  ‘uanito,  no… que “Bolso en el suelo….
-                  …. se escapa el dinero” – remató el resto de la clase como si de un coro de tragedia griega se tratara, como si llevaran años ensayando a la espera del debut en  aquel momento.

Y lo que pudiera parecer una divertida y frágil superstición se convirtió,  también de repente,   en una  losa de pedernal que volvía infranqueable el acceso al comienzo de la sesión.  Alguna quiso convencerme  de que le dejara  poner el bolso en equilibrio sobre el monitor, sobre sus rejillas de ventilación pero  las más se obstinaban en  mantenerlo junto al chaquetón que ya se había quitado y tenía sobre la falda.  Era imposible. Dados los volúmenes del regazo, el abrigo y el bolso, las asas de este último  quedaban casi  a la altura de la nariz de mis discípulas  y caían sobre el teclado, impidiendo la escritura y  el  movimiento del ratón.

Al final negociamos una solución intermedia.  Las prendas nos  las dejaríamos  puestas o sobre las rodillas porque allí hacía  un frío  de los de  congelar pescado pero los bolsos irían  conmigo todos a un sitio donde  ellas podrían verlos y tenerlos bajo control: la  reducida mesa del profesor.  Poco a poco, - “¡El mío ponlo arriba que a lo mejor me tengo que ir antes de que acabe la clase!” “¡Dale la vuelta al mío que se no cierra bien y a ver si se cae todo…!”  - terminé rodeando mi equipo con  una montaña de bolsos que me recordó – sería la proximidad de las fechas -  el portal de Belén  con un salvapantallas móvil  de Windows 95 a modo de Sagrada Familia, un teclado negro a modo de musgo  y un ratón de bola haciendo las veces de buey. Durante el tiempo que duró la sesión ninguna perdió de vista su ubicación. Yo creo que miraban más al “ropero” que a mí.

Ya sentadas y “desembolsadas”, volvimos a intentarlo.

-                  Y ahora… ¿qué hacemos, Juan? – se oyó de nuevo la voz colectiva, esta vez acrónica,  como si fuera una  jaculatoria grupal
-                  Como veréis un equipo informático tiene varias partes  - y  poniendo las manos sobre uno de los equipos de la fila delantera para no tener que desenterrar el mío creando  alarmas innecesarias, continué -  Vamos a encender el ordenador pulsando…
-                  Uy, no, que a mí me da miedo. ¿Y si le doy donde no es y le hago algo?- advirtió Loli lanzando la mitad de la frase hacia mí y el resto hacia su compañera.
-                  ¿Entonces para qué has subido? - replicó Manoli desde la fila de atrás.
-                  Yo qué sé, a  lo mejor se encendían solos al vernos a entrar.  Enciéndelo tú, anda,  Juan.
-                  ¿Todos?- dije yo, intentando poner un poco de sorna en la voz.
-                  El mío, por lo menos, que soy la más torpe de todas – volvió a contestar la interpelada  sin captar ni un poquito  la ironía.
-                  Qué dices,  si la más torpe soy yo que no sé  ni dónde está el equipo  ese que dice Juan – ahora era Carmen la que se inscribía en  el torneo de desméritos que acababa de inaugurar su compañera
-                  Hija, no sea  más bruta, el equipo informático, es  que el ordenador  es como si fuera  un equipo de fútbol; quiere decir Juan, que tiene… muchos jugadores… ¿no, Juan, no es eso? – volvió a la carga Manoli que era de las muy, muy interesadas.
-                  Eso es, no preocuparos que esto es muy sencillo y …
-                  Claro, sencillo para ti que ya lo sabes pero... – contraatacó Loli sin apenas descruzar los brazos.
-                  … vamos a localizar el botón más gordo que es como el interruptor del  ordenador y veréis que se enciende un piloto  que …
-                  Yo creo que el mío ya estaba encendido porque la bombilla  esa del piloto ya estaba verde – me informó Paquita
-                  No diga eso que tú ya le has tocado en el botón antes de que … - el interés de Manoli la estaba volviendo un poco insoportable para sus compañeras
-                   ¿Tú le has pulsado en el botón?- quise averiguar yo.
-                  No,  Juan, yo…
-                  No le hagas caso, Juan, que esta antes de sentarse ya había dado en todos los botones que vio. – y ahora la del chivatazo fue Clara que estaba a su lado.
-                  Habrá sido sin querer.
-                  Sin querer…queriendo.  Que tú… “eres como la gente de Jerez… - recitó Manoli recuperando el protagonismo y dejando una invitación en el aire .
-                  ….. que si no toca no ve” -  cantó el coro recuperando  la sincronía de minutos antes.
-                  Bueno, vamos a pulsar el interruptor
-                  ¿Lo qué?
-                  Vamos a darle al botón gordo, por favor.
-                  ¿Qué hago yo,  le doy otra vez? Yo no toco en ningún lao más pa que no digan.
-                  No,  no le des.
-                  Juan,  no nos líes ¿le damos o no le damos?
-                  Todas, menos Milagros, pulsamos en el botón de encendido.
-                  Y yo ¿por qué no le puedo dar al botón gordo ese, Juan? -  se interrogaba sinceramente otra Milagros, la del fondo.
-                  Tú sí, Milagros Galán; tú no, Mila López – intenté aclarar yo señalando con el dedo ora una, ora la otra.
-                  Juan, de verdad, que en el mío no se enciende ahora  nada.
-                  Claro, Chari, chichi,  cómo se va a encender si le has dado en el botón del mío y me lo has apagado.
-                  Enciende el tuyo otra vez, Juana  y señálale a Charo cuál es su torre a ver si va a apagar también el de la compañera del otro lado.
-                  Juan, que el mío no tiene interruptor de esos grandes.
-                  Míralo  aquí, toto triste, esto es- acudió en su auxilio  su vecina de mesa.
-                  Ahhh,  yo que sé,   como ha dicho un interruptor yo estaba buscando uno como el de la pared o como…
-                  Venga, por favor, vamos a concentrarnos y a callarnos un poquito…
-                  ¡Que “pacencia”, Juan, que “pacencia” tienes con estas viejas! ¡Anda vamos  a dejarnos de botones y vámonos a tomar café! Juan, Juan… ¿dónde está Juan?


Yo no me había desmayado, ni estaba llorando escondido que bien podría ser: me había desplazado en una nube con motor de suspiros hasta el final de clase, buscando una perspectiva global de los monitores desde la espalda del grupo. Desde allí   pude comprobar  tres cosas: la primera es que había todavía tres o cuatro alumnas con el bolso sobre las piernas; la segunda era que  a una gran parte les resultaba divertido apretarse una a otra en todos los botones de  la Unidad Central y en tercer y principal lugar, que  la gran mayoría de  los monitores estaban apagados  con lo cual era imposible saber su estado.

-                  Antes de seguir vamos a encender los monitores
-                  ¿Yo? – añadió la Milagros precipitada – yo no toco en ningún lado que luego me dicen …
-                  ¿El monitor… lo qué es, Juan?
-                  La televisión chica esta, hija. La tele mía  de mi casa es más grande de treinta y tres “purgadas”,  que me la pusieron mis niños por los Reyes que la compraron…
-                  ¿Cuánto te costó? La mía…

Cuando por fin tuvimos  encendidos los monitores y  podíamos ver bailar  los logotipos de Windows 95 rebotando contra las esquinas de la pantalla,  alguien cuyo salvapantallas llevaba además  la fecha y la hora  gritó tirando de la alarma del vagón imaginario que ocupábamos y deteniendo su atropellada  marcha:

-                  ¿Esta hora que pone aquí es la hora que es?
-                  Uy,  es verdad, si son ya  casi las una -  contestaron varias levantándose  y provocando con sus comentarios un nuevo campeonato  de prisas y  urgencias.

Era algo así como  las trece menos  veintisiete pero…

-                  Esperad un momento que vamos a apagarlos.
-                  Sí, hombre, con lo que tardamos en cualquier tontería – dijo Loli que llevaba un mosqueo del siete desde la primera parte de la clase.
-                  Déjalos encendidos  y en la próxima clase nos enseñas a apagarlos porque hoy no nos da tiempo.

Y me pareció una buena propuesta, al menos en lo de  que no intentaran apagarlo,  porque seguro que alguna  tiraba del cable o le echaba el fular por encima para salir corriendo.


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